Memorias Íntimas - «La Iberia» y «La Discusión»

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo IV - La Iberia y La Discusión
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

IV

«La Iberia» y «La Discusión». Sagasta y Rivero. Mi primer artículo.— El café Suizo.


Al llegar a la puerta de La Discusión, cuya redacción estaba en la Carrera de San Jerónimo, frente al Congreso, donde hay ahora una tienda de antigüedades, el portero dijo:

—El señor Nougués le espera a usted en la iglesia de San Luis, donde se hacen los funerales del Sr. Calvo Asensio.

Entonces era moda hacer los funerales de noche, y con esto se les daba un carácter de gran espectáculo que no sé si era bueno ó malo, pero, en fin, hago constar estas costumbres del tiempo aquel porque es curioso.

El templo estaba tapizado todo de negro y oro, en medio había un gran túmulo muy alto y la iglesia estaba completamente llena de gente, porque aquellos funerales eran una manifestación política. Todas las notabilidades de los partidos liberales y revolucionarios habían acudido allí, y era una ocasión maravillosa para un forastero, de conocer todas las caras y figuras de los hombres políticos, literatos, periodistas en boga. Allí conocí de vista a los que después debían ser amigos ó compañeros. Aquella noche de funerales nació Sagasta a la vida pública.

A la salida, le saludaban cuantas personas asistieron como a sucesor y heredero de Calvo Asensio. A la puerta de la iglesia, Nougués me presentó a un su amigo, cuyo aspecto era verdaderamente horrible. Un hombre alto, delgado, con unas barbas largas y mal cuidadas, tuerto, con las manos sin lavar, el chaqué desfilachado, los pantalones sin botones y destrozados por abajo a fuerza de pisárselos, el sombrero abollado por todas partes, una figura, en fin, tan astrosa y tan fuera de lo vulgar, que me hizo un efecto deplorable. Mi amigo, al ponernos en comunicación, me dijo: — Este es uno de los hombres más notables de Madrid, un gran poeta, un gran revolucionario y un gran corazón. Y el tal, como si nos hubiéramos tratado toda la vida, me dijo: «Pues ya sabes que en la redacción de La. iberia tienes un compañero y un amigo». Este camarada improvisado era Carlos Rubio. Antes de ir a La Discusión, mi protector bien hallado, tenía que ir a la redacción de La Iberia-, y en un simón fuimos allá, donde ya estaban Sagasta y sus amigos de vuelta del funeral, y la redacción llena de gente en salas y pasillos, todo el mundo hablando del difunto y rodeando al que le sucedía en el gobierno de la casa.

Este D. Práxedes, que ahora véis tan reposado, tan poco comunicativo; este hombre de Estado de la blanca barba y de la palabra sobria y tardía, era entonces un guapo mozo riojano, nervioso, de una verbosidad extraordinaria, los ojos brillantes, el cabello negro y amontonado sobre la frente, formando un pico hacia un lado, de una movilidad que parecía agitación. Aquella noche pretendía que se dejara pasar el novenario, que no se le hablase más que de su entrañable amigo el ilustre muerto; pero en corros parciales se le daba ya la enhorabuena y se le anunciaban éxitos futuros. Y Olózaga, a quien todo el mundo oía con gran respeto, no sólo por lo que decía, sino por lo bien que lo decía (porque era un libro abierto), iba repitiendo a los patriotas exmilicianos y conspiradores del mañana que componían el núcleo de aquella redacción batalladora:

—Castelar es el Bautista, y este joven ingeniero será el Cristo para cuando echemos a Isabel II. Palabras que me dieron a entender lo que ya se tramaba y que completó alguien diciendo:—Rivero es más y sabe más que todos ellos; y el mismo Olózaga dijo:—Rivero es algo más, porque Rivero es toda la democracia hecha hombre.

Y a este Rivero íbamos a ver, y yo declaro que iba aterrado ante la fama de aquel hombro a cuyas órdenes me ponía la suerte.

