Mala hierba/Parte I/I
I
Roberto se había levantado de la cama y, vestido con su traje de calle y sentado a una mesa llena de papeles, escribía.
El cuarto era una guardilla trastera, baja de techo, con una gran ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de tamaño mayor que el natural, descomunales y estrambóticas, que estaban solamente esbozadas, como si el autor no hubiera querido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido y vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por el abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas y en el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón, un lebrillo con barro.
De cuando en cuando, Roberto miraba a un reloj de bolsillo colocado sobre una mesa entre los papeles; se levantaba y daba unos paseos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de la casa de enfrente, se veía pasar mujeres desharrapadas y sucias; de la calle subía una baraúnda ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes.
A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.
Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting.
Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida; se sentía capaz de tomar una determinación enérgica y dispuesto a seguirla hasta el fin.
Su hermana mayor, que acababa de casarse con un bombero, le regaló unos pantalones rotos de su esposo, una chaqueta vieja y una bufanda raída. Además, añadió a la donación una gorra de forma y de color absurdos, un sombrero hongo anciano y algunos buenos y vagos consejos acerca del trabajo, el cual, como nadie ignora, es el padre de todas las virtudes, como el caballo es el más noble de todos los animales, y la ociosidad, la madre de todos los vicios.
Es muy posible, casi seguro, que Manuel hubiese preferido a estos buenos y vagos consejos, a esta gorra de forma y color absurdos, a la chaqueta vieja, al sombrero anciano, a la bufanda raída y a los pantalones rotos, una pequeña cantidad de dinero, ya fuera en cuartos, en plata o en billetes.
La juventud es así, no tiene norte ni guía; imprevisora siempre, concede más valor a los bienes materiales que a los espirituales, sin comprender en su ignorancia absoluta que una moneda se gasta, un billete se cambia, y las dos cosas pueden perderse, y, en cambio, un buen consejo ni se gasta ni se pierde, ni se reduce a calderilla, y tiene, además, la ventaja de que, sin cuidarse de él para nada, dura eternamente, sin enmohecimiento ni deterioro. Prefiriese una cosa u otra, hay que confesar que Manuel tuvo que contentarse con lo que le dieron.
Con el lastre de los buenos consejos y de las malas prendas de vestir, sin vislumbrar ni un cuarto de luz en su camino, Manuel repasó en la memoria la corta lista de sus conocimientos, y pensó que, de todos, el único capaz de favorecerle era Roberto Hasting.
Penetrado de esta verdad, para él muy importante, se dedicó a buscar a su amigo. En el cuartel ya le habían perdido de vista hacía tiempo; doña Casiana, la de la casa de huéspedes, a quien Manuel encontró en la calle, no sabía las señas de Roberto, y le indicó que quizá el Superhombre las supiera.
-¿Sigue viviendo en su casa de usted?
-No; estaba ya harta de que no me pagara. No sé dónde vive; pero le encontrará en El Mundo, un periódico de la calle de Valverde, que tiene un letrero en el balcón.
Buscó Manuel el periódico de la calle de Valverde y lo encontró en seguida; subió al piso principal de la casa y se detuvo ante una puerta cerrada con un cristal en donde había grabados dos mundos: el antiguo y el moderno. No había timbre ni llamador de campanilla, y Manuel se puso a repiquetear con los dedos en el cristal, encima precisamente del nuevo mundo, y en esta ocupación le sorprendió el mismísimo Superhombre, que llegaba de la calle.
-¿Qué haces aquí? -le dijo el periodista, mirándole de arriba abajo-. ¿Quién eres tú?
-Yo soy Manuel, el hijo de la Petra, la de la casa de huéspedes, ¿no se acuerda usted?
-¡Ah, sí!... ¿Y qué quieres?
-Quisiera que me dijese usted si sabe en dónde vive don Roberto, que creo que ahora es periodista.
-¿Y quién es don Roberto?
-El rubio..., el estudiante amigo de don Telmo.
-¿El niño litri aquél...? ¡Yo qué sé!
-¿Ni dónde trabaja tampoco?
-Creo que da lecciones en la Academia de Fischer.
-No sé en qué sitio está esa academia.
-Me parece que en la plaza de Isabel Segunda -contestó el Superhombre de un modo displicente, mientras abría la puerta de cristales con un llavín y entraba.
