Ir al contenido

Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 9

De Wikisource, la biblioteca libre.

Llegada a Guayaquil; Proclama a los guayaquileños; Monopolios perjudiciales; Locura ministerial; Partida de Guayaquil; Arribo a México; Doy fondo en Acapulco; Falsos embajadores; Trama contra mí; Vuelta a Guayaquil; Toma de posesión de la Venganza; Convenio con la Junta; El general La Mar; Órdenes para que no se me suministrasen víveres; Odiosa crueldad; Lujo de corte; Destrozo de una división del ejército; Descontento de los oficiales; San Martín me reitera sus ofrecimientos; Los rehúso; Consejos al gobierno chileno.

Las órdenes del Protector de marcharme a Chile no las cumplí: primero, porque habiendo él mismo faltado a la fidelidad que debía a aquel Estado, no tenía derecho de ingerirse en la Escuadra; y segundo, porque como las fragatas españolas andaban aún cruzando, mi misión no estaba cumplida hasta que las capturase o destruyese.

Antes de ir en busca de ellas era de absoluta necesidad reparar, equipar y abastecer los buques, nada de lo cual podía efectuarse en el Perú, habiendo el Protector no sólo rehusádome víveres, sino también expedido órdenes a la costa para que se me negase todo aquello de que pudiera haber menester, hasta leña y agua. Por falta de bastimentos ninguno de los buques estaba en estado de poder salir a la mar; el Valdivia mismo, tan admirablemente abastecido cuando se cogió, estaba ahora en tan mala condición como el resto de la Escuadra, por haber tenido que distribuir sus elementos entre los otros buques; y para hacer más completa su inutilidad no quiso el Protector devolver las áncoras que se habían cortado de su proa al tiempo de capturarlo, aumentando así nuestras dificultades.

Muchos de los oficiales se habían pasado al servicio del Perú, y los marineros extranjeros habían sido detenidos en tierra, en tal número que no quedaron bastantes para hacer las faenas de los buques, por lo cual resolví enviar parte de la Escuadra a Chile, e irme con el resto a Guayaquil, a fin de repararlos y embonarlos para echarme a cruzar en la costa de México en busca de las fragatas españolas.

Llegamos a Guayaquil el 18 de octubre y fuimos muy bien recibidos por las autoridades, las cuales saludaron la bandera chilena, pagándoles nosotros con el mismo cumplido a la suya. Las reparaciones y embono nos ocuparon seis semanas, durante cuyo período el Gobierno nuevamente constituido, nos prestó toda la asistencia que estaba en su poder, conservando con nosotros las más amistosas relaciones. Los gastos, que fueron considerables, se pagaron de los premios de presas no invertidos que teníamos a bordo, los cuales pertenecían de derecho a los oficiales y marineros, como que nunca el Gobierno les había satisfecho sus anteriores reclamaciones, por cuenta de las cuales se habían retenido. Para inspirar a los marineros la noble esperanza de que el Gobierno chileno les reembolsaría su generosidad eché mano de mi propio dinero, en vista de lo cual consintieron gustosos en que se emplease el que pertenecía a la Escuadra.

Antes de dejar el fondeadero se me había honrado con una felicitación pública, y creyendo esta oportunidad favorable para dar un golpe a aquellas preocupaciones españolas que, a pesar de la independencia, aun quedaban por la fuerza de hábito, devolví el cumplido con la siguiente proclama:

