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Memorias Íntimas, Capítulo IX - Meneses

De Wikisource, la biblioteca libre.
Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo IX - Meneses
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


Sor Patrocinio y el padre Claret fueron del 66 al 68 la comidilla de todas las conversaciones. Componían con el célebre Meneses, lo que llamaban la camarilla de Palacio, y de Meneses se hablaba tanto, que yo, que siempre he tenido la curiosidad de las cosas raras, me empeñé en conocerie y le conocí.

Meneses; así le llamaba el pueblo. Su verdadero nombre era D. Antonio Ramos de Meneses.

D. Teodoro Robles, íntimo amigo suyo, me proporcionó ocasión de satisfacer mi curiosidad. Era Robles muy amigo mío, y una noche, en casa de la duquesa de Híjar, le rogué que me presentara al hombre de quien se hablaba tanto.

Y en efecto, se hablaba mucho de él y se le presentaba como un personaje fantástico. Había venido de Sevilla a la corte y había logrado hacerse inseparable del Rey D. Francisco de Asís; se contaban de él fastuosidades, que hacían recordar las de Antonio Pérez; se sabía que de tres a cinco de la mañana, en el Casino, perdía todas las noches indefectiblemente, seis ó siete mil duros, porque tenía upa suerte perra, y se marchaba riendo; y al día siguiente, lo mismo. Contaban que tenía tesoros, que su influencia en Palacio era colosal, en una palabra, pasaba por hombre extraordinario.

Robles me invitó a almorzar a los dos días a su casa, y al mismo tiempo invitó al célebre personaje.

Era un hombre alto y muy delgado, con la barba negra, como la mora; el pelo peinado sin raya y tirado todo hacia atrás; muy elegante y muy simpático. Hablaba de prisa y con acento andaluz: la voz era un poco atiplada. Indudablemente su mirada era penetrante como pocas; se fijaba de un modo, que había algo de magnetismo en sus ojos.

Más curiosidad le inspiré yo a él que él a mí, porque declaró que no había hablado nunca con ningún demagogo (así nos llamaba él), y la conversación fué alegre y sin que la política entrara para nada en ella. Al día siguiente le dejé una tarjeta en su casa de la calle del Sacramento, y la misma tarde se me presentó en mi modesto cuarto de la calle de Cervantes, donde yo vivía con mi madre. Mi sorpresa fué grande porque él era un personaje entonces y yo no era nada, y vino con tal franqueza y sencillez, que me confundió. Toda idea fantástica del sujeto se me borró aquel día. Me dijo que fuese a verle cualquier mañana, y algunos días después luí.

Ya en la casa, todo lo que vi me sorprendió por extremo. Tenía sobre la chimenea un gran bizcocho, y mientras hablábamos pasó una rata de un lado a otro de la sala, y la detuvo con una voz y le arrojó un pedazo de aquél.—La he domesticado yo—me dijo.—Pasó un día, así como ahora, y la he enseñado a detenerse. Después me enseñó sus perros, que eran veintitantos y los tenía todos en un cuarto muy bien cuidados y con gran regalo. ¿Ve Vd. este?—dijo, señalando a uno,—pues éste cuando quiero lleva una carta a San Pascual. San Pascual es el convento que gobernaba sor Patrocinio. Y en efecto, el perro al oír la palabra San Pascual, ya comenzó a menear la cola y a ponerse en movimiento .

Todo lo que le rodeaba era muy extraño. Años después, ya triunfante la revolución y siendo Olózaga Embajador en París y estando yo a su lado, vi a Meneses, duque de Baños, que había escapado de Madrid el día 29 de Septiembre.

Vivía en un gran piso bajo en la calle del Faubourg Saint Honoré, me invitó a comer un día con él, me presentó a la señora, que me pareció una santa mujer, modesta y sencilla, me enseñó la fotograba suya con el traje con que se escapó de Madrid, de chaqueta y pavero sin barba ni bigote; se reía de la aventura y dijo que lo único que sintió tué que en aquel movimiento popular se le había perdido un cajoncito que contenía encajes por valor de 30.000 duros.

Hablaba de grandes sumas, como el que tiene mucha costumbre de manejarlas, eraun hombre extraño, muy extraño, pero no me pareció el sér fantástico de quien tantas cosas se inventaron.

Como no era posible servir en la Embajada y tener relación frecuente con hombre tan significado como é!, se lo dije con toda franqueza; lo reconoció así, cambiamos tarjetas aquella semana y ya no supe de él más hasta que leí su muerte en los periódicos. Pero siempre es un recuerdo curioso, y cuando aun se oye hablar de iMeneses ahora como de un personaje legendario, puede uno decir:

—Pues yo le conocí y me hizo el efecto de un hombre alto y flaco que debía de tener millones; ni más ni menos.