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Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 5

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Superchería del general San Martín; Suspensión del Bloqueo; Estado abatido de los españoles; Tropas muriéndose de fiebre; Designios de San Martín sobre Guayaquil; Sediciosa conducta de los oficiales; Niéganse a obedecer; Destitución del Virrey; San Martín me da tropas; Emulación de San Martín; Ataque sobre Arica; Toma de Tacna; Captura de Moquehua; Se me niegan más tropas; Ratificación de un armisticio; Estado apurado de Lima; Descontento del ejército.

El 8 de noviembre nos trasladamos a Ancón con nuestra presa, cuya llegada fue aplaudida con grande entusiasmo por el Ejército, el cual, ahora que la fuerza naval española había recibido lo que los españoles mismos consideraban un golpe mortal, creyó seguro que sería al punto enviado contra Lima, antes que las autoridades volviesen en sí de su consternación.

Con gran sentimiento suyo, no menos que mío, mandó el general San Martín, en oposición abierta a cuanto se le decía en contrario, embarcar las tropas, por haber decidido retirarse a Huacho, adonde el O'Higgins y la Esmeralda, abandonando el bloqueo, tuvieron que conducirlas. En vez de una pronta acción, o mejor dicho, demostración, pues el ocupar la ciudad hubiera costado muy poco, promulgó una proclama, prometiendo, como antes, la más perfecta libertad al pueblo peruano con tal que se uniese a él.

Españoles --les decía-- en vuestras manos están vuestros destinos. No vengo a declarar guerra contra las vidas y haciendas de los individuos. El enemigo de la libertad e independencia de América es sólo el objeto de la vehemencia de las armas dé la Patria. Os prometo de la manera más formal que vuestras propiedades y personas serán inviolables, y que seréis tratados corno respetables ciudadanos si queréis cooperar a la gran causa”, etc.

El 12 se había vuelto a desembarcar el ejército, en medio de las más evidentes demostraciones de descontento por parte de los oficiales, quienes estaban naturalmente celosos de la gloria de la escuadra, por no permitírseles tomar parte en ningún género de empresas. Para mitigar este sentimiento había recurrido el general San Martín a una superchería casi increíble, dirigida a inculcar en el ánimo del pueblo chileno que era el Ejército y no la Escuadra el que había capturado a la Esmeralda. Y en verdad que llegó hasta expresar esto mismo de palabras, diciendo abiertamente que toda aquella empresa no era más que el resultado de sus planes, en los cuales yo había consentido. El hecho es que, dudando yo de sus confidentes, le había ocultado el propósito que tenía de hacer el ataque. He aquí algunas líneas del boletín que dio al Ejército en esa ocasión:

Antes de separarse el general en jefe del vicealmirante de la escuadra se concertaron en llevar a cabo un proyecto memorable capaz de sorprender a la intrepidez misma y hacer eterna la fama de la expedición libertadora del Perú.
Aquellos valientes soldados que por largo tiempo habían sufrido con constancia heroica la más cruel opresión y el tratamiento más inhumano en los calabozos de Casasmatas acaban de llegar a nuestro cuartel general. Ni promesas halagüeñas de libertad, ni amenazas de muerte han podido derrocar su lealtad hacia su país; por el contrario, esperaron con aliento el día en que sus compañeros de armas vendrían a arrancarlos de su infortunio y a vengar los insultos que en sus personas recibiera la humanidad ultrajada. Esta gloria estaba reservada al ejército libertador, cuyos esfuerzos arrebataron a la tiranía estas honrosas víctimas. Que esto se publique para satisfacción de estos individuos y del ejército a cuyas armas deben su libertad.

De este modo apareció ante el pueblo chileno que el ejército había capturado a la fragata y en seguida libertado a los prisioneros, cuando ni un solo hombre siquiera de toda la fuerza había tenido la más remota idea de que se intentaba dar un ataque, y mucho menos pudiese cooperar a él hallándose aquélla acantonada a una gran distancia. Este boletín causó gran sorpresa a las tropas; pero como se halagaba su amor propio haciéndose ver al pueblo chileno, que a ellas se debía este hecho de armas, lo aceptaron sin dificultad; entretanto, yo creía indigno de mí refutar una falsedad palpable a toda la expedición. Sin embargo, esto produjo el efecto, como el general San Martín lo había, sin duda, calculado, de mitigar por lo pronto un descontento que presagiaba serias consecuencias.

