Mala hierba/Parte II/VII
VII
Cerca de la estación se alargaba una fila de coches; los cocheros habían hecho una hoguera. Se calentaron un momento Manuel y Jesús.
-Tenemos que ir a ese pueblo -murmuró Jesús.
-¿A cuál?
-A ese que está deshabitado, según ha dicho ese hombre. A Vaciamadrid.
-Bueno.
Llegaba un tren en aquella hora, y Manuel y Jesús se colocaron a la puerta de la estación, a la salida de los viajeros, con la idea de ganarse algunos cuartos llevando alguna maleta.
Manuel tuvo la suerte de tomar un bulto de un señor y llevárselo a un coche. El señor le dio unas perras.
Manuel y Jesús subieron al Prado. Iban por delante del museo cuando vieron un simón, y detrás del coche, corriendo a todo correr, a don Alonso con un traje haraposo lleno de agujeros.
-¡Eh! ¡Eh! -le gritó Manuel.
Don Alonso miró hacia atrás, se detuvo y se acercó a Jesús y Manuel.
-¿Adónde iba usted? -le preguntaron.
-Detrás de ese coche para subirle el baúl a casa a ese caballero; pero estoy cansado, ya no tengo piernas.
-¿Y qué hace usted? -le preguntaron.
-¡Psch!... Morirme de hambre.
-¿No viene la buena?
-¿Qué ha de venir? Napoleón se hizo la pascua en Uaterlú, ¿verdad? Pues mi vida es un Uaterlú continuo.
-¿A qué se dedica usted ahora?
-He estado vendiendo libros verdes. Aquí debo tener uno -añadió, mostrando a Manuel una cartilla cuyo título era: Las picardías de las mujeres la primera noche de novios.
-,Es bueno esto? -preguntó Manuel.
Así, así. Te advierto que hay que leer un renglón sí y el otro no. ¡Yo, dedicado a estas cosas! ¡Yo, que he sido director de un circo en Niu Yoc!
-Ya vendrá la buena.
-Hace unas noches salí tambaleándome, muerto de necesidad, y me fui a una Casa de Socorro, porque ya no podía más. «¿Qué tiene usted?», me preguntó uno. «Hambre.» «Eso no es enfermedad», me dijo. Entonces me eché a pedir limosna, y ahora voy al anochecer al barrio de Salamanca; allá, a las señoras que van solas les digo que se me ha muerto un hijo, que necesito un par de reales para comprar velas. Ellas se horrorizan y me suelen dar algo. He encontrado también un rincón donde dormir. Está por allá, hacia el río.
Comieron los tres el rancho sobrante en el cuartel de María Cristina, y por la tarde, el Hombre-boa fue a su centro de operaciones del barrio de Salamanca.
-Peseta y media he sacado hoy -les dijo a Manuel y a Jesús-. Vamos a cenar.
Cenaron en el parador de Barcelona, en la calle de Caballero de Gracia, y después el resto lo emplearon en aguardiente.
Luego fueron al rincón encontrado por don Alonso: una casa en ruinas próxima al puente de Toledo. La llamaban la Casa Negra; no quedaba de ella más que las cuatro paredes, cortadas a la altura del primer piso.
Ocupaba el centro de una huerta; tenía un cañizo sobre el cual sobresalían unas cuantas vigas negruzcas, derechas, como las chimeneas de un pontón.
Entraron los tres en la casucha. Cruzaron el patio, saltaron por encima de escombros, tejas, maderas podridas y montones de cascotes.
Recorrieron un pasillo. Don Alonso encendió un fósforo, que mantuvo en el hueco de la mano. Vivían allí clandestinamente unas familias de gitanos y unos cuantos mendigos. Algunos habían hecho sus camas con paja y trapos; otros dormían apoyándose sobre cuerdas de esparto sujetas a las paredes.
Don Alonso tenía su rincón y llevó allá a Manuel y a Jesús.
El suelo era húmedo, de tierra; quedaban algunos tabiques de la casa en pie; los agujeros del techo estaban obturados con haces de caña cogidos en el río y pedazos de estera.
-¡Qué moler! -dijo don Alonso al tenderse-;siempre hay que andar buscando rincones. ¡Quién pudiera ser caracol!
-¿Para qué? -preguntó Jesús.
-Aunque no fuera más que para no pagar la casa de huéspedes.
-¡Ya vendrá la buena! -dijo irónicamente Manuel.
-Ésa es la esperanza -replicó el Hombre-boa-. Mañana quizá haya cambiado nuestra suerte. Tú no sabes lo que es la vida. El destino para el hombre es como el viento para la veleta.
-Lo malo es -murmuró Jesús- que la veleta nuestra, cuando no señala hambre, señala frío, y siempre miseria.
