Manfredo: Acto I: Escena I
(Manfredo está solo en la galería de un antiguo castillo. Es media noche.)
MANFREDO.
Mi lámpara va a apagarse; por más que quiera reanimar su luz moribunda; no podrá durar tanto tiempo como mi desvelo. Si parece que duermo, no es el sueño el que embarga mis sentidos y sí el descaecimiento que me causan una multitud de pensamientos que afligen mi alma y a los cuales no me es posible resistir. Mi corazón está siempre desvelado y mis ojos no se cierran sino para dirigir sus miradas dentro de mí mismo; sin embargo estoy vivo, y según mi forma y mi aspecto, me parezco a los otros hombres.
¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son una ciencia, y los más sabios son los que más deben gemir sobre la fatal verdad. El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.
Filosofía, conocimientos humanos, secretos maravillosos, sabiduría mundana, todo lo he ensayado y mi espíritu puede abrazarlo todo, todo puedo someterlo a mi genio: ¡inútiles estudios! He sido generoso y bienhechor, he encontrado la virtud aun entre los hombres... ¡Vana satisfacción! He tenido enemigos; ninguno ha podido dañarme y varios han caído delante de mí: ¡inútiles triunfos! El bien, el mal, la vida, el poder, las pasiones, todo lo que veo en los demás ha sido para mí como la lluvia sobre la árida arena. Después de aquella hora maldita... No conozco el terror, estoy condenado a no experimentar nunca el temor natural, ni los latidos de un corazón que hacen palpitar el deseo, la esperanza o el amor de alguna cosa terrestre... Pongamos en práctica mis operaciones mágicas.
Seres misteriosos, espíritus del vasto universo, vosotros a quienes he buscado en las tinieblas y en las regiones de la luz; vosotros que volais alrededor del globo y que habitais en las esencias más sutiles; vosotros a quien las cimas inaccesibles de los montes, las profundidades de la tierra y del Océano sirven muchas veces de retiro... Yo os llamo en nombre del encanto que me da el derecho de mandaros; ¡despertaos y apareced!
(Un momento de silencio.)
¡No vienen todavia! ¡Bien!, por la voz de aquel que es el primero entre vosotros; por la señal que os hace temblar a todos; en nombre de aquel que no muere nunca... Despertaos y apareced...
(Un momento de silencio.)
Si es así... Espíritus de la tierra y del aire no eludireis seguramente mis órdenes. Por medio de un poder superior a todos los que acabo de servirme, por un hechizo irresistible nacido en un astro maldito, resto ardiente de un mundo que ya no existe, infierno errante en medio del eterno espacio; por la terrible maldición que pesa sobre mi alma, por el pensamiento que tengo y que está a mi rededor, os requiero la obediencia: Apareced.
(Aparece una estrella en el fondo oscuro de la galería; es una estrella inmóvil, y una voz canta las palabras siguientes:)
PRIMER ESPÍRITU.
Mortal, dócil a tus órdenes, vengo de mi palacio situado sobre las nubes, formado de los vapores del crepúsculo y que colorea de púrpura y de azul el disco del sol poniente. Aunque me esté privado el obedecerte, vuelo hacia ti sobre el rayo de una estrella; he oído tus conjuros. Mortal, ¡que tus deseos se cumplan!
LA VOZ DEL SEGUNDO ESPÍRITU.
El Monte-Blanco es el monarca de las montañas; está coronado desde muchos siglos con una diadema de nieve sobre su trono de rocas. Está revestido con un manto de nubes: los bosques forman su cenidor, tiene un avalange en sus manos como un rayo amenazador; pero espera mis órdenes para dejarlo caer en el valle. La masa fría e inmóvil del hielo se va derritiendo todos los días, pero soy yo quien le dice que precipite su marcha o que detenga sus témpanos. Yo soy el espíritu de estas montañas, podría hacerlas estremecer hasta sus cimientos cavernosos… ¿Qué es lo que quieres?
TERCER ESPÍRITU.
En las profundidades azuladas de los mares, en donde no hay nada que agite las olas, en donde nunca ha soplado el viento, en los parages que habita la serpiente marina, y en donde la sirena adorna con conchas su verde cabellera, la voz de tu invocación ha resonado como la tempestad sobre la superficie de las aguas, el eco la ha repetido en mi pacífico palacio de coral. Declara tus deseos al espíritu del Océano.
CUARTO ESPÍRITU.