El 15 volvimos a salir de Huacho para renovar el bloqueo delante del Callao que era lo único que se podía hacer, aunque esto era verdaderamente de importancia, pues era el medio de cortar los víveres a la capital, cuyos habitantes, a consecuencia de las privaciones que sufrían, causaban grande ansiedad al Gobierno del virrey.

Varias tentativas hacíamos para instigar a las fuerzas navales españolas restantes a salir del abrigo de las baterías; dejábamos la Esmeralda en apariencia a sus alcances, y aun a la almiranta misma, en situaciones algún tanto peligrosas. Un día la llevé por un intrincado estrecho que llaman el Boquerón, en donde no se habían nunca visto más que goletas de cincuenta toneladas. Esperando a cada instante los españoles ver encallar mi buque, prepararon sus lanchas cañoneras para atacarlo tan pronto como hubiese varado, de lo que había poco peligro, pues habíamos descubierto un canal, que boyamos con pequeños trozos de palo que los enemigos no podían ver, y por donde un buque podía pasar sin gran dificultad.

El 2 de diciembre, hallándose la Esmeralda en una posición más tentadora que de costumbre, las cañoneras españolas se aventuraron a salir con la esperanza de recobrarla, sosteniendo durante una hora un vivo fuego; pero luego que vieron al O'Higgins maniobrar para cortarlas, se retiraron con precipitación.

Nuestra anterior victoria causó gran abatimiento en las tropas españolas, y al día siguiente el batallón de Numancia, compuesto de 650 hombres disciplinados, desertó en cuerpo y fue a unirse a las fuerzas chilenas en Chancay [1]. El 8 siguieron el mismo ejemplo 40 oficiales españoles, y no pasaba día en que no viniesen oficiales, soldados rasos y paisanos de respeto a unirse al Ejército patriota, que de este modo se reforzó considerablemente, siendo para el virrey una pérdida muy grande la defección de una parte tan considerable de sus tropas.

El 6 el coronel Arenales, que después de su precedente victoria había marchado al interior, derrotó en Pasco a una división del ejército realista. Al adelantarse hasta Huamanga se fugaron las autoridades y se declararon independientes sus habitantes. Tarma fue en seguida abandonada, siguiendo aquel ejemplo Huánuco, Cuenca y Loja; en tanto que al llegar la noticia de la captura de la Esmeralda a Trujillo se sublevó también esta importante provincia, bajo la dirección del gobernador español, el marqués de Torre Tagle.

A pesar de esta sucesión de acontecimientos favorables, el general San Martín se resistió a marchar sobre Lima, permaneciendo inactivo en Huara, aunque la situación de esta plaza era tan insalubre que casi una tercera parte de sus tropas murieron de fiebres intermitentes durante los muchos meses que permanecieron allí. En vez de apoderarse de la capital, en donde el ejército hubiera sido a la sazón bien recibido, se determinó enviar a Guayaquil la mitad del Ejército para anexarse a aquella provincia, siendo ésta la primera demostración, por parte del general San Martín, para fundar un imperio que le perteneciese, pues nada menos que a esto aspiró más tarde, bien que el objeto declarado de la expedición fuese el poner a las provincias del Pacífico del Sur en estado de hacerse independientes de España, dejándolas libres de escoger sus propios Gobiernos, según se había repetido y solemnemente declarado por el Gobierno chileno y por él mismo.

Hallando que yo no consentiría en distraer la fuerza naval del objeto para que había sido destinada, el proyecto quedó abandonado; pero mandó que las tropas que habían avanzado hasta Chancay se volviesen a Huara, consiguiendo con este paso el alejarse más de la posición que ocupaban las fuerzas españolas, las cuales impidieron así continuase la deserción, aprisionando y matando a cuantos la intentaban.

