Mala hierba/Parte II/II

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​Mala hierba​ de Pío Baroja
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III

II

Los nombres de los sapos - El director de Los Debates y sus redactores


Sánchez Gómez, el impresor, a quien también se le conocía por el mote de Plancheta, aunque trabajaba como obrero, era hombre rico; tenía un humor endiablado y desigual, una jovialidad corrosiva y un fondo de buen corazón.

Era el impresor más pintoresco y multiforme de Madrid, y su negocio, el más complicado e interesante.

Este solo dato bastaba para juzgarle: con una sola prensa, movida por un motor de gas, de los antiguos, publicaba nueve periódicos, cuyos títulos nadie podría encontrar insignificantes.

‘’Los Debates, El Porvenir, La Nación, La Tarde, EL Radical La Mañana, El Mundo, El Tiempo y La Prensa’’, todos estos diarios importantes nacían en el sótano de la imprenta. A cualquier hombre vulgar le parecía esto imposible; para Sánchez Gómez, aquel proteo de la tipografía, la palabra imposible no existía en el diccionario.

Cada periódico importante de éstos tenia una columna suya; y lo demás, información, artículos literarios, anuncios, folletín, noticias, era común a todos.

Sánchez Gómez hermanaba en sus periódicos el individualismo y el colectivismo. Cada uno de sus órganos gozaba de su autonomía e independencia en absoluto, y, sin embargo, cada uno de ellos se parecía al otro como dos gotas de agua. El cojo realizaba en sus publicaciones la unidad y la variedad.

El Radical, por ejemplo, furibundo republicano, dedicaba la primera columna a faltar al Gobierno y a los curas; pero sus noticias eran las mismas que las de El Mundo, diario conservador impenitente, que empleaba la primera columna en defender la Iglesia, esa arca santa de nuestras tradiciones; la Monarquía, esa gloriosa institución, símbolo de nuestra patria; el Ejército, baluarte firmísimo de nuestra nacionalidad; la Constitución, ese compendio de nuestras libertades públicas...

De todos los periódicos allí impresos, Los Debates constituían un buen negocio para su propietario, don Pedro Sampayo y Sánchez del Pelgar Era Los Debates -utilizando los símiles empleados en el diario- terrible ariete contra el bolsillo de los políticos, fortaleza inexpugnable para las exigencias de los acreedores.

El chantaje, en manos del director del periódico, se convertía en terrible arma de combate; ni la catapulta antigua ni el cañón de treinta y seis podían comparársele.

El periódico de don Pedro Sampayo y Sánchez del Pelgar disponía de tres columnas propias.

Estas columnas las fabricaba un gallegote, macizo y grueso, de aspecto cerril, que escribía muy intencionadamente, llamado González Parla, y un señor Fresneda, muy flaco, muy espiritado, muy bien vestido y siempre muerto de hambre.

Langairiños, el Superhombre, pertenecía a la redacción de Los Debates, pero sólo en una parte alícuota, pues sus producciones geniales se estampaban en los nueve sapos nacidos en los sótanos de la imprenta de Sánchez Gómez.

Indudablemente, es hora de presentar a Langairiños. Le llamaban, en broma, los periodistas el Superhombre, y, abreviando, el Súper, porque siempre estaba hablando del advenimiento del superhombre de Nietzsche, sin comprender que, en broma y todo, no le hacían más que justicia.

Era lo más alto, lo más excelso de la redacción; unas veces se firmaba Máximo; otras, Mínimo; pero su nombre, su verdadero nombre, el que inmortalizaba diariamente, y diariamente, cada vez más, en Los Debates o en El Tiempo, en El Mundo o en El Radical, era Ernesto Langairiños. ¡Langairiños! Nombre dulce y sonoro, algo así como una brisa fresca una tarde de verano. ¡Langairiños! Un sueño.

El gran Langairiños tenia entre treinta y cuarenta años; abdomen pronunciado, nariz aquilina y barba negra, fuerte y tupida.

Algún imbécil de los que le odiaban, al verle tan vertebrado y cerebral; algunas de esas serpientes que tratan de morder en el acero de las grandes personalidades, aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandismo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos, y sus americanas, constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.

Langairiños ejercía de crítico, y de crítico cruel; sus artículos aparecían al mismo tiempo en nueve periódicos. Su manera impresionista despreciaba esas frases vulgares como la «señorita de Pérez rayó a gran altura», «los caracteres están bien sostenidos en la obra», y otras de la misma clase.

En dos apotegmas reunía aquel superhombre todas las ideas acerca del mundo que le rodeaba; eran dos frases terribles, de una ironía amarga y dislacerante. Que alguno aseguraba que este político, el otro periodista tenían influencia, dinero o talento..., él replicaba: «Sí, sí; ya sé quién dices». Que otro decía que el novelista, el dramaturgo hacían o dejaban de hacer..., él contestaba: «Bueno, bueno; por la otra puerta».

La superioridad del espíritu de Langairiños no le permitía suponer que un hombre que no fuera él valiese más que otro.

Su obra maestra era un articulo titulado «Todos golfos». Se trataba de una conversación entre un maestro del periodismo -él- y un aprendiz de periodista.