Manuel fue a la academia; aquí, un ordenanza le dijo que Roberto vivía en la calle del Espíritu Santo, en el número 21 o 23, no sabía a punto fijo, en un piso alto, donde había un estudio de escultor.
Manuel buscó la calle del Espíritu Santo; la geografía de esa parte de Madrid le era un tanto desconocida. Tardó en dar con la calle, que estaba en aquellas horas animadísima; las verduleras, colocadas en fila a los lados de la calle, anunciaban sus judías y sus tomates a voz en grito; las criadas pasaban con sus cestas al brazo y sus delantales blancos; los horteras, recostados en la puerta de la tienda, echaban un párrafo con la cocinera guapa; corrían los panaderos entre la gente con la cesta en equilibrio en la cabeza, y el ir y venir de la gente, el gritar de unos y de otros, formaban una baraúnda ensordecedora y un espectáculo abigarrado y pintoresco.
Manuel, abriéndose paso entre el gentío y las cestas de tomates, preguntó por Roberto en los números que le indicaron; no le conocían las porteras, y no tuvo más remedio que subir hasta los pisos altos y enterarse allí.
Después de varias ascensiones dio con el estudio del escultor. En el extremo de una escalera sucia y oscura se encontró con un pasillo en donde charlaban unas cuantas viejas.
-¿Don Roberto Hasting? ¿Uno que vive en el taller de un escultor?
-Será ahí, en esa puerta.
La entreabrió Manuel, se asomó y vio a Roberto escribiendo.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo Roberto-. ¿Qué hay?
-Pues venía a verle a usted.
-¿A mí?
-Sí, señor.
-¿Qué te pasa?
-Que me he quedado parado.
-¿Cómo parado?
-Sin trabajo.
-¿Y tu tío?
-¡Oh, ya hacía tiempo que no estaba allí!
-¿Y cómo ha sido eso?
Manuel contó sus cuitas. Luego, viendo que Roberto seguía escribiendo rápidamente, se calló.
-Puedes seguir -murmuró Hasting-, te oigo mientras escribo; tengo que concluir un trabajo para mañana y necesito correr, pero te oigo.
Manuel, a pesar de la indicación, no siguió hablando. Miró a los dos gigantones derrengados que ocupaban el centro del taller y quedó sorprendido. Roberto, que notó el asombro de Manuel, le preguntó riendo:
-¿Qué te parece eso?
-Qué sé yo. Da miedo. ¿Qué quieren decir esos hombres? —El autor los llama «Los explotados».. Quiere dar a entender que son los hombres a quienes agota el trabajo. Poco oportuno el asunto para España.
Roberto siguió escribiendo. Manuel separó la vista de los dos figurones y la dirigió por el cuarto. No tenía aspecto de riqueza, ni siquiera de comodidad; Manuel pensó que el estudiante no marchaba bien en sus asuntos.
Roberto echó una rápida mirada a su reloj, dejó la pluma, se levantó y paseó por el cuarto. Contrastaba su elegancia con el aspecto miserable del cuarto.
-¿Quién te ha dicho dónde vivía? -preguntó.
-En una academia.
-¿Y quién te ha indicado la academia?
-El Superhombre.
-¡Ah! El divino Langairiños... Y dime ¿desde cuándo estás sin trabajo?
-Desde hace unos días.
-¿Y qué piensas hacer?
-Pues estar a lo que salga.
-¿Y si no sale nada?
-Creo que algo saldrá.
Roberto sonrió burlonamente.
-¡Qué español es eso! Estar a lo que salga. Siempre esperando... Pero, en fin, tú no tienes la culpa. Oye: si estos días no encuentras sitio donde dormir, quédate aquí.
-Bueno; muchas gracias. ¿Y la herencia de usted, don Roberto? ¿Cómo va?
-Marchando poco a poco. Antes de un año me ves rico.
-Me alegraré.
Ya te dije que me figuraba que había un enredo de los curas en esta cuestión; pues, efectivamente, así es. Don Fermín Núñez de Letona, el cura, fundó diez capellanías para parientes suyos que llevaran su apellido. Sabiendo esto, pregunté por estas capellanías en el obispado; no sabían nada; pedí varias veces la partida de bautismo de don Fermín a Labraz; me dijeron que allí no aparecía tal nombre. Para aclarar este asunto he ido un mes a Labraz.