Con todo, el general San Martín estaba determinado a realizar, si era posible, sus miras sobre Guayaquil. Enviáronse dos comisionados, don Tomás Guido y el coronel Luzuriaga, a cumplimentar a Torre Tagle y otros, poniéndoles en guardia contra los designios de Bolívar, cuyos triunfos en la parte Norte hicieron temer a San Martín que aquél podía tener miras particulares sobre el Perú. Se había prescrito estrictamente a los comisionados hiciesen presente que, si tales fuesen las intenciones de Bolívar, se consideraría a Guayaquil como provincia meramente conquistada; pero que si los habitantes de la plaza se adherían a San Martín, lo haría, tan pronto como cayese Lima, el puerto principal de un grande imperio, y que el establecimiento de los diques y arsenales que su Marina debía necesitar enriquecería la ciudad sobremanera. Se les exhortaba al propio tiempo a formar una milicia, para tener a distancia a Bolívar.

Para ganarme a su partido me propuso el general San Martín de un modo lisonjero el llamar a la capturada fragata la Cochrane, puesto que ya se había dado a otros dos buques los nombres de San Martín y O'Higgins; pero a esto puse mis reparos, porque asentir a tal proceder pudiera, en el sentir de otros, identificarme con la conducta que el general estaba determinado a seguir, habiendo ya formado mis conjeturas acerca de lo que, evidentemente, eran sus futuros planes. Encontrándome firme en rehusar el honor propuesto, me dijo le diese yo el nombre que creyese oportuno; pero a esto también rehusé, y entonces él replicó: "Llamémosla Valdivia, en memoria de haber conquistado usted aquella plaza”; y, en consecuencia, su nombre de Esmeralda se cambió en el de Valdivia.

El mando de la fragata se dio al capitán Guise, y después que se le cambió el nombre, sus oficiales le escribieron una carta alegando que, como ellos no habían tenido nada que ver con la conquista de Valdivia, debía mudarse ese nombre por otro que estuviese más en armonía con sus sentimientos. Esta carta iba acompañada de demostraciones de poco respeto hacia mí por parte de los oficiales que la habían firmado, quienes no guardaron reserva para decir que el nombre de Guise era el que debía ponérsele.

Como las conversaciones que estos oficiales tenían con el resto de la escuadra eran siempre tendientes a menospreciar mi carácter y autoridad, con el objeto de causar una grave desorganización, acusé ante un consejo de guerra a todos los oficiales que habían firmado la carta, dos de los cuales fueron expulsados del servicio y el resto separados del buque, con recomendación para que San Martín los colocase en otra parte.

Durante el arresto de estos oficiales había determinado atacar las fortificaciones del Callao, intentando tomarlas por un golpe de mano, igual al que tan bien había salido en Valdivia, y habiendo sondeado con el Potrillo, me convencí de lo practicable de mi plan.

El 20 se notificó esta intención en una orden, haciendo saber que al día siguiente atacaría con los botes de la escuadra y el San Martín, cuya tripulación recibió dicha orden con grandes aclamaciones, presentándose de todas partes voluntarios impacientes por ir en los botes.

En lugar de prepararse a apoyar mis operaciones, el capitán Guise me escribió una carta rehusando servir con otros oficiales más, fuera de los que estaban arrestados, añadiendo que si no se ponían en libertad haría dimisión. Mi respuesta fue que ni les pondría en libertad ni aceptaría su renuncia, si para ello no tenía mejores razones que las que alegaba. El capitán Guise me replicó que el resistirme a soltar sus oficiales era razón suficiente para resignar el empleo. Entonces le mandé levase el anda para un servicio de importancia, a cuya orden se negó a obedecer, fundándose en que no podía obrar por haber entregado el mando del buque a un teniente.

Conociendo que era algo parecido a motín lo que se quería provocar, y sabiendo que Guise y su colega Spry eran la causa de todo, mandé a éste se dirigiese con el Galvarino a Chorrillos; pero me contestó pidiéndome le permitiese dar su dimisión, porque su amigo el capitán Guise se había visto obligado a hacerlo”, y que él había entrado en la Marina de Chile a condición de servir solamente con el capitán Guise, bajo cuyo patronato había dejado Inglaterra.” Era tal el estado de motín que había a bordo del Galvarino, que tuve que comisionar a mi capitán de bandera, Crosby, para restablecer el orden, y entonces Spry afectó considerarse suspendido, por lo que reclamó la inmunidad de la ley marcial. En consecuencia, se le mandó formar consejo de guerra y se le expulsó del buque.

