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María (Isaacs)/XLVII

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Capítulo XLVII

Mi padre había resuelto ir a la ciudad antes de mi partida, tanto porque los negocios lo exigían urgentemente como para tomarse tiempo allá para arreglar mi viaje.

El catorce de enero, víspera del día en que debía dejarnos, a las siete de la noche y después de haber trabajado juntos algunas horas, hice llevar a su cuarto una parte de mi equipaje que debía seguir con el suyo. Mi madre acomodaba los baúles arrodillada sobre una alfombra, y Emma y María le ayudaban. Ya no quedaban por acomodar sino vestidos míos: María tomó algunas piezas de éstos que estaban en los asientos inmediatos, y al reconocerlas preguntó:

-¿Esto también?

Mi madre se las recibió sin responder, y se llevó algunas veces el pañuelo a los ojos mientras las iba colocando.

Salí, y al regresar con algunos papeles que debían ponerse en los baúles, encontré a María recostada en la baranda del corredor.

-¿Qué es? -le dije-, ¿por qué lloras?

-Si no lloro...

-Recuerda lo que me tienes prometido.

-Sí, ya sé: tener valor para todo esto. Si fuera posible que me dieras parte del tuyo... Pero yo no he prometido a mamá ni a ti no llorar. Si tu semblante no estuviese diciendo más de lo que estas lágrimas dicen, yo las ocultaría... pero después ¿quién las sabrá...

Enjugué con mi pañuelo las que le rodaban por las mejillas, diciéndole:

-Espérame, que vuelvo.

-¿Aquí?

-Sí.

Estaba en el mismo sitio. Me recliné a su lado en la baranda.

-Mira -me dijo mostrándome el valle tenebroso-; mira cómo se han entristecido las noches: cuando vuelvan las de agosto ¿dónde estarás ya?

Después de unos momentos de silencio agregó:

-Si no hubieras venido, si como papá pensó, no hubieses vuelto antes de seguir para Europa...

-¿Habría sido mejor?

-¿Mejor?... ¿mejor?... ¿Lo has creído alguna vez?

-Bien sabes que no he podido creerlo.

-Yo sí, cuando papá dijo eso que le oí de la enfermedad que tuve; ¿y tú nunca?

-Nunca.

-¿Y en aquellos diez días?

-Te amaba como ahora: pero lo que el médico y mi padre...

-Sí; mamá me lo ha dicho. ¿Cómo podré pagarte?

-Ya has hecho lo que yo podía exigirte en recompensa.

-¿Algo que valga tanto así?

-Amarme como te amé entonces, como te amo hoy; amarme mucho.

-¡Ay! sí. Pero aunque sea una ingratitud, eso no ha sido por pagarte lo que hiciste.

Y apoyó por unos instantes la frente sobre su mano enlazada con la mía.

-Antes -continuó, levantando lentamente la cabeza- me habría muerto de vergüenza al hablarte así... Tal vez no hago bien...

-¿Mal, María? ¿No eres, pues, casi mi esposa?

-Es que no puedo acostumbrarme a esa idea; tanto tiempo me pareció un imposible...

-¿Pero hoy? ¿aún hoy?

-No puedo imaginarme cómo serás tú y cómo seré yo entonces... ¿Qué buscas? -preguntóme sintiendo que mis manos registraban las suyas.

-Esto -le respondí, sacándole del dedo anular de la mano izquierda una sortija en la cual estaban grabadas las dos iniciales de los nombres de sus padres.

-¿Para usarla tú? Como no usas sortijas, no te la había ofrecido.

-Te la devolveré el día de nuestras bodas: reemplázala mientras tanto con ésta; es la que mi madre me dio cuando me fui para el colegio: por dentro del aro están tu nombre y el mío. A mí no me viene; a ti sí ¿no?

-Bueno, pero ésta no te la devolveré nunca. Recuerdo que en los días de irte, se te cayó en el arroyo del huerto: yo me descalcé para buscártela, y como me mojé mucho, mamá se enojó.

Algo oscuro como la cabellera de María y veloz como el pensamiento cruzó por delante de nuestros ojos. María dio un grito ahogado, y cubriéndose el rostro con las manos, exclamó horrorizada:

-¡El ave negra!

Temblorosa se asió de uno de mis brazos. Un calofrío de pavor me recorrió el cuerpo. El zumbido metálico de las alas del ave ominosa no se oía ya. María estaba inmóvil. Mi madre, que salía del escritorio con una luz, se acercó alarmada por el grito que acababa de oírle a María: ésta estaba lívida.

-¿Qué es? -preguntó mi madre.

-Esa ave que vimos en el cuarto de Efraín.

La luz tembló en la mano de mi madre, quien dijo:

-Pero, niña, ¿cómo te asustas así?

-Usted no sabe... Pero yo no tengo ya nada. Vámonos de aquí -añadió llamándome con la mirada, ya más serena.

La campanilla del comedor sonó y nos dirigíamos allá cuando María se acercó a mi madre para decirle:

-No le vaya a contar mi susto a papá, porque se reirá de mí.