Guayaquileños:
La recepción que la Escuadra chilena ha encontrado entre vosotros, no sólo demuestra la generosidad de vuestros sentimientos, sino que prueba que un pueblo capaz de mantener su independencia a despecho del poder arbitrario debe poseer en todo tiempo nobles y elevadas prendas. Creedme, el Estado de Chile os estará siempre agradecido de vuestra asistencia y muy especialmente el supremo director, por cuyos esfuerzos ha sido formada la Escuadra, y a quien la América del Sur debe cualquier beneficio que haya podido recibir de los servicios de aquélla.
¡Ojalá que seáis tan libres como sois independientes, y tan independientes como dignos sois de ser libres! Con la libertad de imprenta, que ahora protege vuestro excelente Gobierno, que tanta ilustración recoge de este origen, Guayaquil no puede nunca volver a caer en la esclavitud.
¡Notad la diferencia que ha producido en la Opinión pública Un año de independencia! En aquéllos que entonces considerabais como enemigos habéis descubierto vuestros más verdaderos amigos, en tanto que los que antes creíais como amigos, resultaron ser vuestros enemigos. Recordad vuestras antiguas nociones respecto a comercio y manufacturas y comparadlas con las que al presente tenéis. Habituados a las ciegas costumbres del monopolio español, os imaginabais entonces que Guayaquil sería robado si su comercio no se limitaba a sus propios negociantes. Leyes restrictivas prohibían a todo extranjero de ocuparse hasta de sus negocios e intereses; ahora adoptáis una recta línea política, y vuestro esclarecido Gobierno está pronto a apoyar la opinión pública en el adelanto de vuestras riquezas, fuerza y bienestar, así como a venir en su ayuda, diseminando por medio de la Prensa las Opiniones políticas de doctos y grandes hombres, sin temor de la Inquisición, el haz o la estaca.
Me es muy satisfactorio el notar el cambio que se ha operado en vuestras ideas de economía política y el ver que podéis apreciar y desdeñar el clamor de una insignificante minoría que querría aún poner obstáculos a la prosperidad pública; aunque es dificultoso creer haya un ciudadano en Guayaquil que sea capaz de oponer su interés privado al bien general, como si su provecho personal fuese superior al de la comunidad, o como si el comercio, la agricultura y los artefactos hubiesen de paralizarse por su utilidad especial.
¡Guayaquileños! Haced que la Prensa manifieste las consecuencias del monopolio, y estampad vuestros nombres en la defensa de vuestro esclarecido sistema. Haced ver que si vuestra provincia contiene 80.000 habitantes, y que si ochenta de entre ellos son mercaderes privilegiados bajo el pie del antiguo sistema, 9.999 personas de 10.000 es preciso que sufran a causa de que su algodón, café, tabaco, madera y otros productos tienen que ir a las manos del monopolista, como el solo comprador de lo que ellos tienen que vender y el único vendedor de lo que necesariamente tienen que comprar; siendo la consecuencia que él comprara al más bajo precio posible, o venderá al más subido, de manera que no sólo los 9.999 son agraviados, sino que también las tierras irán a menos, a las factorías faltarán los brazos, y el pueblo se volverá desidioso y pobre por falta de estímulo, siendo una ley de la Naturaleza que nadie debe trabajar únicamente para la ganancia de otro.
Decid al monopolista que el verdadero método de adquirir amplias riquezas, poder político y aun ventajas particulares, es el vender los productos de su país lo más caro, y las mercancías extranjeras, lo más barato posible, y que esto sólo puede efectuarlo la concurrencia pública. Que a los negociantes extranjeros que traen capital les sea permitido establecerse libremente, y lo mismo a aquéllos que tienen alguna profesión u oficio mecánico; y de este modo se formará una competencia de la que todos habrán de sacar ventaja.
Entonces la tierra y la propiedad inmobiliaria aumentarán de valor; los almacenes, en vez de ser receptáculos de inmundicia y crimen, estarán llenos de los más ricos productos extranjeros y domésticos, y todo será energía y actividad, porque la recompensa será en proporción al trabajo. Vuestro río se llenará de bajeles, y el monopolista estará humillado y avergonzado. Bendeciréis el día en que el Omnipotente permitió se rasgase el velo del oscurantismo, bajo el cual se cobijaba el despotismo de España y la horrible tiranía de la Inquisición, y que la falta de libertad de imprenta por tanto tiempo os ocultaron la verdad.
Que vuestros derechos de aduana sean moderados, a fin de promover el mayor consumo posible de mercancías extranjeras y domésticas; entonces cesará el contrabando, y las rentas del Tesoro se aumentarán. Que cada uno haga lo que guste por lo que toca a su propiedad, miras e intereses; por la razón de que cada individuo velará sobre lo que es suyo con más celo que senadores, ministros o reyes. Dad el ejemplo al Nuevo Mundo con vuestras miras liberales; de este modo, como Guayaquil es por su situación geográfica la República Central, se volverá en centro de la agricultura, el comercio y las riquezas del Pacífico.
¡Guayaquileños! La liberalidad de vuestros sentimientos y la rectitud de vuestros actos y opiniones son para vuestra independencia un baluarte más firme que ejércitos y escuadras. El que podáis seguir por el sendero que os hará tan libres y dichosos como vuestro territorio es feraz, y de que podáis hacerlo productivo, es el sincero deseo de vuestro agradecido amigo y servidor,
Cochrane.