Los dos oficiales se fueron en seguida al cuartel general, en donde el general San Martín nombró inmediatamente a Spry su ayudante de campo naval, protegiéndolo así del modo más público por haber desobedecido a mis órdenes, y en oposición abierta contra la sentencia del consejo de guerra; siendo esto una prueba bastante concluyente de que habían obrado según las instrucciones del mismo general San Martín, con el objeto que se verá en el curso de esta narración. Esta conducta de San Martín demostró suficientemente que era él mismo la causa del disturbio que había anteriormente ocurrido en Valparaíso, y que en ambos casos los oficiales amotinados se creyeron enteramente al abrigo de su protección. Sin embargo, les haré justicia de suponer que ignoraban por entonces las traidoras miras de que después se hicieron instrumentos.

Conociendo el general San Martín que yo castigaría de mi propia autoridad a aquellos oficiales si volvían a la escuadra, les conservó cerca de su persona en el cuartel general, en donde permanecieron.

Era tanto lo que las tropas españolas en Lima estaban descontentas con su virrey Pezuela, a cuya incapacidad militar absurdamente atribuían nuestras ventajas, que al fin le depusieron por fuerza, después de haberle obligado a nombrar por sucesor al general La Serna. El depuesto virrey, deseando enviar su señora y familia a Europa, recurrió al general San Martín por un pasaporte, para que no fuesen cogidas por la escuadra chilena. Esto le fue rehusado. La condesa Cochrane había llegado al Callao en la fragata inglesa Andromache, para despedirse de mí antes de partir para Inglaterra, y la señora del virrey, doña Ángela, suplicó a mi esposa interpusiese su valimiento con el general para que le diera el permiso de marcharse a Europa. La condesa Cochrane se dirigió inmediatamente a Huara, y obtuvo aquél, quedándose durante un mes en el cuartel general, en casa de una dama peruana, la señora doña Josefa Montelbianco.

Por influjo también de la condesa Cochrane se obtuvo el pasaje de la esposa del virrey en el Andromache, a bordo de cuyo buque su capitán Shirreff me convidó cortésmente a visitarla. En esta entrevista la ex virreina manifestóse sorprendida de encontrar que yo era un caballero y un ser racional y no un bruto feroz, como le habían enseñado a considerarme. Declaración que, por la manera sencilla con que la hizo, causó no poca risa a la sociedad reunida.

Como me había propuesto no estar ocioso, pude con alguna dificultad persuadir al general San Martín a que me diese una división de 600 soldados, bajo el mando del teniente coronel Miller. El 13 de marzo nos hicimos a la vela para Pisco, de cuyo punto, siendo abandonado por el ejército después de una inútil permanencia de cincuenta días, se había vuelto a apoderar el enemigo. El 20 lo volvimos a tomar, y encontramos que los españoles habían castigado severamente la supuesta defección de los habitantes por haber contribuido a abastecer las tropas patriotas durante su estada allí. No imaginándose que volveríamos, los españoles que poseían haciendas habían vuelto a traer sus ganados, de los que recogimos 500 cabezas y además corno 300 caballos para el servicio de las fuerzas chilenas, a cuyas necesidades proveía así la escuadra, en vez de permanecer en total inacción.

Antes de marchar a Pisco había vuelto a instar al general San Martín avanzase sobre Lima; tanto era lo que yo estaba convencido de la buena voluntad de los habitantes. Habiéndose resistido siempre, le supliqué me diese 2.000 hombres con los que me ofrecía a tomar la capital; pero esto me fue denegado. Prometí entonces emprender la toma de Lima con sólo 1.000 hombres, pero aun así se me rehusó, y si me dio la gente que mandaba el coronel Miller fue únicamente para verse libre de mis importunidades. De esta fuerza, sin embargo, determiné sacar el mejor partido antes de mi regreso.

