María (Isaacs)/LII
Capítulo LII
Descendía lentamente hasta el fondo de la cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.
Sentado en la orilla del río veía rodar sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acababa de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses.
Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus besos; nuestra frente, marchita demasiado pronto quizá, no descansa en su regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas de la suya.
Más de una hora había pasado allí, y extrañando no ver a María pregunté por ella.
-Estuvimos con ella en el oratorio -me respondió Emma-; ahora quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has vuelto.
Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los últimos ocho días constantes esfuerzos.
Pasada una hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que fuera a comer. Al salir encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor.
-Mamá no te ha llamado -me dijo el niño riendo.
-¿Y quién te ha enseñado a decir mentiras? -le respondí-: María no te perdonará ésta.
-Ella fue la que me mandó -contestó Juan señalándola.
Volvíme hacia María para averiguar la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco sobre cuya graciosa falda ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su cintura o de sus pies, que jugaban con la alfombra.
-¿Por qué estás triste y encerrado? -me dijo-: yo no he estado así hoy.
-Tal vez sí -le respondí por tener pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba.
Ella bajó los ojos fingiendo anudar de nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana diciéndome:
-¿No es verdad?
-Lo dudaba, porque como acabas de engañarme...
-¡Vea qué engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una noche?
-Me gusta verte tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado?
-¿Y las doce son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero te vi cuando venías bajando. Por más señas, no traías escopeta, y Mayo se había quedado muy atrás.
-Conque ¿muchas ocupaciones? ¿qué has hecho?
-De todo: algo bueno y algo malo.
-A ver.
-He rezado mucho.
-Ya me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañen a rezar.
-Porque siempre que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye.
-¿En qué lo conoces?
-En que se me quita un poco esa tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás tu Dolorosita, ¿no?
-Sí.
-Acompáñanos esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo.
-¿Qué es lo otro que has hecho?
-¿Lo malo?
-Sí, lo malo.
-¿Rezas esta noche conmigo y te cuento?
-Sí.
-Pero no se lo dirás a mamá, porque se enojaría.
-Prometo no decírselo.
-He estado aplanchando.
-¿Tú?
-Pues yo.
-Pero ¿cómo haces eso?
-A escondidas de mamá.
-Haces bien en ocultarte de ella.
-Si lo hago muy rara vez.
-Pero ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan...
-¿Tan qué?... ¡Ah! sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?
-¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿cómo se te ha ocurrido hacerlo?
-Un día que Juan Ángel devolvió unas camisas a la criada encargada de eso, porque diz que a su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado.
-Yo te agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras fuerzas ni manos para manejar una plancha.
-Si es una muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las manos.
-A ver cómo las tienes.
-Buenecitas, pues.
-Muéstramelas.
-Si están como siempre.
-Quién sabe.
-Míralas.
Las tomé en las mías y les acaricié las palmas, suaves como el raso.
-¿Tienen algo? -me preguntó.
-Como las mías pueden estar ásperas...
-No las siento yo así. ¿Qué hiciste en la montaña?
-Sufrir mucho. Nunca creí que se afligirían tanto con mi despedida, ni que me causara tanto pesar decirles adiós, particularmente a Braulio y a las muchachas.
-¿Qué te dijeron ellas?
-¡Pobres! nada, porque las ahogaban sus lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz.
-Sí -dijo volviéndose para enjugarse los ojos-; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana...! Pero como es domingo, estaremos todo el día juntos: leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo.
-Como estás en este momento.
-Bueno. Ya vienen a llamarte a comer... Ahora, hasta la tarde -agregó desapareciendo.
Así solía despedirse de mí, aunque en seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro.