Mala hierba/Parte III/IV
IV
Una noche de agosto salían del teatro Eldorado Manuel, Vidal, la Flora y la justa, cuando dijo Vidal:
-Hoy fusilan a un soldado. ¿Queréis que vayamos a verlo?
-Sí, vamos -contestaron la Flora y la justa.
Hacía una noche hermosa y templada.
Subieron a la calle de Alcalá, y entraron en Fornos. A eso de las tres salieron del café, y en una manuela se dirigieron al lugar de la ejecución.
Dejaron el coche frente a la cárcel Modelo.
Era demasiado temprano; aún no habla amanecido.
Dieron la vuelta a la cárcel, metiéndose por una callejuela con una zanja abierta en la arena, hasta salir a los desmontes próximos a la calle de Rosales. Tenía el edificio de la cárcel Modelo, visto desde aquellos campos desolados, un aspecto imponente; parecía una fortaleza envuelta en la luz azul y espectral de los arcos voltaicos. Los centinelas daban de cuando en cuando un alerta largo, que producía una terrible impresión de angustia.
-¡Qué triste es esta casa! -murmuró Vidal-. ¡Y cuánta gente habrá ahí encerrada!
-¡Psch..., que los maten! -replicó la justa con indiferencia.
Pero Vidal no sentía este desdén, y se indignó con la frase de la justa.
-¿Pa qué roban? -replicó ésta.
-Y tú, ¿por qué...?
-Yo, para comer.
-Pues ellos también para comer.
La Flora recordó que de chica había visto la ejecución de la Higinia.
Había ido con la hija de la portera de su casa.
Allí estaba el patíbulo y señaló el centro de una tapia frente a una capilla-. En los desmontes hormigueaba el gentío. Vino la Higinia vestida de negro, apoyada en los Hermanos de la Paz y Caridad; debía de estar ya muerta de espanto; la sentaron en el banquillo, y el cura con una cruz alzada se puso delante de la Higinia; la ató el verdugo con unas cuerdas por los pies, sujetándola las faldas; luego la tapó la cara con un pañuelo negro, y poniéndose detrás de ella, dio de prisa dos vueltas a la rueda; en seguida le quitó el pañuelo de la cara y quedó la mujer tan raída sobre el palo.
Después -terminó diciendo la Flora-, la otra chica y ella tuvieron que echar a correr, porque los guardias civiles dieron una carga.
Vidal, al oír tan minuciosas descripciones, palideció.
-Estas cosas me matan -dijo, poniéndose una mano sobre el corazón.
-¿Para qué has querido venir? -le preguntó Manuel-. ¿Quieres que nos volvamos?
-No, no.
Salieron a la plaza de la Moncloa. En una esquina de la cárcel había un grupo de gente. Estaba amaneciendo. Una franja de oro se formaba en el horizonte. Por la calle de la Princesa subía un escuadrón de caballería; presentaba un aspecto extraño a la luz vaga del amanecer. Se detuvo el escuadrón frente a la cárcel.
-A ver si nos dan la entretenida y lo fusilan en otra parte -decía un vejete, a quien la idea de madrugar y no presenciar la ejecución debía de parecer en extremo desagradable.
-Hacia San Bernardino es donde lo fusilan -anunció un golfo.
Todos echaron a correr. Efectivamente, debajo de unos desmontes próximos al paseo de Areneros formaban los soldados el cuadro. Había un público de cómicos, trasnochadores, coristas, prostitutas, subidos en coches simones, y una turbamulta de golfos y de mendigos. El espacio despejado era extensísimo. Vino un furgón gris y entró en medio del cuadro a la carrera; bajaron tres figuras que parecían muñecos; los dos de a los lados del reo llevaban sombrero de copa. No se veía bien al soldado.
-¡Bajad las cabezas -decían los del público, los que estaban atrás-, que veamos todos!
Se destacaron ocho soldados de caballería con fusiles cortos y se pusieron delante del reo; se conoce que no quedaron bien de frente, porque, moviéndose de lado, como un animal de muchas patas, anduvieron algunos metros. El sol brillaba en la arena amarilla del desmonte, en los cascos y correajes de los soldados. No se oyó voz de mando: los fusiles apuntaron.
-¡Bajad las cabezas! -gritaron otra vez con acento irritado los que se hallaban colocados en tercera y cuarta fila.
Sonó una detonación sin fuerza; poco después se oyó otra.
-Es el golpe de gracia -murmuró Vidal.
Todo el mundo echó a andar hacia Madrid; se oyó estrépito de tambores y cornetas. El sol brillaba en los cristales de las casas. Iban Manuel, Vidal y las dos mujeres por el paseo de Areneros cuando oyeron otra detonación.
-Se conoce que no había muerto -añadió Vidal, más pálido.
