Manifiesto de Don Alfonso Carlos a los españoles

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Augusto manifiesto a los españoles
de Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este
Nota: Firmado el 29 de junio de 1934



 Españoles:

 Hace más de un siglo que Mi Augusto Abuelo Don Carlos María Isidro de Borbón y Braganza (Carlos V), al morir su hermano Fernando VII, alzó frente a la democracia liberal la bandera de la legitimidad donde estaban escritas las grandes alirmaciones que constituyen la tradición de España.

 A la sombra de aquella bandera y bajo sus pliegues lucharon durante siete años (desde 1833 a 1840) los Cruzados Carlistas hasta que la traición inutilizó aquel heroico ejército de setenta mil voluntarios de la Tradición; ya que era inútil tratar de vencerlos en los campos de batalla.

 Vendida entonces, pero no vencida, la Comunión Tradicionalista continuó en permanente protesta contra todas las ilegitimidades entronizadas por la revolución liberal.

 Protestas, unas veces armadas (como la de 1872 a 1876, con sus setenta y un mil voluntarios), y otras pacíficas, pero siempre protestas de la España Tradicional, frente a la España revolucionaria para evitar que jamás prescriba el derecho nacional legítimo ante el hecho revolucionario ilegítimo consumado.

 Y al cumplir más de cien años la usurpación y desatarse nuevamente la revolución fiera, una vez más alzamos nuestra Bandera, que es la Bandera de la Tradición Nacional, consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, y llamamos para que se alisten bajo ella a todos los españoles.

 «Decir que aspiro a ser Rey de España y no de un partido, es casi vulgaridad; porque, ¿qué hombre digno de ser Rey se contenta con serlo de un partido? En tal caso se degradaría a sí propio, descendiendo de la alta y serena región donde habita la majestad, y adonde no pueden llegar rastreras y lastimosas miserias. Yo no quiero ni debo ser Rey sino de todos los españoles; a ninguno rechazo, ni aun a los que se digan mis enemigos; porque un Rey no tiene enemigos; a todos llamo, hasta a los que parecen más extraviados; y los llamo paternalmente en nombre de la Patria dolorida y deshecha. Y si de todos no necesito para subir al Trono de mis mayores, quizás necesite de todos para establecer sobre sólidas e inconmovibles bases la gobernación del Estado y dar fecunda paz y libertad verdadera a mi amadísima España.»

 Eso decía Mi inolvidable Hermano Don Carlos VII en carta escrita desde París a 30 de junio de 1869 y que hoy suscribo Yo haciendo mías sus afirmaciones.

 Un siglo de liberalismo, de democracia y parlamentarismo han llevado a la ruina moral y material a todas las naciones que adoptaron tan funesto sistema.

 Y para salvarlas del oprobio, la ruina y la anarquía, buscan nuevos métodos y nuevas orientaciones políticas, sociales y económicas que garanticen el principio de autoridad y devuelvan a los ciudadanos aquellas libertades naturales y sociales que perdieron en día nefasto, a cambio de una absurda, antinatural y falsa libertad e igualdad política, entendida al modo liberal revolucionario.

 Todos los pueblos piden en esta hora trágica en que va a reñirse la última batalla entre la Revolución materialista y la Contrarrevolución Católica, un régimen político que garantice la paz y justicia social, y cana uno se la procura en instituciones no exentas de la incertidumbre, del ensayo y del peligro de la novedad.

 En España será inútil buscar la salvación de la Patria, si el nuevo edificio político no se labra con materiales sacados de la secular cantera de la tradición histórica.

 Por eso nosotros, Yo y mis leales, no ofrecemos nuevas panaceas con que engañar una vez más al sufrido pueblo español.

 Por eso nosotros no lo halagamos con falsos espejuelos de igualdad económica, como antaño lo engañaron con el espejuelo de la igualdad y libertad políticas, entendidas al modo liberal.

 Lo que hacemos frente al fracasado liberalismo individualista y frente al fracasado liberalismo estatista, es proclamar y jurar cumplir, si llegamos al Poder, las grandes afirmaciones que sintetizan el Ideario Nacional, lo mismo cuando lucha para defenderlo, que cuando triunfante ejerce su hegemonía sobre el mundo entero, crea pueblos y ciudades, funda escuelas y universidades, abre nuevos rumbos a la industria y al comercio y alumbra en fin una civilización informada del Espíritu de Cristo, en la que la cultura y el progreso material llegaron a límites no igualados por ninguna otra nación en la historia.

 Y esas afirmaciones, defendidas en este último siglo con ríos de sangre y mares de sacrificios, en tiempos de guerra y de paz por las insobornables huestes Carlistas y por la Monarquía legítima, de que soy único representante, son:

 PRIMERA. La unidad religiosa, que es decir la íntima y perdurable unión moral de la Iglesia y del Estado, y la plena afirmación de los derechos que tanto en su orden interno como en d externo corresponden a aquela por razón de su indiscutible soberanía.

 SEGUNDA. La afirmación política, o sea, el restablecimiento de la Monarquía tradicional en sus esenciales notas: católica, templada, federativa, hereditaria y legítima; y, por tanto, fundamentalmente opuesta a la monarquía liberal, democrática, parlamentaria, centralizadora y constitucionalista.

 TERCERA. La afirmación orgánica que repudiando el espíritu individualista, atómico y desorganizador de los sistemas liberales, estatuye la sociedad como un conjunto armónico de organismos, ordenados en razón de la Jeraquía de sus fines y dotados de la autarquía necesaria para su cumplimiento, con sus órganos propios. Consejos, Juntas y Cortes regionales, comenzando por la familia, primera de todas las actividades sociales restablecida a la plenitud de sus naturales derechos.