Llegamos a la redacción de La Discusión. En el pasillo había un hombre alto, huesudo, mirando vagamente como los ciegos, y dando unas voces terribles. Le oían con aire tímido cajistas y empleados.—Dígale usted a Nicolás— exclamaba—que hace tres días que no da folletín mío, y eso es como dejar a Madrid sin pan, y si él gobierna aquí por el talento, ¡más talento que yo no tiene nadie! ¿Quién es este hombre? ¿Qué Dios es este?—pregunté.—Este es Manuel Fernández y González.

D. Nicolás Rivero no estaba en la redacción. Estaba arriba, en el entresuelo, donde vivía. Medio convaleciente aún del balazo en el vientre que le diera en desafío el general Caballero de Rodas, tenía que cuidarse, por más que aquella herida no le turbó nunca el espíritu. Contábase que el mismo día en que recibió el balazo, del que le dieron por muerto sus padrinos y amigos, estaba a las nueve de la noche leyendo en alta voz en la cama el Canto XXXIII del Infierno del Dante. Su energía y su valor personal tenían fama en toda España.

Cuando llegamos delante de él estaba vestido de levita, como para salir a la calle, con una flor encarnada en el ojal y el sombrero puesto. Era moda entonces ir de noche al café de la Iberia, que estaba en la Carrera, donde ahora hay una tienda de objetos de arte y de lujo y al pie del Casino de Madrid.

Allí acudían todos los hombres políticos, literatos y señoras de Madrid al jardín que había en el fondo; era un salón, un centro de reunión intelectual. D. Nicolás, que era un demócrata, hombre de mundo y le gustaba ir a los centros elegantes, tenía por costumbre ir al café de la Iberia a una mesa que él presidía y en la que le rodeaban Figueras, Sorní, Juan de Dios de Mora, Albareda, Pirala, García Tassares, cuando estaba en Madrid, algunas veces la célebre Carolina Coronado, con quien le unía estrecha amistad, Romero Girón, Castelar, que le veneraba, y Milans del Bosh y otros generales del círculo íntimo de Prim, que ya estaban en la conspiración que se fraguaba. En el café comenzaron su vida literaria ó política, León y Castillo, el actual conde de Reparáz, Abarzuza, Viedma, Antonio Hurtado. Dos autores dramáticos que, por desgracia, prefirieron la política a las letras y habían hecho comedias notables; D. Enrique Cisneros y D. Angel María Dacarrete, eran también de los asiduos a aquel café, cuyo dueño, D. Antonio, que aún vive, había puesto a su establecimiento el nombre del periódico progresista, porque era progresista exaltado y amigo particular de todos sus parroquianos.

A la Iberia, pues, se iba D. Nicolás cuando le fui presentado. No creía yo aquella noche que Rivero había de ser para mí amigo íntimo, protector, algo como un padre; que de él había de aprender para no olvidarlas nunca la ideas democráticas que no he olvidado aunque haya pasado por necesidad, ó conveniencia por mundos políticos distintos; que a su lado había de pelear por la libertad, vivir en el poder, aprender el arte de gobernar con sinceridad, vivir la vida suya. Aquella noche se me apareció como un coloso y su figura se me quedó grabada para siempre en mi memoria.

Era un hombre muy moreno, la barba negra, los ojos brillantes, la color casi cetrina, bajo, rechoncho, tripudo, siempre vestido de negro, los brazos siempre tendidos y caídos como si no tuvieran articulaciones y sin más movimiento que el de pasar rápidamente la mano derecha por bajo de la nariz. Se sentaba muy poco, y hablaba ó dictaba sus artículos de pie ó paseando. El acento sevillano puro, la voz muy obscura, la palabra muy fácil.

Una instrucción vastísima, una cultura intelectual sobre toda ponderación. Era médico por carrera, y hombre de letras por afición y por haber leído tanto que asombraba su dominio de las letras. Tenía culto por los poetas y especial-mente por su amigo García Tassares, cuyos Tersos todos sabía de memoria. Se imponía por su dominio de los hombres y por su valor personal que rayaba en la temeridad. Su fama de valiente era indiscutible.

