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Matufia

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Matufia

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Después del confortable almuerzo, se fue don Narciso a siestear, y se sentaron a la sombra de las preciosas aromas que rodeaban la estancia don Carlos Gutiérrez, hacendado de la vecindad, don julio Aubert, francés acriollado y mayordomo de una gran estancia vecina, y un vasco, ovejero rico de por allá, que llegado a comprar carneros, a la hora de almorzar, había sido convidado por el dueño de casa.

Por cierto que le hubiera gustado más estar en la cocina con los peones, a churrasquear y a tomar mate que quedar sentado de sesgo en una silla que parecía tener miedo de aplastar, y sudando mares en el saco dominguero y en las botas nuevas olientes a suela tucumana, con que había creído deber engalanar a su maciza persona.

Empezaba la conversación a cabecear lastimosamente, cuando llegó un peón trayendo la correspondencia. Don Carlos se precipitó sobre la «Nación» y antes de echar siquiera una ojeada a las noticias políticas o al precio de la lana, buscó el último extracto de la lotería. Después de un examen atento que derribó rápidamente el edificio de sus sueños de fortuna, de la grande al segundo premio, del segundo a los premios menores, de estos a los de consuelo, y por fin a nada, exclamó:

-«Nadie me quita que en la lotería hay matufia.»

-¿Por qué don Carlos? -le dijo Aubert.

-Porque van cuarenta y una veces, amigo, que compro el mismo billete y que nunca salió, ¡nunca! ¿oye?

-Casualidad, efectivamente, pero...

-¡Qué casualidad, ni que casualidad! déjese de casualidades, hombre; ¡si no es más que matufia!

-¡No! no crea; asistí una vez a la extracción de la lotería, y parece imposible que pueda haber sospecha, siquiera.

-¡Qué sabe V. hombre! V. es extranjero; si yo le digo que aquí, en nuestro desgraciado país, todo es matufia.

Y exasperándose, en uno de esos arrebatos irreflexivos que de repente dominan a los latinos, y los llevan, lo mismo a alabarse locamente como a rebajarse sin medida, dejó correr el torrente:

-«Todo es matufia, amigo; todo, desde las casas en que vivimos, hechas de ladrillos mal cocidos, juntados con mezcla de donde han matufiado la cal, hasta la política que nos rige; desde las críticas de la opinión hasta las declaraciones del gobernador. Si se hace una ley cualquiera, para indemnizar, supongo, a los damnificados de una inundación, o para agraciar a los pobladores de tierras lejanas, ¡zas! al momento, se encuentra que hasta los boteros que se han enriquecido con la creciente han sido víctimas, y que los pobladores de tierras lejanas han sido tantos que no alcanzaría media república para satisfacer a los que solicitan acogerse a la ley.

Las elecciones, ya se sabe lo que son; ¡matufia! las licitaciones, matufia; la justicia, matufia, el ejér...»

Iba a seguir don Carlos anatematizando la administración de su país, cuando se oyó un crujido repentino, y se levantó el orador, sobresaltado, de su silla hecha pedazos:

-«¿No ve? dijo; ahí tiene la industria nacional: ¡matufia! y parece que, realmente, el único anhelo de los argentinos es de matufiar al gobierno, el del gobierno de matufiar a los argentinos, y el de todos, de matufiarse entre sí.

-No exagere, le contestó Aubert; no exagere. Parece que Vds. los argentinos, no tienen mayor gusto o peor enfermedad que la de calumniarse a sí mismos, y que no ven o no quieren ver los progresos que, en todo y por todos lados, está haciendo el país. Paciencia, que todavía una nación tan nueva no puede estar organizada hasta en los menores detalles. Y mire; si es cierto que algo queda en las costumbres del país, del atavismo indígena, esencialmente matufiador, -eso sí-, su mismo enojo me llena de gozo, a mí, tan amigo de esta tierra como cualquier hijo de ella; porque el pecador que se rebela contra su pecado está muy cerca de la conversión...

