María (Isaacs)/L
Capítulo L
El reloj del salón daba las cinco. Mi madre y Emma me esperaban paseándose en el corredor. María estaba sentada en los escalones de la gradería, y vestida con aquel traje verde que tan hermoso contraste formaba con el castaño oscuro de sus cabellos, peinados entonces en dos trenzas con las cuales jugaba Juan medio dormido en el regazo de ella. Se puso en pie al desmontarme yo. El niño suplicó que lo paseara un ratico en mi caballo, y María se acercó con él en los brazos para ayudarme a colocarlo sobre las pistoletas del galápago, diciéndome:
-Apenas son las cinco; ¡qué exactitud! si siempre fuera así...
-¿Qué has hecho hoy con tu Mimiya? -le pregunté a Juan luego que nos alejamos de la casa.
-Ella es la que ha estado tonta hoy -me respondió.
-¿Cómo así?
-Pues llorando.
-¡Ah! ¿por qué no la has contentado?
-No quiso aunque le hice cariños y le llevé flores; pero se lo conté a mamá.
-¿Y qué hizo mamá?
-Ella sí la contentó abrazándola, porque Mimiya quiere más a mamá que a mí. Ha estado tonta, pero no le digas nada.
María me recibió a Juan.
-¿Has regado ya las matas? -le pregunté subiendo.
-No; te estaba esperando. Conversa un rato con mamá y Emma -agregó en voz baja-, y así que sea tiempo, me iré a la huerta.
Temía ella siempre que mi hermana y mi madre pudiesen creerla causa de que se entibiase mi afecto hacia las dos; y procuraba recompensarles con el suyo lo que del mío les había quitado.
María y yo acabamos de regar las flores. Sentados en un banco de piedra, teníamos casi a nuestros pies el arroyo, y un grupo de jazmines nos ocultaba a todas las miradas menos a las de Juan, que cantando a su modo, estaba alelado embarcando sobre hojas secas y cáscaras de granadilla, cucarrones y chapules prisioneros.
Los rayos lívidos del sol, que se ocultaba tras las montañas de Mulaló medio embozado por nubes cenicientas fileteadas de oro, jugaban con las luengas sombras de los sauces, cuyos verdes penachos acariciaba el viento.
Habíamos hablado de Carlos y de sus rarezas, de mi visita a la casa de Salomé, y los labios de María sonreían tristemente, porque sus ojos no sonreían ya.
-Mírame -le dije.
Su mirada tenía algo de la languidez que la embellecía en las noches en que velaba al lado del lecho de mi padre.
-Juan no me ha engañado -agregué.
-¿Qué te ha dicho?
-Que tú has estado tonta hoy... no lo llames... que has llorado y que no pudo contentarte; ¿es cierto?
-Sí. Cuando tú y papá ibais a montar esta mañana, se me ocurrió por un momento que ya no volverías y que me engañaban. Fui a tu cuarto y me convencí de que no era cierto, porque vi tantas cosas tuyas que no podías dejar. Todo me pareció tan triste y silencioso después que desapareciste en la bajada, que tuve más miedo que nunca a ese día que se acerca, que llega sin que sea posible evitarlo ya... ¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que estos años pasen. Tú durante ellos no vas a estar viendo todo esto. Dedicado al estudio, viendo países nuevos, olvidarás muchas cosas horas enteras; y yo nada podré olvidar... me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme.
Poniendo la mano izquierda sobre mi hombro, dejó descansar por un instante la cabeza sobre ella.
-No hables así, María -le dije con voz ahogada y acariciando con mi mano temblorosa su frente pálida-; no hables así; vas a destruir el último resto de mi valor.
-¡Ah! tú tienes valor aún, y yo hace días que lo perdí todo. He podido conformarme -agregó ocultando el rostro con el pañuelo-, he debido prestarme a llevar en mí este afán y angustia que me atormentan, porque a tu lado se convertía eso en algo que debe ser la felicidad... Pero te vas con ella, y me quedo sola... y no volveré a ser ya como antes era... ¡Ay! ¿para qué viniste?
Sus últimas palabras me hicieron estremecer, y apoyando la frente sobre las palmas de las manos, respeté su silencio, abrumado por su dolor.
-Efraín -dijo con su voz más tierna después de unos momentos-, mira; ya no lloro.
-María -le respondí levantando el rostro, en el cual debió ella de ver algo extraño y solemne, pues me miró inmóvil y fijamente-: no te quejes a mí de mi regreso; quéjate al que te hizo compañera de mi niñez; a quien quiso que te amara como te amo; cúlpate entonces de ser como eres... quéjate a Dios. ¿Qué te he exigido, qué me has dado que no pudiera darse y exigirse delante de él?
-¡Nada! ¡ay, nada! ¿Por qué me lo preguntas así?... Yo no te culpo; pero ¿culparte de qué?... Ya no me quejo...
-¿No lo acabas de hacer de una vez por todas?
-No, no... ¿Qué te dije, qué? Yo soy una muchacha ignorante que no sabe lo que dice. Mírame -continuó tomando una de mis manos-: no seas rencoroso conmigo por esa bobería. Yo tendré ya valor... tendré todo; de nada me quejo.
Recliné de nuevo su cabeza en mi hombro, y ella añadió:
-Yo no volveré jamás a decirte eso... Nunca te habías enojado conmigo.
Mientras enjugaba yo sus últimas lágrimas, besaban por vez primera mis labios las ondas de cabellos que le orlaban la frente, para perderse después en las hermosas trenzas que se enrollaban sobre mis rodillas. Alzó las manos entonces casi hasta tocar mis labios para defender su frente de las caricias de ellos; pero en vano, porque no se atrevían a tocarla.