Demócrata por naturaleza había hecho de su periódico el mas respetable y respetado de entonces. Sus artículos de fondo eran siempre esperados con impaciencia, porque eran verdaderamente de fondo. Así como Castelar propagaba la democracia con poética elocuencia y las multitudes le pedían discursos por el placer artístico de oírle aquellos hermosos párrafos de poesía en prosa. Rivero hacia su propaganda en artículos ó discursos llenos de doctrina, profundamente revolucionarios, sólidos, literarios, conducentes a resultados prácticos, porque la democracia la implantó él solo.

En su redor tenía a los hombres más notables de su tiempo; así como la redacción de La Iberia era un club, la de La Discusión era un Ateneo. Castelar, Salmerón, Romero Girón, Figuerola, Rodríguez, Fernández y González, Robert, Gómez Marín, Becerra, Pí, todos los que brillaban por la inteligencia, acudían a aquella casa. No se crea que Rivero, presidiendo a gente tan culta, se daba tono de jefe. Todo lo que tenía de enérgico y avasallador en las grandes ocasiones, lo tenía de sencillo y chistoso en la vida íntima. Y entre bromas y veras, y dictando aquellos artículos famosos y discutiendo con su íntimo Juan de Dios de la Mora, sobre verbos y gerundios nos fué llevando a todos a la revolución, y el primer día de protesta, allá en la plaza de Antón Martín, y vestido con su levitón negro, fué el héroe de la terrible jornada de Junio y puso antes que nadie su valeroso pecho ante las balas de la aborrecida dinastía.


Ya nos le encontraremos mil veces en el curso de estas memorias; por hoy no he de hablar sino de aquella noche.

—¿Qué sabe usted hacer? fué lo primero que me dijo. Y mi amigo, más conocedor de Madrid que yo, respondió por mí.

—De todo un poco.

—¿Sabe francés?

Mi amigo me tiró de la levita y dije que sí.

—¿Sabe inglés?

Otro tirón y dije también que sí.

—¿Traduce bien?

Tercer tirón y tercer sí.

—Bueno, pues el artículo extranjero de hoy ya está hecho. Para ver qué nos trae este joven de su tierra, como yo no estoy para trabajar esta noche, que nos haga un artículo sobre los hombres del cuarenta y cinco. ¡Adiós, señores!

¡Infeliz de mí! ¡Los hombres del cuarenta y cinco! ¿Y qué hombres son éstos? ¿Y qué voy a decir de ellos? Ganas de llorar me entraron al verme en un rincón de la mesa grande con unas cuartillas blancas delante de mí, en las cuales -comencé por escribir en letras muy gordas: Los hombres del cuarenta y cinco. ¡Pero de ahí no pasaba!

Fueron llegando los redactores a diferentes horas. Mi paisano Carrascón, uno de los jóvenes más brillantes de entonces. Roberto Robert, delgadísimo, muy vivo, hablando pestes del clero y de la aristocracia y derramando los chistes a borbotones. Luis Rivera, futuro director del Gil Blas dos años más tarde, hombre de aspecto militar, con unos bigotes grandes y unas mandíbulas muy salientes. Daniel Ortiz, Romero Herón; Manuel del Palacio, que escribía en El Pueblo, solía venir a ver a los amigos y hacer la tertulia. Juan de Dios de Mora que con sus discursos literarios improvisados no dejaba trabajar a nadie. Sorní, que también colaboraba y venía a leer los periódicos y hablar en secreto con D. Nicolás. Tiburcio Rodríguez, que ya era respetado por su cultura y su elocuencia en el Ateneo. D. Luis Moliní que era íntimo amigo de Rivero y se pasaba la noche en el periódico. Y mi humilde persona, allá en un rincón como gallina en corral ajeno, pensando en los hombres aquellos y resolviendo por fin ponerlos como un guiñapo. ¡Hombres funestos, hombres infames, hombres abominables, los hombres del cuarenta y cinco son los responsables de todo, absolutamente de todo lo que sucede en este desdichado país hace tantos años! Y así seguía insultándoles de la manera más violenta y es indudable que hice bien porque a la mañana siguiente todos los redactores me dieron muchos apretones de manos y mil enhorabuenas y gracias a aquellos hombres perversos, comencé a intimar con los compañeros.