 CUARTA. La afirmación federativa, que implica la restauración de las regiones con todos sus fueros, libertades, franquicias, buenos usos y costumbres, exenciones y derechos que les corresponden y con la garantía del pase foral, condición obligada de su integridad, no sólo compatible, pero además inseparable de la indisoluble unidad de la Nación Española.

 QUINTA. La afirmación de la Monarquía templada con sus Consejos, órganos necesarios a su asesoramiento, y las Cortes, instrumento auténtico de la voluntad nacional. Ninguna ley fundamental del Reino podrá cambiarse ni alterarse sino en Cortes convocadas al efecto, y con el concurso de los procuradores sometidos al mandato imperativo de los organismos y actividades por ellos representados.

 SEXTA. La afirmación dinástica, que tuve su origen en aquella que impropiamente fué llamada Ley Sálica — porque no excluye absolutamente a las hembras, llamadas a la sucesión a falta de la línea de varones—, según la promulgó en 1713 Felipe V.

 Sobre estas bases fundamentales ha de restaurarse el orden moral polítíco, económico y social de España. Sólo desde el Poder, con la colaboración nacional puedo llegar a la implantación de éste, que no tolera partidos políticos, sino colaboradores sociales de una política nacional y permanente, unificada por los dos grandes vínculos sociales: Religión y Monarquía.

 La Monarquía quiere continuidad, y de aquí la necesidad de una ley sucesoria que entra en la categoría de las fundamentales. Pero también requiere legitimidad, con la doble amplitud moral y jurídica de su contenido. Legitimidad de origen en el título sucesorio y legitimidad de ejercicio, según el cual el Rey queda sometido a las prescripciones inviolables del Derecho Natural, y al conjunto de aquellas leyes fundamentales, que, consagradas por la Tradición y promulgadas con anterioridad a las revoluciones, constituyen, con el respeto a la soberanía espiritual de la Iglesia, el límite insuperable de su propia soberanía.

 Y esta doble legitimidad es la que hemos venido representando y sosteniendo desde el destierro y en los campos de batalla la Dinastía que comienza en Mi Abuelo Don Carlos V, sigue en Carlos VI, continúa a través de Don Juan III en Carlos VII, se transmite a Jaime I y hoy represento yo frente a todas las ilegitimidades monárquicas o republicanas.

 Y consciente de mis derechos y de mis deberes; de que la bandera que tremolo no es un estandarte partidista, sino emblema nacional, y de que nuestra Comunión necesita quedar orientada sobre estos fundamentales problemas, DECLARO:

 Que ante Dios y España soy y tengo que ser el más fiel guardador de las leyes tradicionalistas, que no puedo modificar por mi sola voluntad, lo que implicaría un absolutismo del que reniego, ni por presiones de grupos más o menos numerosos, lo que significaría estar en manos de oligarquías y demagogias.

 Que no teniendo sucesor directo, sólo podrán sucederme quienes, sabiendo lo que ese derecho vale y significa, unan la doble legitimidad de origen y de ejercicio, entendida aquélla y cumplida ésta al modo tradicional, con el juramento solemne a nuestros principios y el reconocimiento de la legitimidad de mi rama.

 Que siendo dentro de la doctrina tradicional más necesaria aún que la legitimidad de origen, la de ejercicio, cualquier llamamiento que refiriéndome a la primera y guiado por el afán de procurar una solución, una solución nacional y contrarrevolucionaria hubiera podido hacer, queda desde luego anulado e invalidado ante la persistencia en mantener derechos constitucionales y principios políticos sólo admisibles dentro de un sistema liberal, y reñidos, por tanto, con la Tradición Española. Porque jamás podría Yo cometer, y protesto solemnemente que no cometeré, la inconsecuencia de entregar las Huestes Leales, que tantos esfuerzos realizaron por el triunfo de nuestros inmortales principios, a la dirección de quienes no acertaron a comprender la magnitud de tanto sacrificio y el deber de reparar el daño inmenso que un siglo de liberalismo y revoluciones originó a España.

 Si en los altos designios de la Providencia estuviera decretado el triunfo de nuestra Causa en vida mía, mi primera resolución sería la de convocar Cortes generales del Reino y proclamar en ellas el sucesor a quien corresponda el derecho, sabiendo lo que ese derecho significa y los deberes que entraña.

 Pero si así no fuera y la muerte me sorprendiera en el destierro, como a mis antepasados, sin haber resuelto este trascendental asunto, no por eso habéis de desmayar. A las grandes causas nunca les falta su Caudillo, y aunque se extinguieran todas las legitimidades posibles, hay un derecho sagrado que jamás prescribe en los pueblos, y es el supremo derecho que la Tradición Española conoció más de una vez, de otorgarse el Príncipe que sepa representar dignamente la causa de la Patria, que es la causa de la fe y de aquellas gloriosas tradiciones que nuestra Comunión supo encarnar y encarnará siempre por encima de todas las mudanzas de la historia.

 De lo que sí podéis estar seguros es de que en todo caso yo sabré siempre cumplir con mi deber, como tengo plena seguridad de que vosotros sabréis cumplir con el vuestro, siguiendo el ejemplo de nuestros gloriosos antepasados.

 Pidamos al Corazón de Jesús, sin cuyo auxilio nada esperamos y sin cuya soberanía nada queremos, que bendiga nuestros propósitos y una nuestras voluntades al servicio de estos ideales santos, nobles y salvadores.

 ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA ESPAÑA!

 Desde el destierro, en la fiesta de San Pedro, a veintinueve de junio de mil novecientos treinta y cuatro.

       Alfonso Carlos.

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