En los parages en donde duerme el terremoto sobre una cama de fuego, en los parages en donde hierven los lagos de betún, en las concavidades subterráneas que reciben las raíces de estas cordilleras cuyas cumbres ambiciosas se pierden en las nubes, he oído los acentos mágicos, y subyugado por su poder, he dejado los lugares en que he nacido para ponerme cerca de ti. Ordena, yo obedeceré.
QUINTO ESPÍRITU.
Yo soy quien vuela sobre el aquilón y el que prepara las tormentas. La tempestad que he dejado detrás de mí está todavía ardiendo con los fuegos de los truenos y de los relámpagos. Para llegar más pronto en donde tú te hallas he atravesado la tierra y los mares en un huracán. Un cefiro favorable hinchaba las velas de una flota que encontré, pero estará sepultada en las olas antes que aparezca la aurora.
SEXTO ESPÍRITU.
Mi morada es constantemente la oscuridad de la noche. ¿Por qué tus conjuros me fuerzan a ver la odiosa claridad?
SÉPTIMO ESPÍRITU.
El astro que preside a tu destino estaba dirigido por mí desde antes que la tierra fuese creada. Nunca había girado un planeta más hermoso alrededor del sol: su curso era libre y regular, ningún astro más benéfico existía en el espacio. La hora fatal llegó: este astro se convirtió en una masa de fuego, en un cometa vago que amenazó al universo girando siempre por su propia fuerza, sin esfera y sin curso; horror brillante de las regiones etéreas, monstruo disforme entre las constelaciones del cielo. En cuanto a ti, nacido bajo su influencia; tú, gusano a quien yo obedezco y que desprecio, cediendo a un poder que no te pertenece, y que no te ha sido prestado sino para someterte algun día al mío, vengo por un momento a reunirme a los espiritus débiles que doblan aquí su rodilla; vengo a hablar a un ser tal como tú. ¿Qué me quieres pues, criatura de barro? ¿Qué me quieres?
LOS SIETE ESPÍRITUS.
La tierra, el Océano, el aire, la noche, las montañas, los vientos y el astro de tu destino están a tus órdenes. Hombre mortal, sus espíritus esperan tus deseos. ¿Qué quieres de nosotros, hijo de los hombres?, ¿qué quieres?
MANFREDO.
El olvido.
EL PRIMER ESPÍRITU.
¿El olvido de qué?
MANFREDO.
De lo que está dentro de mi corazón. Leedlo, vos lo sabeis bien y yo no puedo esplicarlo.
EL ESPÍRITU.
Nosotros no podemos darte sino lo que poseemos. Pídenos vasallos, una corona, el trono del mundo o de uno de sus imperios; pídenos una señal con la cual gobernarás a los elementos que nos obedecen; habla, tú puedes obtenerlo todo.
MANFREDO.
El olvido; ¡el olvido de mí mismo! ¿No podréis encontrar lo que pido en las regiones secretas que me ofreceis tan liberalmente?
EL ESPÍRITU.
Esto no existe en nuestra esencia, ni en nuestra sabiduría; pero... tú puedes morir.
MANFREDO.
¿La muerte me lo concederá?
EL ESPÍRITU.
Nosotros somos inmortales, y no olvidamos nada, somos eternos, y para nosotros lo pasado y lo venidero son como lo presente: ved nuestra respuesta.
MANFREDO.
Esto es burlarse de mí; pero el poder que os ha conducido a mi presencia os ha puesto bajo mi disposición. Esclavos, no hay que hacer mofa de las voluntades de vuestro señor. El alma, el espíritu, la chispa celeste, la luz de mi ser, tiene la misma brillantez y la misma penetración que las vuestras, y no cederá jamás aunque se halle encerrada en una prisión de barro. Respondedme, o sino sabréis quien soy.
EL ESPÍRITU.
Nosotros repetiremos las mismas palabras; lo que acabas de decir puede ser también nuestra respuesta.
MANFREDO.
Explicaos.
EL ESPÍRITU.
Si como tú dices, tu esencia es semejante a la nuestra, te hemos respondido, diciendo que lo que los hombres llaman la muerte no tiene ningún poder sobre nosotros.
MANFREDO.
Será pues en vano que os haya invocado en vuestras moradas; vosotros no queréis o no podéis socorrerme.
EL ESPÍRITU.