Tal vez el lector considere superfluo amonestar de este modo a un pueblo emancipado; pero la afición que se tenía a monopolios perjudiciales, a pesar de la independencia, era uno de los caracteres más notables de las repúblicas de la América del Sur, y que nunca perdí la oportunidad de combatir. La República chilena misma, que fue de las primeras en combatir por la libertad, dio incremento a sus prácticas de monopolio en lugar de disminuirlas. Uno o dos ejemplos no vendrán aquí fuera de propósito.

Un hábil ingeniero inglés, el señor Miers, inventó una maquinaria completa para fundir, rollar y fabricar cobre, comprando terreno para erigir su fábrica. Tan pronto como se supo su intención le envolvieron en un largo y costoso pleito para que no se sirviese del terreno que había comprado, siendo el resultado una gran pérdida pecuniaria, completo impedimento en sus operaciones, y el trasladar definitivamente al Brasil aquella parte de su maquinaria que no se había enteramente echado a perder.

La cerveza inglesa se vendía a precio muy subido en Chile, a causa de lo elevado de los fletes y los derechos de aduana. Un industrioso escocés, llamado Macfarlane, estableció una cervecería a mucho costo, y no costando la cebada más que un chelín por fanega, pronto produjo muy buena cerveza a precio barato. El Gobierno inmediatamente impuso sobre su cerveza un derecho equivalente a todo el flete desde Inglaterra, derechos de aduana, etc., siendo el resultado de su empresa tener que parar la fábrica y perder el capital empleado. ¡Se había, sin saberlo, mezclado en los derechos establecidos sobre la cerveza!

Algunos americanos emprendedores formaron una pesquería de ballena en la costa de Chile, cerca de Coquimbo, en donde abundaba ballena de esperma, siendo tan próspera la pesca que la especulación prometía una fortuna a todos los que tenían parte en ella. Se habían procurado un lugar espacioso, con abundancia de cascos para contener el aceite; el Gobierno mandó embargar todos los cascos para hacer la aguada de la Escuadra, lo que encontró más fácil que el procurárselos él mismo; verificado lo cual, en conformidad a lo mandado, los americanos formaron cuevas que cubrieron de arcilla, donde metían el aceite hasta procurarse nuevos cascos. Al saber esto, el gobernador de Coquimbo prohibió este método, con motivo de que el aire podía llevar allí un olor desagradable, aunque los vientos generales nunca soplaban en aquella dirección. Por lo tanto, se vieron los americanos obligados a abandonar la empresa, y con ella mucha esperma de ballena que tenían en la bahía preparada para hervir.