El único medio de explicar el temor que el general San Martín tenía de poner a mi disposición una fuerza militar adecuada era esta razón, la cual corría entre los oficiales del ejército, que ansiaban ponerse a mis órdenes, a saber: la violenta emulación que le hacía ver en mí un rival, aunque sin motivo, pues nunca hubiese tratado de mezclarme con él en el gobierno del Perú cuando su reducción estuviese terminada. Con su carácter suspicaz, nunca podría fiarse de mí, poniendo en juego todos los resortes para deprimir mi reputación entre sus oficiales, y haciendo los mayores esfuerzos para impedir que la escuadra conquistase nuevos laureles; y hasta sacrificando su propia reputación a aquella demente envidia, impidiendo que nada se hiciese en lo que yo pudiese tener parte.

El 18 trasladé mi pabellón al San Martín, y dejando el O'Higgins y Valdivia en Pisco para la protección de las tropas, me hice a la vela hacia el Callao, adonde llegamos el 2 de abril. El 6 atacamos otra vez las embarcaciones del enemigo bajo las baterías, causándoles considerable daño; pero no hicimos más esfuerzos para apoderarnos de ellas por tener yo otras miras. Después de esta demostración, que tenía por objeto obligarles a no dejar su guarida, me volví a Pisco.

Teniendo ahora poder discrecional del general San Martín para hace lo que yo quisiese con las pocas tropas puestas a mi disposición, me determiné a atacar a Anca, el puerto del Perú más distante hacia el mediodía. Volviendo a embarcar las tropas, y abandonando a Pisco, el 21 nos dimos a la vela, y el 19 de mayo llegamos a las inmediaciones de Anca, a cuyo gobernador intimé la rendición, prometiéndole respetar las personas y propiedad privada. Como no accediese a esto, un bombardeo tuvo inmediatamente lugar; mas no causó gran efecto, por no poder acercarnos suficientemente a las fortificaciones, con motivo de los obstáculos que ofrecía el puerto.

Habiéndose practicado un prolijo reconocimiento, llevamos el 6 al San Martín más cerca de la costa, y lanzamos sobre la villa algunas bombas, con objeto de intimidar. No produciendo esto el efecto deseado, desembarcamos una porción de las tropas en Sama, hacia el norte de la población, siguiéndolas con el resto el coronel Miller, y con los marinos del San Martín el capitán Wilkinson; entonces el enemigo se puso en fuga, y se enarboló sobre las baterías la bandera patriota. Cogimos allí una cantidad considerable de abastecimientos, y cuatro bergantines españoles, además de los cañones del fuerte y otra artillería de repuesto. Se cogió también un gran surtido de mercancías europeas pertenecientes a los españoles de Lima, las que llevamos a bordo del San Martín.

El 14 el coronel Miller, con las tropas y marinos avanzó por orden mía sobre Tacna, para apoderarse de esta villa, lo que efectuó sin resistencia alguna, pasándose a nosotros dos compañías de infantería de las tropas realistas. De éstas hice la base de un nuevo regimiento que debía llamarse Independientes de Tacna.

Sabiendo que el general español Ramírez había mandado reunir en Tacna tres destacamentos que había hecho venir de Arequipa, Puno y La Paz, para ejecutar la acostumbrada orden española de arrojar los insurgentes al mar, determinó Miller atacarlos separadamente. El primero que encontró fue el destacamento de Arequipa, al mando del coronel Las Heras, derrotándolo inmediatamente en Mirabe, y quedando casi todos muertos o prisioneros, además de cogerles cuatrocientas mulas con sus equipajes. En esta acción perdimos un oficial de mérito, el señor Welsh, cirujano subalterno, que voluntariamente había acompañado a las fuerzas. Todos lo sintieron mucho y su temprana muerte fue una gran pérdida para el servicio de la expedición.

Esta acción no se había dado demasiado pronto, pues que antes de concluirse ya se veían venir los otros dos destacamentos de Puno y La Paz; de modo que los patriotas tuvieron que hacer frente a un nuevo enemigo. Con su prontitud acostumbrada, Miller despachó al capitán Hind con un piquete armado de cohetes para impedirles el paso del río; pero luego que los realistas vieron que el destacamento de Arequipa había sido destrozado, volvieron a montar en sus mulas y se largaron con dirección a Moquegua.

