María (Isaacs)/XXXIII
Capítulo XXXIII
Los soles de siete días se habían apagado sobre nosotros, y altas horas de sus noches nos sorprendieron trabajando. En la última, recostado mi padre en un catre, dictaba y yo escribía. Dio las diez el reloj del salón: le repetí la palabra final de la frase que acababa de escribir: él no dictó más: volvíme entonces creyendo que no me había oído, y estaba dormido profundamente. Era él un hombre infatigable; mas aquella vez el trabajo había sido excesivo. Disminuí la luz del cuarto, entorné ventanas y puertas, y esperé a que se despertase, paseándome en el espacioso corredor a la extremidad del cual se hallaba el escritorio.
Estaba la noche serena y silenciosa: la bóveda del cielo, azul y transparente, lucía toda la brillantez de su ropaje nocturno de verano: en los follajes negros de las hileras de ceibas que partiendo de los lados del edificio cerraban el patio; en los ramos de los naranjos que demoraban en el fondo, revoloteaban candelillas sin número, y sólo se percibía de vez en cuando el crujido de los ramajes enlazados, el aleteo de alguna ave asustada o suspiros del viento.
El blanco pórtico, que frontero al edificio daba entrada al patio, se destacaba en la oscuridad de la llanura proyectando sus capiteles sobre la masa informe de las cordilleras lejanas, cuyas crestas aparecían iluminadas a ratos por fulgores de las tormentas del Pacífico.
María, me decía yo, atento a los quedos susurros, respiros de aquella naturaleza en su sueño, María se habrá dormido sonriendo al pensar que mañana estaré de nuevo a su lado... ¡Pero después! Ese después era terrible; era mi viaje.
Parecióme oír el galope de un caballo que atravesase la llanura; supuse que sería un criado que habíamos enviado a la ciudad hacía cuatro días, y al cual esperábamos con impaciencia, porque debía traer una correspondencia importante. A poco se acercó a la casa.
-¿Camilo? -pregunté.
-Sí, mi amo -respondió entregándome un paquete de cartas después de alabar a Dios.
El ruido de las espuelas del paje despertó a mi padre.
-¿Qué es esto, hombre? -interrogó al recién llegado.
-Me despacharon a las doce, mi amo, y como el derrame del Cauca llega al Guayabo, tuve que demorarme mucho en el paso.
-Bien: di a Feliciana que te haga poner de comer, y cuida mucho ese caballo.
Había revisado mi padre las firmas de algunas cartas de las que contenía el paquete; y encontrando por fin la que deseaba, me dijo:
-Empieza por ésta.
Leí en voz alta algunas líneas, y al llegar a cierto punto me detuve involuntariamente.
Tomó él la carta, y con los labios contraídos, mientras devoraba el contenido con los ojos, concluyó la lectura y arrojó el papel sobre la mesa diciendo:
-¡Ese hombre me ha muerto! lee esa carta: al cabo sucedió lo que tu madre temía.
Recogí la carta para convencerme de que era cierto lo que ya me imaginaba.
-Léela alto -añadió mi padre paseándose por la habitación y enjugándose el sudor que le humedecía la frente.
-Eso no tiene ya remedio -dijo apenas concluí-. ¡Qué suma y en qué circunstancias!... Yo soy el único culpable.
Le interrumpí para manifestarle el medio de que creía podíamos valernos para hacer menos grave la pérdida.
-Es verdad -observó oyéndome ya con alguna calma-; se hará así. ¡Pero quién lo hubiera temido! Yo moriré sin haber aprendido a desconfiar de los hombres.
Y decía la verdad: ya muchas veces en su vida comercial había recibido iguales lecciones. Una noche, estando él en la ciudad sin la familia, se presentó en su cuarto un dependiente a quien había mandado a los Chocoes a cambiar una considerable cantidad de efectos por oro, que urgía enviar a los acreedores extranjeros. El agente le dijo:
-Vengo a que me dé usted con qué pagar el flete de una mula, y un balazo: he jugado y perdido todo cuanto usted me entregó.
-¿Todo, todo se ha perdido? -preguntóle mi padre.
-Sí, señor.
-Tome usted de esa gaveta el dinero que necesita.
Y llamando a uno de sus pajes añadió:
-El señor acaba de llegar: avisa adentro para que se le sirva.
Pero aquéllos eran otros tiempos. Golpes de fortuna hay que se sufren en la juventud con indiferencia, sin pronunciar una queja: entonces se confía en el porvenir. Los que se reciben en la vejez parecen asestados por un enemigo cobarde: ya es poco el trecho que falta para llegar al sepulcro... ¡Y cuán raros son los amigos del que muere, que sepan serlo de su viuda y de sus hijos! ¡Cuántos los que espían el aliento postrero de aquel cuya mano helada ya, están estrechando para convertirse luego en verdugos de huérfanos!...
Tres horas habían pasado desde que terminó la escena que acabo de describir conforme al recuerdo que me ha quedado de aquella noche fatal, a la que tantas otras habían de parecerse años después.
Mi padre, a tiempo de acostarnos, me dijo desde su lecho, distante pocos pasos del mío:
-Es preciso ocultar a tu madre cuanto sea posible lo que ha sucedido; y será necesario también demorar un día más nuestro regreso.
Aunque siempre le había oído decir que su sueño tranquilo le servía de alivio en todos los infortunios de la vida, cuando a poco de haberme hablado me convencí de que ya él dormía, vi en su reposo tan denodada resignación, había tal valor en su calma, que no pude menos de permanecer por mucho espacio contemplándolo.
No había amanecido aún, y tuve que salir en busca de aire mejor para calmar la especie de fiebre que me había atormentado durante el insomnio de la noche. Solamente el canto del titiribí y los de las guacharacas de los bosques vecinos anunciaban la aurora: la naturaleza parecía desperezarse al despertar de su sueño. A la primera luz del día empezaron a revolotear en los plátanos y sotos asomas y azulejos; parejas de palomas emprendían viaje a los campos vecinos; la greguería de las bandadas de loros remedaba el ruido de una quebrada bulliciosa; y de las copas florecientes de los písamos del cacaotal, se levantaban las garzas con leve y lento vuelo.
Ya no volveré a admirar aquellos cantos, a respirar aquellos aromas, a contemplar aquellos paisajes llenos de luz, como en los días alegres de mi infancia y en los hermosos de mi adolescencia: ¡extraños habitan hoy la casa de mis padres!
Apagábase la tarde al día siguiente, cuando mi padre y yo subíamos la verde y tendida falda para llegar a la casa de la sierra. Las yeguadas que pastaban en la vereda y sus orillas, nos daban paso resoplando asustadas, y los pellares se levantaban de las márgenes de los torrentes para amenazarnos con su canto y revuelos.
Divisábamos ya de cerca el corredor occidental, donde estaba la familia esperándonos; y allí volvió mi padre a encargarme ocultara la causa de nuestra demora y procurase aparecer sereno.