Aquel derroche de sal ática terminaba con este rasgo de humor:

El aprendiz. -Hay que tener principios.

El maestro. -En la mesa.

El aprendiz. -Hay que decir las cosas con verdadera crudeza al país.

El maestro. -Se le van a indigestar. Acuérdese usted de los garbanzos de la casa de huéspedes.

El Superhombre escribía siempre así, de un modo terrible, shakesperiano.

A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Súper se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia.

Manuel recordaba haber oído muchas veces en la casa de huéspedes de doña Casiana una voz sonora que contaba valientemente y sin fatiga el número de flexiones de piernas y de brazos. Veinticinco..., veintiséis, veintisiete, hasta llegar a ciento, y aún más. Aquel Bayardo de la gimnasia se llamaba Langairiños.

Los otros dos redactores no podían compararse con Langairiños.

González Parla parecía un bárbaro por su facha de mozo de cuerda.

Hablaba burlonamente; llamaba al pan, pan, y al vino, vino; a los políticos, braguetones, y a los periódicos de Sánchez Gómez, los sapos.

El otro redactor, Fresneda, podía apostar a finura al hombre más fino y almibarado de Madrid. Experimentaba un verdadero placer en llamar señor a todo el mundo. Fresneda se sostenía en pie por milagro; se pasaba la vida muerto de hambre, pero esto no producía en él iras ni cóleras.

González Parla y Fresneda necesitaban recurrir a toda clase de expedientes para obligar a Sampayo, el propietario de Los Debates, a que les pagara algunas pesetas. La esperanza de los dos, una credencial obtenida por intermedio del director propietario, no se realizaba nunca.

Manuel oía hablar tanto de Sampayo, que sintió curiosidad por conocerle.

Era un señor alto, erguido, de noble aspecto, de unos sesenta y tantos años; había conseguido varias veces el cargo de gobernador, gracias a su mujer, una real hembra en sus buenos tiempos, capaz de obtener cualquier cosa de un ministro. En los Gobiernos civiles por donde pasó el matrimonio no quedaron ni los clavos.

¡Y qué espectáculo más humano presentaba el hogar! Algunas veces, cuando llegaba la señora de Sampayo a su casa, un tanto fatigada, después de alguna aventurilla, se encontraba a su esposo con su noble aspecto cenando mano a mano con la criada, cuando no abrazándola cariñosamente.

El matrimonio gastaba sus ingresos íntegros; pero Sampayo era tan diestro en el arte de crear acreedores y torearlos después, que siempre encontraba medios de sacar algunos cuartos.

Una vez que González Parla, muy ceñudo, y Fresneda, muy amable, llamando al director señor Sampayo a cada momento, le exponían su crítica situación, Sampayo entregó a Fresneda una carta para un general americano, pidiéndole dinero. Puso a su redactor la condición de que todo lo que pasara de diez duros quedaría para la caja.

Al salir a la calle los dos redactores, González Parla le exigió a su compañero la carta, y el hombre espectral se la dio.

-Yo iré a verle a ese braguetón de general -dijo González Parla y le sacaré las perras y nos las repartiremos. La mitad para ti y la otra mitad para mí.

El hombre flaco acompañó al hombre gordo hasta la casa del general.

El general, un guachindangusto vestido de guacamayo, leyó la carta del director, miró al periodista, se caló los lentes y le preguntó, contemplándole de arriba abajo:

-¿ Uté es el señó de Fresneda?

-Sí, señor.

-¿Etá uté seguro?

-Claro; soy yo.

-Pero uté etá tísico, ¿no?

-¿Yo? No, señor.

-Pues eso me disen en la carta, ¿sabe?... Que tiene uté siete hijos y que por su aspecto podré comprender que etá en el último período de tisis, ¿sabe?

González Parla se azaró; dijo que era verdad que no estaba tísico; pero que había tenido un padre que había estado tísico, y como había tenido el padre tísico, le decían los médicos que él quedaría también tísico, que ya lo estaba en principio, de modo que, aunque no lo fuera, era casi lo mismo que si lo estuviera ya.

-Yo no comprendo eso, ¿sabe? -dijo el general, después de escuchar una argumentación tan deficiente-; yo entiendo que eso e una macana, ¿no? No se puede etá tan gordo hallándose enfermo, ¿sabe? Pero, en fin -y largó un billete doblado entre sus dedos-, tome, váyase, y no sea pendejo.

-Esta gordura es falsa -replicaba humildemente González Parla, cogiendo el billete-. Es la patata que come uno -y se escabulló avergonzado.

El billete era de cien pesetas, y se lo repartieron entre el redactor flaco y el redactor gordo, con gran indignación de Sampayo. Éste se prometió no darles ni un céntimo durante meses.

Fresneda, en las últimas boqueadas de hambre, tuvo la única frase enérgica de toda su vida.

-Yo le daré a usted una recomendación para el ministro -le dijo el director, contestando así a una petición de dinero.

-Para morirse de hambre, señor Sampayo -contestó con energía, no exenta de su proverbial finura, Fresneda-, no se necesitan recomendaciones.