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Manifiesto a la Nación con motivo de la rebelión iniciada en Chihuahua

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1911 Manifiesto a la Nación

Porfirio Díaz, 7 de Mayo de 1911

Mexicanos:

La rebelión iniciada en Chihuahua en noviembre del año pasado, que, por las escabrosidades del terreno no pudo sofocarse a tiempo, ha soliviantado en otras regiones de la República, las tendencias anárquicas y el espíritu de aventura, siempre latentes en algunas capas sociales de nuestro pueblo. El Gobierno que presido acudió, como era de su estricto deber, a combatir en el orden militar el movimiento armado, y en el orden político —el Presidente de la República en el informe que rindió ante el Congreso de la Unión, en primero de abril próximo anterior, declaró ante todo el país y ante todo el mundo civilizado, que era su propósito, entrar en un camino de reformas políticas y administrativas— en acatamiento de las justas y oportunas demandas de la opinión pública. Es público y notorio que el Gobierno, desentendiéndose del cargo que se le hace de no obrar espontáneamente, sino bajo la presión de la rebelión, ha entrado de lleno en el camino de las reformas prometidas.

Con esto el Gobierno Federal en lo que de él depende; el Poder Legislativo de la Unión y los Poderes Locales, se proponen desarmar a aquellos de nuestros conciudadanos que se hayan lanzado de buena fe a la guerra, en pos de principios políticos, ya que los poderes constituidos se adelantan a la realización de sus anhelos; y se proponen también principalmente, garantizar a la gran masa de nuestros conciudadanos, de hábitos pacíficos y laboriosos, de tendencias evolutivas y progresistas, que el Gobierno procede de buena fe y que no tiene otra preocupación que el establecimiento de la paz por cualquier medio, con tal que sea decoroso y digno.

Entre tanto el Gobierno se aplicaba a la doble labor de combatir con las armas la rebelión y dar garantías para las promesas a la opinión pública, algunos ciudadanos patriotas y de buena voluntad se ofrecieron espontáneamente a servir de mediadores entre los jefes rebeldes y el Gobierno, con el propósito laudable de provocar pláticas de concordia y de paz. El Presidente de la República no podía prohijar estos buenos oficios sin desconocer los títulos legítimos de su autoridad; pero tampoco podía negarse a oír palabras de paz, porque todo su anhelo es restablecerla a costa de cualquier esfuerzo, a costa de cualquier sacrificio personal. Así pues, sin coartar para nada la libertad de acción, y sin rebajar la autoridad de la Nación que representa, manifestó a los mediadores oficiosos que escucharía con gusto las proposiciones que vinieran del campo rebelde en demanda de paz. El resultado de esta iniciativa privada, fué como se sabe, que se concertara un armisticio entre el comandante de las fuerzas federales en Ciudad ,Juárez y los jefes alzados en armas que operan en aquella región, para que durante la tregua se presentaran al Gobierno las condiciones o bases a que había de sujetarse el desarme de la rebelión.

El Presidente constituyó su delegado en la persona del señor licenciado don Francisco Carbajal, Magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y como se ve por las instrucciones que se le dieron, el Gobierno estaba dispuesto a llevar su espíritu de concordia y liberalidad hasta donde lo permitiera el decoro de la República y los intereses mismos de la paz.

Infortunadamente, la buena voluntad del Gobierno, se interpretó por los jefes rebeldes, como debilidad o poca fe en las justicia de su causa; ello es que las negociaciones fracasaron por las exhorbitancias de las demandas revolucionarias, de todo punto incompatibles con un régimen legal.

Ahora, con pleno conocimiento de causa diga cualquier hombre de corazón bien puesto, de parte de quién queda la responsabilidad del fracaso de las negociaciones de paz.

La renuncia del Presidente de la República, que exigía la rebelión, dejaría en estos momentos tan difíciles sin jefe reconocido a la Nación y el ejército, cuya conducta bizarra y ejemplar unida al buen sentido del pueblo mexicano, es el punto de apoyo firme de la situación. No es, pues, una inspiración de la vanidad personal del que habla, para quien el poder no tiene ya sino amargos sinsabores y grandes responsabilidades, lo que le hizo negarse a la exigencia de la rebelión: no; es el deber, el supremo deber que tiene de dejar al país dentro del orden y de la ley, o de hacer un sacrificio, aun de la propia vida para conseguirlo.

Por otra parte, hacer depender la Presidencia de la República, es decir, la autoridad soberana de la Nación, de la voluntad o el deseo de un grupo de ciudadanos más o menos numeroso, de ciudadanos armados, no es ciertamente, establecer la paz, que siempre debe tener por base el respeto a la ley, sino por lo contrario, abrir en nuestra historia un siniestro periodo de anarquía cuyo imperio y consecuencias nadie puede prever.

El Presidente de la República, que tiene la pena de dirigirse al pueblo, en estos solemnes momentos, se retirará, sí, del poder, pero como conviene a una Nación que se respeta, como corresponde a un mandatario que podrá sin duda, haber cometido errores, pero que en cambio, también ha sabido defender a su Patria y servirla con lealtad.

El fracaso de las negociaciones de paz traerá consigo la recrudescencia de la actividad revolucionaria. El Gobierno por su parte, redoblará su esfuerzos contando con la lealtad de nuestro heroico ejército para sojuzgar la rebelión y someterla al orden; pero para conjurar pronta y eficazmente los inminentes peligros que amenazan nuestro régimen social y nuestra autonomía nacional, el Gobierno necesita del patriotismo y del esfuerzo generoso del pueblo mexicano: con él cuenta y con él está seguro de salvar a la Patria.

"Porfirio Díaz"