-¡Bravo! don Julio. Tiene razón, interrumpió don Narciso, al aparecer en el umbral, con el mate en la mano, reposado, fresco como una rosa matutina, y dispuesto por su larga siesta a perdonar al mundo entero las faltas cometidas y las por cometer. ¡Tiene razón! y nos debemos empeñar, todos los hombres educados, en corregir ese defecto del carácter nacional.»

Don Narciso hubiera de buenas ganas seguido su discurso -pues era bastante solista-, si un ronquido del vasco, muy dormido en su silla, no se lo hubiera cortado.

-«¡Qué don Juan este! miren; ¡Don Juan! ¿y los carneros?»

Don Juan se despertó, balbuceó una excusa. -«Haber mucho madrugado, y se fueron todos a los galpones.

Linda cabaña, la de don Narciso, con reproductores hermosos, importados unos, otros nacidos en el establecimiento, pero todos de gran valor y admirablemente cuidados. El vasco era conocedor; le gustaron unos carneros de sangre casi pura, que eran la flor de los productos del año; y después de haber tratado por el precio, apartó doce animales, marcándolos con tiza en la cabeza, y se volvieron a las casas a concluir el arreglo y tomar un mate.

Mientras tanto, el capataz, obedeciendo a una guiñada de don Narciso, cambiaba ligero tres de los carneros elegidos, por otros tres, de media sangre, pero bastante bien compuestos para que ninguno de afuera los pudiera conocer. Y como don Narciso se quedaba un poco atrás, vigilando la operación, de rabo de ojo, don Julio Aubert le empujó el codo y le dijo:

-«¡Firme! don Narciso; ¡a corregir la matufia!

-¡Bah! que quiere, amigo; y... Vds., dígame, en Europa... ¿no...?

-Allá es más peligroso; la ley...; sin embargo, también algo se hace, pero... para la exportación.»

Al llegar a la casa, se encontraron con una pobre mujer, de las chacras del otro lado del pueblito, y desconocida de todos ellos.

Vieja, enferma, débil, había venido a implorar la protección de don Narciso, a cuya influencia electoral había oído decir que nada se podía negar; había hecho en supremo esfuerzo, diez leguas a caballo para traerle sus lamentos de mujer desamparada, sus quejas de vieja pobre e impotente, sus lágrimas de madre desconsolada, y pedirle, no un favor, sino justicia.

Don Narciso la recibió con bondad, la hizo sentar, y le preguntó lo que le pasaba.

-«Señor, dijo, tenía un hijo, solo, que me mantenía con su trabajo; pues, enferma, como estoy, casi no puedo hacer nada. Tenía diez y nueve años; por consiguiente, dicen, no le tocaba la conscripción. Pero sucedió que a un hijo de un señor Gutiérrez, a quien no conozco, le tocó la de dos años para la marina, y como el padre, -don Carlos dicen que es- es persona conocida, al hijo lo dieron de baja por enfermo, y, para reemplazarlo, me llevaron a mi José.»

Y entre sollozos mal contenidos, explicó la vieja que quería que él se lo hiciera devolver, mientras aun era tiempo.

Don Narciso nunca echó, en toda su vida, tanto tiempo para armar y prender un cigarro. Con don Carlos cambiaban unas ojeadas que no eran precisamente de triunfo, y en vez de prometerle nada a la pobre vieja, le dijo:

-«Mire, señora, hay que tener paciencia; si al muchacho le tocó, no le podemos hacer nada. A más, debe V. considerar que a esta edad, los jóvenes fácilmente se pierden, y que es un bien para él, eso de pasar dos años al mar.» Y dejando el tono bonachón por el clarín del entusiasmo, agregó: «Volverá hecho un hombre, señora...

-Pero ya no me encontrará, señor, contestó ella, llorando.

-...¡Orgulloso de haber servido a la Patria!

-Sí, sí, murmuró don Carlos Gutiérrez; el patriotismo...

-Debe ser carne bien flaca, señor, le contestó la madre, cuando siempre los ricos lo dejan para los pobres.»