El 22, Miller salió en persecución de los realistas fugitivos, y el 24, después de una marcha forzada de cerca de cien millas, entró en Moquegua, en donde encontró al enemigo, cuyo coronel había desertado. A pesar del cansancio de los chilenos, se atacó inmediatamente, haciendo a todos prisioneros, a excepción de unos veinte muertos. Los habitantes se adhirieron al punto a la causa de la independencia, siendo el primero en dar ejemplo su gobernador, el coronel Portocarrero.

El 25, habiendo sabido el coronel Miller que una fuerza española iba a pasar por Torata, distante unas quince millas, fue en su busca, y al encontrarla al día siguiente la dispersó, haciéndola casi toda prisionera, como lo fueron también los que habían huido de Anca, ascendiendo al número de 400 hombres; de manera que en menos de quince días, después de haber desembarcado en Anca, las fuerzas patriotas habían muerto o hecho prisioneros a más de mil hombres del ejército realista, por una serie de penosas marchas forzadas, con hambres y privaciones de todo género, que sobrellevaban de buen ánimo los chilenos, a quienes alentaba el amor del país, tanto como el afecto que tenían por su comandante. El resultado de todo esto fue el completo sometimiento de los españoles desde el mar hasta las cordilleras, formando Arica la llave de todo el país.

Habiéndome asegurado que estaba en Moquegua el coronel Miller, me trasladé a Ilo con el San Martín, de cuyo surgidero se suplía a la fuerza patriota con todo lo que necesitaba. Los enfermos se llevaron a bordo de los bergantines capturados en Anca, adonde se condujo también a los coroneles españoles Sierra y Suárez, que habían sido hechos prisioneros, pero que yo puse en libertad bajo la palabra de honor de que no volverían a servir hasta que no fuesen debidamente canjeados.

Se ha dicho que antes de darme a la vela para Anca había obtenido del general San Martín poderes ilimitados para hacer lo que gustase con las fuerzas puestas a mi disposición. Creíase que mi objeto era hacer una diversión en favor del general; pero esto era en lo que menos pensaba; el ejército había permanecido inactivo desde que había desembarcado por la primera vez en el Perú, a excepción del destacamento que mandaba el coronel Arenales, y no había diversión de que poder sacar algún provecho. Escribí al Gobierno a Santiago pidiéndole 1.000 hombres, y si no podía sólo 500, con 1.000 fusiles, de que había gran surtido en el arsenal, para equipar los reclutas que fuesen llegando. Con esto hubiéramos muy fácilmente podido hacernos dueños de todas las provincias meridionales del Perú, estando el pueblo muy bien dispuesto en nuestro favor. En vista de esto comuniqué al Gobierno que con semejante fuerza podíamos conservar todo el bajo Perú y ganar luego posesión del alto. Mi petición fue denegada bajo el falso pretexto de que no tenía el Gobierno medios de equipar tal expedición, y así se desperdició la buena voluntad que habían manifestado los naturales de Arica.

A despecho de esta negligencia, me determiné a perseverar, confiando en los sacrificios que los peruanos habían hecho en nuestro favor. El general Ramírez se ocupaba activamente en reunir gente de las guarniciones distantes para operar contra nuestra pequeña fuerza, la cual sufría mucho de tercianas. Con todo, se hicieron de nuevo los mayores esfuerzos para penetrar en el interior, habiéndose alistado algunos reclutas de las provincias contiguas, y todo prometía una sublevación general en favor de la independencia cuando el gobernador de Arequipa nos comunicó la noticia de haberse firmado un armisticio entre el general San Martín y. eL virrey La Serna. Esto no podía ser más perjudicial, pues sucedía justamente en momentos en que las hostilidades podían proseguirse con el mayor efecto, y nos estábamos preparando a atacar al mismo Arequipa; y lo era tanto más cuanto que fue el virrey quien lo había pedido, pues siendo el primero en saber el éxito de nuestras armas, había, sin duda, inducido con arte a San Martín a hacer este arreglo para detener nuestras operaciones en el Sur.