-¿Ha estado usted fuera de Madrid?
-Sí; he gastado mil pesetas. En la situación que me encuentro, figúrate lo que representan mil pesetas para mí; pero no he tenido ningún inconveniente en gastarlas. He ido, como te decía, a Labraz; he visto el libro de partidas en la iglesia y me he encontrado que hay un salto en el libro desde el año mil setecientos cincuenta y nueve al sesenta. «¿Qué es esto?», me dije. Miré, volví a mirar; no había señal de hoja arrancada: la numeración de los folios estaba bien, pero los años no concordaban, y, ¿sabes lo que pasa? , que una hoja está pegada a otra. Después fui al seminario de Pamplona, y conseguí encontrar una lista de los alumnos que estudiaron a fines del siglo dieciocho, y allí está don Fermín, y pone:
«Núñez de Letona, Labraz (Álava)». De manera que la partida de bautismo de don Fermín se encuentra en la hoja pegada.
-¿Y por qué no ha hecho usted que la despeguen?
-No; ¿quién sabe lo que puede suceder? Podría levantar la caza. El libro queda allí. Yo he mandado a Londres mi escrito; cuando venga el exhorto, el juzgado nombrará tres peritos, que irán a Labraz, y, ante ellos y ante el juez y el notario, se despegará la hoja.
Roberto, como siempre que hablaba de su fortuna, iba exaltándose; su imaginación le hacia ver perspectivas admirables de riqueza, de lujo, de viajes maravillosos. En medio de sus entusiasmos y sus ilusiones apareció el hombre práctico; miró al reloj, se calmó en un instante y se puso a escribir de nuevo.
Manuel se levantó.
-Qué, ¿te vas? -le dijo Roberto.
-Sí; ¿qué voy a hacer aquí?
-Si no tienes que almorzar, toma una peseta. No tengo más.
-¿Y usted?
-Yo como en casa de un discípulo. Oye: si vienes a dormir, adviérteselo a mi compañero. Estará aquí dentro de un momento. Aún no se ha levantado. Se llama Alejo Monzón, pero le llaman Álex.
-Bueno; sí, señor.
Almorzó Manuel pan y queso y volvió al poco rato al taller. Un hombre rechoncho, de barba negra y espesa, cubierto con una blusa blanca, la pipa en la boca, modelaba en plastelina una Venus desnuda.
-¿Usted es don Alejo? -le preguntó Manuel.
-Sí, ¿qué hay?
-Yo soy amigo de don Roberto, y he venido a verle hoy y le he dicho que no tenía trabajo ni casa, y él me ha indicado que podía dormir aquí.
-Tendrás que acostarte en el sofá -dijo el de la blusa blanca-, porque no hay otra cama.
-No importa. Estoy acostumbrado.
-¡Qué! ¿Tú tienes algo que hacer?
-Yo, no.
-Anda, entonces ponte sobre la tarima. Me servirás de modelo. Siéntate en esta caja. Así. Ahora apoya la cabeza en la mano, como si estuvieras pensando en algo. Bueno. Está bien. La mirada más alta. Eso es.
El escultor se sentó, machacó de un puñetazo la Venus que estaba modelando y comenzó a levantar otra figura.
Manuel se cansó pronto de posar, y se lo advirtió así a Álex, quien le dijo que descansara.
A media tarde entraron en la guardilla una porción de muchachos amigos del escultor; dos de ellos se pusieron en mangas de camisa y comenzaron a amontonar barro en una mesa; un melenudo se sentó en un sofá. Llegaron poco después otros y comenzaron todos a charlar a voz en grito.
Hablaron y discutieron una porción de cosas, de pintura, de escultura, de comedias. Manuel pensó que debían de ser personas importantes.
Habían clasificado al mundo. Tal era admirable; Cual, detestable; H, un genio; B, un imbécil.
No les gustaban, sin duda, las medias tintas ni los términos medios; parecían árbitros de la opinión, juzgadores y sentenciadores de todo.
Al anochecer se prepararon para salir.
-¿Tú te vas? -preguntó el escultora Manuel
-Saldré un momento a cenar.