Estaban los cuatro preocupados.
-¿Sabes? -dijo Vidal-. Se me ha ocurrido una cosa para quitarnos la mala impresión de esto: irnos a merendar esta tarde.
-¿Adónde? -preguntó Manuel.
-Hacia el río. Recordaremos nuestros buenos tiempos. ¿Eh? ¿Qué te parece?
-Muy bien.
-¿La Justa no tendrá nada que hacer?
-No.
-Bueno. Pues, entonces, al mediodía estamos todos en el merendero de la señora Benita, que está cerca del embarcadero y del puente del Sotillo.
-Convenido.
-Ahora vamos a dormir un rato.
Lo hicieron así. A las doce salieron Manuel y la Justa, y fueron al merendero; todavía no había llegado nadie.
Se sentaron los dos en un banco; la Justa estaba malhumorada.
Compró diez céntimos de cacahuetes y se puso a comerlos.
-¿Quieres? -le dijo a Manuel.
-No; se me meten en las muelas.
-Pues y o tampoco y los tiró al suelo.
-¿A qué los compras para tirarlos?
-Me da la gana.
-Bueno, haz lo que quieras.
Pasaron los dos bastante tiempo esperando, sin hablarse; la Justa, impacientada, se levantó.
-Me voy a casa -dijo.
-Yo voy a esperar -replicó Manuel.
-Anda y que te zurzan con hilo negro, ladrón.
Manuel se encogió de hombros.
-Y que te den morcilla.
-Gracias.
La Justa, que iba a marcharse, se detuvo al ver que llegaban Calatrava con la Aragonesa y Vidal al lado de la Flora. Calatrava traía una guitarra.
Pasó un organillo por delante del merendero. El Cojo lo hizo parar y bailaron Vidal y la Flora, la Justa y Manuel.
Llegaron nuevas parejas, entre ellas una mujer gorda y chata, vestida de un modo ridículo, que iba acompañada de un hombre de patillas de hacha y aspecto agitanado. La Justa, que se sentía insolente y provocativa, comenzó a reírse de la mujer gorda; la otra contestó con despreciativo retintín y recalcando la palabra:
-Estos pericos...
-¡La tía gamberra! -murmuró la Justa, y cantó a media voz, dirigiéndose a la chata, este tango:
-¡Indecente! -gruñó la gorda.
El hombre con facha de gitano se acercó a Manuel para decirle que aquella señora (la justa) estaba faltando a la suya, y que él no podía permitir esto. Manuel comprendía que tenía razón; pero, a pesar de esto, contestó insolentemente al hombre. Vidal se interpuso, y después de muchas explicaciones por una y otra parte, se decidió que allí no se había faltado a nadie, y se arregló la cuestión. Pero la justa estaba con humor de pelea y se trabó de palabras con uno de los organilleros, desvergonzado por razón de oficio.
-Calla, ¡leñe! -gritó Calatrava, dirigiéndose a la justa-, y tú calla también -lijo al organillero-, porque si no te voy a arrimar un estacazo.
-Vamos nosotros adentro -indicó Vidal.
Pasaron las tres parejas a un cobertizo con mesas y bancos rústicos y un barandado de palitroques que daba al Manzanares.
En medio del río había dos islas cubiertas de un verdín brillante, y entre éstas unas cuantas tablas que servían de paso desde una orilla a otra.
Trajeron la comida, pero la justa no quiso comer, y a las preguntas que la hicieron no contestó; y luego, sin saber por qué, empezó a llorar amargamente entre las burlas de la Flora y de la Aragonesa. Luego se tranquilizó y quedó alegre y jovial.
Comieron allá opíparamente y salieron un momento a bailar a la carretera al son del organillo. Manuel creyó ver pasar varias veces al Bizco por delante del merendero.
-¿Será él? ¿Qué buscará por aquí? -se preguntó.
Al anochecer volvieron las tres parejas adentro, encendieron luz en un cuarto y mandaron traer aguardiente y café. Hablaron durante largo rato. Calatrava contó con verdadera delectación horrores de la guerra de Cuba. Había satisfecho allí sus instintos naturales de crueldad, macheteando negros, arrasando ingenios, destruyendo e incendiando todo lo que se le ponía por delante.
Las tres mujeres, sobre todo la Aragonesa, le escuchaban con entusiasmo. De pronto, Calatrava calló, pensativo, como si algún recuerdo triste le embargara.
Vidal tomó la guitarra y cantó el tango del Espartero con un gran sentimiento, después tarareó el de La Tempranica con mucha gracia, cortando las frases para dar más intención y poniendo la mano en la boca de la guitarra, para detener a veces el sonido. La Flora marcó unas cuantas posturas jacarandosas, mientras Vidal, echándoselas de gitano, cantaba:
Eres más fea que un perro de presa,
y a presumida no hay quien te gane.