Este armisticio fue ratificado el 23 de mayo y enviado en posta al gobernador de Arequipa, probando tan extraña precipitación qué objeto llevaba al virrey al inducir al general San Martín a ratificarlo. El haber considerado el armisticio como un preliminar hacia la independencia del Perú, era un gran error por parte del general San Martín, puesto que el virrey La Serna no tenía más poder para reconocer la absoluta independencia de los colonos que el que había tenido su predecesor, y, por lo tanto, el objeto del armisticio no podía ser otro que el de poner impedimento a nuestro progreso, dando con esto tiempo a los generales españoles para reconcentrar sus tropas esparcidas, sin que la causa patriota tuviese una ventaja decisiva.

Hallándome así reducido a la inacción contra mi voluntad, me bajé a Moliendo, en donde encontramos una embarcación neutral cargando granos para abastecer la ciudad de Lima, la cual, a causa de la vigilancia de la escuadra, estaba reducida a la última extremidad, como se dejó ver por una nota que el Cabildo dirigió al Virrey:

La más rica y opulenta de nuestras provincias ha sucumbido a una fuerza enemiga sin encontrar oposición, y a las otras provincias les amenaza igual suerte, mientras que la sufrida capital de Lima está experimentando los terribles efectos de un riguroso bloqueo, hambre, latrocinios y muerte. Nuestros soldados no respetan los últimos restos de nuestros bienes, destruyendo hasta el ganado indispensable para cultivar la tierra. Si esta plaga continúa, ¿qué será de nosotros y de nuestra mísera condición?

Por este extracto se hace evidente que la escuadra estaba a punto de reducir a Lima por hambre, en tanto que los habitantes veían que, por más que estuviese inactivo el ejército del general San Martín, nuestra pequeña banda en el Sur pronto penetraría en las otras provincias, las cuales deseaban apoyar nuestros esfuerzos en favor de la independencia.

Pero volvamos al embarque del trigo para socorrer a Lima. Al asegurarme del hecho, escribí al gobernador de Arequipa manifestándole mi sorpresa de que se permitiese a neutrales embarcar provisiones durante el armisticio, a lo que se me respondió se darían las más estrictas órdenes para hacerlo cesar, en cuya inteligencia me retiré a Moliendo; pero dejé un oficial para estar a la mira, y, hallando que se continuaba el embarque, volví de nuevo e hice llevar a bordo el trigo que encontré en tierra. En vista de esto, el coronel Las Heras, con 1.000 realistas, se apoderó de Moquegua, bajo el pretexto de haber roto yo el armisticio.

Las noticias privadas que me llegaban del cuartel general me anunciaban que el descontento del Ejército chileno se aumentaba de día en día por la inacción en que se le tenía y la emulación que le causaban nuestros adelantos, sabiendo también que la capital del Perú deseaba con ansia recibirles, tanto por el estado a que se veía reducida, como por natural inclinación. Sin embargo, el general San Martín no quiso aprovecharse de las circunstancias que militaban en su favor, hasta que por fin la disensión principió a tomar el carácter de insubordinación. El brindis que se echaba todos los días a la mesa de los oficiales era: A los que pelean por la libertad del Perú, no a los que escriben. Sabiendo el general San Martín de qué modo pensaba el Ejército, se trasladó a bordo de la goleta Moctezuma para restablecer su salud.

Se me había también informado que el virrey estaba negociando con el general San Martín para que se prolongase a diez y seis meses el armisticio, a fin de tener tiempo de comunicar con la Corte de Madrid y asegurarse de si la Madre Patria querría consentir en la independencia del Perú. Al propio tiempo se me comunicó oficialmente haberse concedido otra prórroga de doce días.

Estando convencido de que nada bueno había en el cuartel general, me determiné a ir al Callao para saber el verdadero estado de las cosas, dejando al coronel Miller para que se volviese a Anca, y en caso de emergencia, abasteciese y equipase los buques apresados, de modo que estuviesen prontos, si fuese necesario, para recibir sus tropas.


[1]Chancay, provincia del Departamento de Lima.