Manifiesto de Don Jaime recogiendo la herencia de su padre
A mis leales:
Por primera vez, desde hace un siglo, el día de hoy, fausto entre todos los del año para la familia carlista, se convierte para ella en fecha luctuosa. Apenas hay un templo en España donde no se hayan congregado muchedumbres a rogar por el alma de mi padre. Gracias por esas plegarias; ellas prueban que vuestro amor no cabe en la vida presente; pasa por la oración sobre el sepulcro y se dilata hasta el cielo. Hoy con más fervor que nunca los corazones de todos los españoles dignos de este nombre están, juntamente con el mío, en la Catedral de Trieste, el Escorial del Destierro, velando el túmulo que guarda los resto de aquél que todos lloramos por igual, pues de todos fue Rey y padre.
No quiero que en fecha tan memorable os falte una palabra mía de aliento, y escojo este día para dirigirme a vosotros.
Poco os diré y poco necesito deciros. Si Dios ha llamado a Sí al Augusto Centinela que custodiaba el sagrado depósito de las tradiciones patrias, el puesto que con tanto honor supo llevar durante cuarenta años no queda vacío, yo vengo a relevarle.
Recogiendo con piedad filial su herencia, tan gloriosa como abrumadora, asumo los mismos derechos que sus obligaciones, sus ideas que sus sentimientos y sus amores. No digo sus odios, porque su corazón, igual que el mío, no los acogió jamás.
Podría, al rigor, excusarme de dirigiros un Manifiesto, porque hago míos todos los suyos, y todos los sucribo, desde la carta a mi amadísimo tío, el Infante don Alfonso, hasta las afirmaciones religiosas y patrióticas de su testamento político.
Identificado con los principios mantenidos en aquellos inmortales documentos, siento, sin embargo, la necesidad de comentarlos y desarrollarlos hasta sus últimas consecuencias. Así lo haré, pero no en los momentos actuales.
Mi espíritu, como el de todos vosotros, no está solamente en España, sino al otro lado del Estrecho. Allí ondea la bandera amarilla y roja, que fue el culto de toda mi vida; la misma que dio sombra a mi camarote al cruzar los mares más apartados; la misma que flotaba sobre mi tienda de campaña en las vastas soledades asiáticas, donde tantas veces la saludó la estrella. Mientras aquella enseña bendita esté empeñada en una guerra nacional, sólo por ella deben palpitar vuestros corazones; y yo no soy, no quiero ser más que un español que la sigue anhelante con los ojos y con el alma, deplorando no poder servirla ahora con mi sangre.
Unicamente cuando tremole victoriosa, lavadas todas las injurias que han querido inferírsele, me acordaré que tengo que cumplir otros ineludibles deberes, impuestos por mi nacimiento. Aguardando aquel día, que gracias al heroísmo de nuestros soldados espero ha de brillar pronto, pido a Dios que me dé fuerzas para cumplir la sagrada misión que me incumbe desde la muerte de mi amado padre.
Ardua es, cual ninguna, bien lo sé; pero espero firmemente poder llenarla, porque a ello me ayudará el concurso de todos los buenos, que invoco ardientemente, y porque desde el cielo me obtendrá del Dispensador de toda merced las gracias necesarias la intercesión de mi inolvidable madre, aquella reina ejemplar y dulcísima, cuya muerte prematura dejó en España, en la Causa, en mi familia, un vacío que nunca se ha colmado, y cuya imagen es objeto de merecida y justa veneración en todo hogar carlista.
Fortalecido en estas esperanzas, he prometido sobre la tumba de mi padre mantener hasta la muerte esta divisa caballeresca de una Dinastía de Proscritos: Todo por Dios, por la Patria y por el Honor.
Seguro estoy de que en el fondo de vuestro corazón, santuario de la lealtad, hacéis el mismo juramento, y que estáis dispuestos, como yo, a sacrificar la vida para cumplirlo.
Este juramento que renovamos a la faz de España, es mis necesario ahora que nunca para servirla.
El orden social, tan quebrantado por la revolución, peligra en sus últimos fundamentos, y no tanto por el empuje de las turbas anárquicas, como por la cobardía de los Poderes que pactan con ella, para salvar, entregándose en rehenes, la vida y el interés. En la lucha violenta que se acerca entre la civilización y la barbarie, a nadie cedo el primer puesto para pelear en la vanguardia por la Sociedad y por la Patria.
Jamás el temor a las iras terroristas me hará retroceder un paso en el camino del deber. Soy español, y en mi programa no hay sitio para el miedo.
La muerte y yo nos hemos saludado muy de cerca en las más sangrientas batallas que recuerda la historia moderna. Entonces combatía bajo la bandera de un gran pueblo que no era el mío, y no vacilé. Mejor sabré ofrecer la vida por mi madre España.
Frohsdorf, Noviembre 1909.
Fuentes
[editar]- El Correo Español: A mis Leales (4 de noviembre de 1909). Página 1.
- Ferrer, Melchor: Historia del Tradicionalismo Español, tomo XXIX (1960). Páginas 227-229.