Luego fue Marcos Calatrava el que cogió la guitarra. No sabia puntear como Vidal, sino que rasgueaba suavemente, con monotonía. Marcos cantó una canción cubana, triste, lánguida, que daba la nostalgia de un país tropical. Era una larga narración que evocaba los danzones de los negros, las noches espléndidas del trópico, el sol, la patria, la sangre de los soldados muertos, la bandera, que hace saltar las lágrimas a los ojos, el recuerdo de la derrota..., algo exótico y al mismo tiempo íntimo, algo muy doloroso, algo hermosamente plebeyo y triste.
Y Manuel sentía al oír aquellas canciones la idea grande, fiera y sanguinaria de la patria. Y se la representaba como una mujer soberbia, con los ojos brillantes y el gesto terrible, al lado de un león...
Después, Calatrava entonó, acompañándose del rasguear monótono de la guitarra, una canción de insurrectos muy lánguida y triste. Una de las coplas, que Calatrava cantaba en cubano, decía:
¡Ze coman los mengues
mardita la araña
que tie en la barriga
pintá una guitarra!
Bailando ze cura
tan jondo doló...
¡Ay! Malhaya la araña
que a mí me picó.
Pinté a Matansa, confusa,
la playa de Viyamá,
y no he podio pintá
el nido de la lechusa,
Yo pinté por donde crusa
un beyo ferrocarrí,
un machete y un fusí
y una lancha cañoera,
y no pinté la bandera
por la que voy a morí.
No sabía Manuel por qué, pero aquella reunión de cosas incongruentes que se citaban en el canto le produjo una tristeza enorme...
Afuera anochecía. A lo lejos la tierra azafranada brillaba con las últimas palpitaciones del sol, oculto en nubes encendidas como dragones de fuego; alguna torre, algún árbol, alguna casucha miserable rompía la línea del horizonte, recta y monótona; el cielo hacia poniente se llenaba de llamas.
Luego oscureció: fue ennegreciéndose el campo, el sol se puso.
Por el puentecillo de tablas, tendido de una orilla a otra, pasaban mujeres negruzcas, con fardeles de ropa bajo el brazo.
Manuel experimentaba una gran angustia. A lo lejos, de algún merendero, llegaba el rasguear lejano de una guitarra.
Vidal salió del cobertizo.
-Ahora vengo -erijo.
Un momento... y se oyó un grito de desesperación. Todos se levantaron.
-¿Ha sido Vidal? -preguntó la Flora.
-No sé -dijo Calatrava, dejando la guitarra sobre la mesa.
Rumor de voces resonó hacia el río. Se asomaron todos al balcón que daba al Manzanares. En una de las islillas verdes dos hombres luchaban a brazo partido. Uno de ellos era Vidal; se le conocía por el sombrero cordobés blanco. La Flora, al conocerlo, dio un grito de terror; poco después los dos hombres se separaron y Vidal cayó a tierra, de bruces, en silencio. El otro puso una rodilla sobre la espalda del caído y debió de asestarle diez o doce puñaladas. Luego se metió en el río, llegó a la otra orilla y desapareció.
Calatrava y Manuel se descolgaron por el barandado del cobertizo y se acercaron por el puente de tablas hacia el islote.
Vidal estaba tendido boca abajo y un charco de sangre había junto a él. Tenía clavada la navaja en el cuello, cerca de la nuca. Calatrava tiró del mango, pero el arma debía de estar incrustada en las vértebras.
Después Marcos hizo dar al cuerpo media vuelta y le puso la mano en el pecho sobre el corazón.
-Está muerto -dijo tranquilamente.
Manuel miró el cadáver con horror; las últimas claridades de la tarde se reflejaban en los ojos, muy abiertos. Calatrava puso el cadáver en la misma posición que lo había encontrado. Volvieron al merendero.
-¡Hala!, vámonos -dijo Marcos.
-¿Y Vidal? -preguntó la Flora.
-Ha espichado.
La Flora comenzó a chillar; pero Calatrava la agarró violentamente del brazo y la hizo enmudecer.
-Vaya..., ahuecando -dijo, y con gran seriedad pagó la cuenta, cogió la guitarra y salieron todos del merendero.
Había oscurecido; a lo lejos, Madrid, de un pálido color de cobre, se destacaba en el cielo azul, melancólico y dulce, surcado en el poniente por grandes fajas moradas y verdosas; las estrellas comenzaban a lucir y a parpadear con languidez; el río brillaba con reflejo de plata.
Pasaron silenciosos el puente de Toledo, cada uno entregado a sus pensamientos y a sus temores. Al final del paseo de los Ocho Hilos encontraron dos coches; Calatrava, la Aragonesa y la Flora entraron en uno; la Justa y Manuel, en otro.