Habla, te ofrecemos todo lo que poseemos: piensa bien en ello antes de despedirnos y pide. ¿Quieres un reino, el poder sobre los hombres, la fuerza, una larga serie de días?
MANFREDO.
¡Malditos seais! ¿Qué sacaré de una larga vida? La mía ya ha durado demasiado; desapareced.
EL ESPÍRITU.
Todavía un momento; mientras que estamos aquí quisiéramos serte útiles. Piensa bien en esto; ¿no hay algún otro don que pudiéramos hallar digno de serte ofrecido?
MANFREDO.
Ninguno: esperad sin embargo... Un momento antes de separarnos, quisiera veros cara a cara. Oigo vuestras voces, cuya dulzura melancólica se asemeja a las armonías melodiosas en medio de un lago cristalino; veo la inmóvil claridad de una grande estrella, pero nada más. Pareced a mi presencia tales como sois, uno después de otro o todos juntos, pero en vuestra forma acostumbrada.
EL ESPÍRITU.
Nosotros no tenemos otra forma que la de los elementos de los que somos el alma y el principio; pero designanos la forma que quieras, y será la que adoptaremos.
MANFREDO.
Poco importa la forma; no hay ninguna sobre la tierra que sea hermosa o hedionda para mí: que aquel que entre vosotros esté dotado de más poder, tome el aspecto que le convenga. Yo lo espero.
(El séptimo Espíritu aparece bajo la figura de una hermosa mujer.)
EL SÉPTIMO ESPÍRITU.
Miradme.
MANFREDO.
¡Oh cielos! ¿Será esto una ilusión? Si tú no fueses un sueño o una imagen engañosa, ¡aun podría considerarme dichoso! Te estrecharía entre mis brazos y aun podríamos... (la mujer desaparece). Mi corazón se halla destrozado.
(Manfredo cae desmayado, y una voz hace oír el canto que sigue.)
Cuando la luna brillara en las regiones aéreas, el gusano fosfórico en los céspedes, el meteoro alrededor de las sepulturas y una llama rojiza sobre las lagunas; cuando aparecera el relampago repentino de las estrellas que caigan, cuando los búhos harán oír sus tristes conciertos y las hojas permaneceran inmóviles y silenciosas en el bosque que cubre la colina, mi alma pesará sobre la tuya con fuerza y de una manera terrible.
Por profundo que sea tu sueño tu espíritu no dormirá; hay algunas sombras que nunca se desvanecerán para ti, y algunos pensamientos que nunca podrás desterrar de tu corazón. Por un poder que te es desconocido, no podrás nunca estar solo: este encanto secreto te envuelve como una mortaja, y es como una nube que te servirá de prisión.
Aunque tú no me veas pasar por tu lado, tus ojos me reconocerán como un objeto que no debe estar lejos, y que estaba cerca de ti había muy poco. Cuando en este terror secreto vuelvas la cabeza, quedarás sorprendido de no verme con tu sombra sobre la tierra, y estarás obligado a disimular el poder cuyos efectos esperimentarás.
Las palabras mágicas pronunciadas sobre tu cabeza han atraído allí una maldición terrible, y uno de los espíritus aéreos te ha hecho caer en el lazo: en el soplido del viento habrá una voz que te privará el alegrarte; la noche te negará el silencio de las sombras, y no podrás ver brillar el sol sin desear al momento el es del día.
Yo he separado de tus lágrimas pérfidas la esencia de un veneno mortal, he escogido la sangre más negra de tu corazón, he arrancado a tu sonrisa la serpiente que se mantenía escondida en las arrugas de tu rostro, he tomado el hechizo que hacía tus labios tan peligrosos, he comparado todas estas ponzoñas a los venenos más sutiles; los tuyos son aun más temibles.
Por tu corazón de hierro y tu sonrisa de víbora, por tus ardides fatales, por tus miradas engañosas, por tu alma hipócrita, por tus artificios seductores y tu falsa sensibilidad, por el placer que encuentras en el dolor de los otros, por la fraternidad con Caín, vengo a condenarte a que seas tu mismo tu infierno.
Derramo sobre tu cabeza el licor mágico que te destina a los tormentos que te preparo, el sueño y la muerte estarán sordos a tus deseos y a tus súplicas; verás la muerte a tu lado para desearla y temerla. Pero ya tu decreto se cumple, y una cadena invisible te rodea con sus eslabones; mis palabras mágicas producen su efecto: tu cabeza se turba y tu corazón está próximo a marchitarse.