-Bueno; ahí tienes la llave. Yo vendré a eso de las doce y llamaré.
-Está bien.
Manuel comió otra ración de pan y queso y dio un paseo por las calles, y entrada la noche volvió al taller. Hacía frío allá arriba, más frío que en la calle. Se acercó a tientas al sofá y se tendió y esperó a que viniera el escultor. Cerca de la una llamó y le abrió Manuel.
Álex venía ceñudo. Se metió en su alcoba, encendió una vela y anduvo paseando por el estudio hablando solo.
-Ese imbécil de Santiuste -le oyó murmurar Manuel-, que dice que el no concluir una obra de arte es señal de impotencia. ¡Y me miraba a mí!
Pero ¿por qué le haré yo caso a ese idiota?
Nadie pudo dar al escultor una contestación satisfactoria, y siguió paseando por el cuarto, lamentándose en voz alta de la estupidez y de la envidia de sus compañeros.
Después, ya apaciguada su cólera, cogió la bujía, la acercó al grupo de «Los explotados» y lo miró durante largo tiempo con curiosidad. Vio que Manuel no dormía, y le preguntó cándidamente:
-¿Has visto tú algo más colosal que esto?
-Es una cosa muy rara -contestó Manuel.
-¡Sí es! -replicó Álex-. Tiene la rareza de todo lo genial. Yo no sé si habrá alguien en el mundo capaz de hacer esto. Quizá Rodin ¡Hum!..., ¿quién sabe? ¿Dónde te figuras tú que pondría yo este grupo?
-No sé.
-En un desierto. Sobre un pedestal de granito cuadrado, tosco, sin adornos. ¡Qué efectos produciría!, ¿eh?
-Ya lo creo.
El asombro de Manuel lo tomó Álex por admiración, y con la bujía en la mano fue quitando los paños que cubrían sus estatuas y enseñándoselas.
Eran figuras espantables y monstruosas: viejas encogidas, con los pellejos lacios y los brazos hasta los tobillos; hombres que parecían buitres, chiquillos jorobados y deformes, unos de cabeza muy grande, otros de cabeza muy chica, cuerpos todos sin proporción y armonía. Manuel sospechó si aquella fauna mostruosa sería una broma de Álex; pero el escultor hablaba entusiasmado y explicaba por qué sus figuras no tenían la estúpida corrección académica tan alabada por los imbéciles. Todos eran símbolos.
Después de mostrar sus obras, Álex se sentó en una silla.
-No me dejan trabajar -exclamó con abandono-, y lo siento, no creas que por mí, sino por el arte. Si Alejo Monzón no triunfa, la escultura en Europa retrocede cien años.
Manuel no podía decir lo contrario, y se echó en el sofá a dormir. Al día siguiente, cuando se despertó, Roberto estaba ya vestido elegantemente y escribiendo en su mesa.
-¿Está usted ya levantado? -le dijo Manuel con asombro.
-Hay que madrugar, amigo -contestó Roberto-. Yo no soy de los que están a lo que salga. No viene la montaña a mí, pues yo voy a la montaña; no hay más remedio.
Manuel no entendió bien lo que quería decir Roberto con esto de la montaña, y desperezándose se levantó del sofá.
Anda -le dijo Roberto-, ve por un café con media tostada.
Salió Manuel y volvió en seguida. Desayunaron los dos.
-¿Quiere usted alguna cosa más? -preguntó Manuel.
-No, nada.
-¿No piensa usted volver hasta la noche?
-No.
-¿Tantas cosas tiene usted que hacer?
-Muchas, ya lo creo. Ahora, después de traducir invariablemente diez páginas, voy a la calle de Serrano a dar una lección de inglés; de aquí tomo el tranvía y marcho al final de la calle de Mendizábal, vuelvo al centro, me meto en la casa editorial y corrijo las pruebas de la traducción. Salgo a las doce, voy a mi restaurante, corno, tomo café, escribo mis cartas a Inglaterra, y a las tres estoy en la Academia de Fischer. A las cuatro y media voy al colegio protestante. De seis a ocho paseo, a las nueve ceno, a las diez estoy en el periódico, y a las doce, en la cama.
-¡Qué barbaridad! Pero, entonces, ¿usted ganará mucho? -dijo Manuel.