-Mañana puede variar.
Con estas halagüeñas ilusiones se durmieron los tres. Despertó Manuel al amanecer; la luz del alba entraba por los agujeros del cañizo que hacía de techo, y con aquella luz pálida el interior de la Casa Negra ofrecía un aspecto siniestro.
Dormían todos mezclados, arremolinados en un amontonamiento de harapos y de papeles de periódicos. Algunos hombres buscaban a las mujeres en la semioscuridad y se oían sus gruñidos de placer.
Cerca de Manuel, una mujer con aspecto de idiotismo y de miseria orgánica, sucia y llena de harapos, mecía un niño en los brazos. Era una mendiga aún joven, una pobre criatura vagabunda de esas que recorren los caminos sin rumbo ni dirección, a la gracia de Dios.
Por entre el astroso corpiño mostraba el pecho lacio y negruzco. Uno de los gitanillos se deslizó junto a ella y le agarró el pecho con la mano. Ella dejó al niño a un lado y se tendió en el suelo...
Un día de abril, por la madrugada, el frío era tan espantoso dentro de la Casa Negra, que hicieron en medio una hoguera; crecieron las llamas, y cuando menos se esperaba prendió el cañizo. Inmediatamente se generalizó el fuego. Estallaban las cañas al arder; pronto una inmensa llamarada se levantó en el aire.
Escaparon todos despavoridos; Manuel, Jesús y don Alonso salieron de prisa por el paseo de los Pontones hacia la ronda.
En la noche oscura brillaba el techo incendiado como una gran antorcha; pronto se apagó y quedaron sólo chispas que saltaban y volaban en el aire.
Los tres marcharon por la ronda; allá lejos se veían líneas alargadas de faroles de gas, y a trechos, núcleos de luces como islas brillantes en medio de la oscuridad. En la ronda solitaria se oía muy de tarde en tarde el paso precipitado de algún transeúnte y los ladridos lejanos de los perros.
Se le ocurrió a Manuel ir a la taberna de la Blasa. En vez de tomar por el paseo Imperial, entraron en las Injurias por una callejuela iluminada con faroles de petróleo que pasaba al lado de la Fábrica de Gas.
Humos negros y rojos salían de las altas chimeneas; las panzas redondas de los gasómetros se acercaban al suelo, y alrededor de ellas se levantaban los soportes, que en la oscuridad producían un efecto extraño.
No estaba abierta la taberna de la Blasa. Tiritando de frío siguieron andando los tres por la ronda de Toledo; pasaron frente a una fábrica cuyas ventanas vertían una luz violeta de arco voltaico en la negrura de la noche.
En medio de aquel silencio, la fábrica parecía rugir y echaba borbotones de humo por la chimenea.
-No debía haber fábricas -dijo Jesús con una indignación súbita.
-¿Y por qué? -preguntó don Alonso.
-Porque no.
-¿Y de qué iba a vivir la gente? ¿Qué se va a hacer de la industria si no hay fábricas?
-Que se haga la pascua como nosotros. La tierra debe dar para que vivamos todos -añadió Jesús.
-¿Y la civilización? -preguntó don Alonso.
-¡La civilización! Bastante nos sirve a nosotros la civilización. La civilización es muy buena para el rico; ¡lo que es para el pobre...!
-¿Y la luz eléctrica?, ¿y los vapores?, ¿y el telégrafo?
-Pero ¿usted los utiliza?
-No; pero los he utilizado.
-Cuando tenía usted dinero. La civilización está hecha para el que tiene dinero, y el que no lo tiene que se muera. Antes, el rico y el pobre se alumbraban con un candil parecido; hoy, el pobre sigue con el candil, y el rico alumbra su casa con luz eléctrica; antes, el pobre iba a pie, el rico a caballo; hoy, el pobre sigue andando a pie, y el rico va en automóvil; antes, el rico tenía que vivir entre los pobres; hoy vive aparte, se ha hecho una muralla de algodón y no oye nada. Que los pobres chillan, él no oye; que se mueren de hambre, él no se entera...
-No tiene razón dijo don Alonso.
-Casi nada...
Siguieron oyendo los ladridos lejanos de los perros. Hacia cada vez más frío. Pasaron por la ronda de Valencia y por la de Atocha.
Se destacó el Hospital General con su sombría mole y sus ventanas iluminadas por luces mortecinas.
Ahí siquiera no se debe de tener frío -murmuró el Hombre-boa con su tono jovial que sonaba a dolorida queja.
Comenzaba a clarear, iba disipándose el vaho gris de la mañana; por el camino pasaban carros de bueyes; las gallinas cacareaban a lo lejos...