-De ochenta a noventa duros.
-¿Y vive usted aquí?
-Es que tú ves los ingresos, pero no los gastos. Tengo que enviar todos los meses treinta duros a mi familia para que mi madre y mis dos hermanas vayan viviendo. El proceso me lleva mensualmente quince o veinte duros, y con lo demás voy pasando.
Manuel contempló con admiración profunda a Roberto.
-Pues hijo -exclamó Roberto-, para vivir no hay más remedio. Y es lo que debes hacer tú: buscar, preguntar, correr, trotar; algo encontrarás.
Manuel pensó que, aunque le hubiesen prometido ser rey, no era capaz de desenvolver una actividad semejante; pero se calló.
Esperó a que se levantara el escultor y hablaron los dos largamente de las dificultades de la vida.
-Mira: por ahora me sirves de modelo -dijo Álex-, y ya encontraremos alguna combinación para comer.
-Bueno, sí, señor; como usted quiera.
Álex tenía crédito en la tahona y en la tienda de ultramarinos, y calculó que la alimentación de Manuel le resultaría más barata que pagar un modelo. Los dos se decidieron a alimentarse de conservas y pan.
No era el escultor perezoso, ni mucho menos; pero no tenía constancia en el trabajo ni dominaba su arte; no sabía concluir sus figuras, y viendo que al ir a detallarlas los defectos iban apareciendo con más fuerza, las dejaba sin terminar. Su orgullo le hacía creer después que el modelar exactamente un brazo o una pierna era una labor indigna y decadente, y sus amigos, en quienes se daba la misma impotencia para el trabajo, corroboraban su idea.
Manuel no se preocupaba de cuestiones artísticas, pero muchas veces pensó que las teorías del escultor, más que convencimientos suyos, parecían pantallas para ocultar sus defectos.
Hacía un retrato o un busto, y se le decía: «No se le parece», y él contestaba: «Eso es lo de menos», y en todo pasaba lo mismo.
Manuel se fue aficionando a las reuniones del estudio por la tarde y escuchaba con atención lo que decían los amigos de Alex.
Dos o tres eran escultores, otros pintores y literatos. Ninguno de ellos conocido. Pasaban el tiempo correteando de teatro en teatro y de café en café, reuniéndose en cualquier parte para tener el gusto de hablar mal de los amigos. Fuera de esta conversación, en la cual todos concretaban admirablemente, en las demás se divagaba con placidez. Era un continuo discutir y proyectar, afirmar hoy, negar mañana, que a Manuel, que no tenía base alguna de juicio, le despistaba por completo; no comprendía si hablaban en serio o en broma; les oía cambiar de opinión a cada momento y le chocaba cómo uno mismo podía defender cosas tan contradictorias.
A veces, una alusión embozada, un juicio acerca de éste o del otro, exasperaba a todos los de la reunión de tal manera, que entonces cada palabra tenía un retintín rabioso, y por debajo de las frases más sencillas se notaba que latía el odio, la envidia y la intención mortificante y agresiva.
En medio de aquellos jóvenes, casi todos de una mordacidad venenosa, solían acudir al taller dos tipos que permanecían tranquilos e indiferentes en medio del furor de las discusiones. Uno era ya algo viejo, grave, enjuto; se llamaba don Servando Arzubiaga; el otro, de la misma edad que Álex, se apellidaba Santín. Don Servando, aunque literato, no tenía vanidad literaria, o si la tenía, era tan honda, tan subterránea, que no se le notaba.
Acudía al taller a distraerse, y fumando cigarrillos solía escuchar los diversos pareceres de unos y otros, sonriendo a las exageraciones, terciando en la conversación con alguna palabra conciliadora. Bernardo Santín era el más joven de los contertulios indiferentes, no hablaba; le era muy difícil comprender que por una cuestión puramente literaria o artística pudiesen reñir de aquella manera.
Santín era flaco, tenía la cara correcta, la nariz afilada, los ojos tristes, el bigote rubio y la sonrisa insípida. Se pasaba este hombre copiando cuadros en el museo, y cada vez lo hacía peor; pero desde que comenzó a frecuentar el estudio de Álex, las pocas aficiones al trabajo las había perdido por completo.
Una de sus manías era hablar de tú a todo el mundo. A la tercera o cuarta vez de ver a una persona ya la tuteaba.
Los conciliábulos en el estudio de Álex se conoce que no bastaban a los bohemios, porque de noche volvían a reunirse en el café de Lisboa. Manuel, sin ser considerado como uno ú,, ellos, era aceptado en la reunión, aunque sin voz ni voto.
Por lo mismo que no hablaba, se fijaba más en lo que oía.
Eran casi todos ellos de malos instintos y de aviesa intención. Sentían la necesidad de hablar mal unos de otros, de injuriarse, de perjudicarse con sus maquinaciones y sus perfidias, y al mismo tiempo necesitaban verse y hablarse. Tenían, como las mujeres, el afán de complicar la vida con miserias y pequeñeces, la necesidad de vivir y desenvolverse en un ambiente de murmuraciones y de intrigas.
Roberto pasaba por medio de ellos tranquilo, indiferente, sin hacer caso de sus proyectos ni de sus discusiones.
Manuel creyó comprender que a Roberto le molestaba verle tan metido en la vida bohemia, y para congraciarse con él, una mañana le acompañó hasta la casa en donde daba su lección de inglés. Le contó por el camino que había hecho una porción de gestiones infructuosas para buscar trabajo, y le preguntó qué marcha debía seguir en adelante.
-¿Qué? Ya te he dicho varias veces lo que debes hacer -contestó Roberto-: buscar, buscar y buscar. Luego, trabajar hasta echar el alma por la boca.
-¡Pero si no tengo en dónde!
-Siempre hay donde trabajar si se quiere. Pero hay que querer. Saber desear con fuerza es lo primero que se debe aprender. Tú me dirás que no deseas más que vegetar de cualquier modo; pues ni eso conseguirás si te reúnes con los que vienen aquí al estudio; además de vago, concluirás en sinvergüenza.
-¿Pero ellos?...
-Ellos yo no sé si han hecho o no indignidades; como comprenderás, eso a mí no me va ni me viene; pero cuando un hombre no puede comprender nada en serio, cuando no tiene voluntad, ni corazón, ni sentimientos altos, ni idea de justicia ni de equidad, es capaz de todo. Si estas gentes tuvieran un talento excepcional, podrían ser útiles y hacer su carrera, pero no lo tienen; en cambio, han perdido las nociones morales del burgués, los puntales que sostienen la vida del hombre vulgar. Viven como hombres que poseyeran de los genios sus enfermedades y sus vicios, pero no su talento ni su corazón; vegetan en una atmósfera de pequeñas intrigas, de mezquindades torpes. Son incapaces de realizar una cosa. Quizá haya algo de genial, yo no digo que no, en esos monstruos de Álex, en esas poesías de Santillana; pero eso no basta: hay que ejecutar lo que se ha pensado, lo que se ha sentido, y para eso se necesita el trabajo diario, constante. Es como un niño que nace, y la comparación, aunque es vieja, es exacta: la madre le pare con dolor, luego le alimenta en su pecho y le cuida hasta que crece y se hace fuerte. Esos quieren hacer de golpe y porrazo una obra hermosa y no hacen más que hablar y Hablar.
Roberto se detuvo para tomar aliento, y continuó con más dulzura:
-Aun así, ellos tienen la ventaja de estar en la corriente, se conocen unos a otros, conocen a los periodistas, y, amigo, la prensa hoy es una fuerza bruta. Pero tú no, tú no puedes acercarte a la prensa; necesitarías siete u ocho años de preparación, de buscar amistades, recomendaciones. Y mientras tanto, ¿de qué comes?
-No, si yo no quiero ser como ellos. Yo ya sé que soy un obrero.
- ¡Obrero! ¡Quia! Ojalá lo fueras. Hoy no eres más que un vago, y debes hacerte obrero. Lo que soy yo, lo que somos todos los que trabajamos.
Muévete, actívate. Ahora la actividad para ti es un esfuerzo; haz algo; repite lo que hagas, hasta que la actividad para ti sea una costumbre.
Convierte tu vida estática en vida dinámica. ¿No me entiendes? Quiero decirte que tengas voluntad.
Manuel contempló a Roberto desanimado. Hablaban los dos en distinto idioma.