Sería fácil añadir multitud de ejemplos semejantes; pero por los ya citados se verá que mis advertencias a los guayaquileños no estaban fuera de propósito; y era mi costumbre invariable dar consejos de esta naturaleza, por doquiera que se necesitaba, en lugar de ocuparme de mezquinas intrigas, o de negociar mi personal engrandecimiento y ventajas, que, situado como yo estaba, podía haber adquirido sin límites sacrificando mis principios. Esfuerzos de aquella naturaleza para ilustrar a las masas me hicieron culpable a los ojos de los hombres del poder, por chocar con sus protegidos monopolios, de los que procuraban sacar provecho particular.

La necesidad de ir pronto en persecución de las fragatas enemigas no podía permitirnos reparar a los buques más que a la ligera; y en verdad que no se hizo nada para remediar la abertura de agua en el casco de la almiranta, pues por el estado podrido de sus palos no nos atrevimos a descubrir la quilla; de modo que cuando estábamos mar afuera hacía seis pies de agua por día.

El 3 de diciembre dejamos el río Guayaquil, navegando a lo largo de la costa y examinando cada rada, con objeto de encontrar lo que buscábamos. El 5 tocamos en Salango, en donde volvimos a hacer aguada, no habiendo a bordo de la almiranta más que veintitrés toneladas de agua en cascos. El 11 llegamos a la isla de Cocos, en donde encontramos y nos apoderamos de un corsario inglés, mandado por un tal Blair. Al día siguiente capturamos una falúa, que resultó haber desertado del Callao. Por la gente que había a bordo supimos que después de mí partida, San Martín había rehusado cumplir las promesas, en virtud de las cuales se habían decidido muchos marineros a quedarse en el Perú, pues de ese modo había atraído con halagos a casi todos los marineros extranjeros que componían la única parte instruida de la Escuadra chilena. La falúa así tripulada fue enviada de guardacosta a Chorrillos, y los hombres, aprovechándose de la ausencia de su capitán, que estaba en tierra, se apoderaron de ella, dándole el nombre de Retaliaton (desquite) y se hicieron a la mar, sin duda, con la intención de hacerse piratas. Como no habían cometido robos y no quería cargarme con ellos, se les permitió escapar.

El 14 descubrimos la costa de México, haciendo la almiranta cada día más agua, y el 19 dimos fondo en la rada de Fonseca, con cinco pies de agua en la sentina, estando las bombas de cadena tan usadas que eran inútiles, y sin tener cerrajeros a bordo para que las compusiesen, podía conservarse el buque sobre el agua sólo a costa de los mayores trabajos, y no sin haber tenido yo que utilizar mis conocimientos en cerrajería.

Después de estar tres días achicando continuamente el agua por las escotillas, obtuvimos dos bombas del Valdivia; pero resultando demasiado cortas, mandé hacer aberturas en los costados del buque, al nivel de los alojamientos del puente, teniéndolo de este modo desembarazado hasta que se compusiesen las antiguas bombas. Casi todas nuestras municiones se echaron a perder, y a fin de conservar las provisiones secas nos vimos obligados a estibarlas en las hamacas de red.

Habiendo hecho venir cuarenta hombres de los otros buques para ayudarnos en las bombas, salimos el 28 de la bahía de Fonseca, y el 6 de enero de 1822 llegamos a Tehuantepec, alumbrándonos cada noche un volcán. Este ofrecía uno de los más imponentes espectáculos que jamás he contemplado: grandes torrentes de lava fundida se precipitaban por los lados de la montaña, mientras que a intervalos, masas enormes de materia sólida inflamada eran lanzadas al espacio, las que en su caída iban rebotando por el declive hasta que encontraban un punto de descanso en su base.

El 29 echamos ancla en Acapulco, en donde encontramos al Araucano y Mercedes, habiendo este último sido enviado para saber el paradero de las fragatas españolas. Recibiónos cortésmente el gobernador, aunque no sin recelo, temiendo tal vez que intentásemos apoderarnos de los buques mercantes españoles que había anclados en el puerto; por lo que encontramos el fuerte defendido con una numerosa guarnición, y otros preparativos que se habían hecho para recibirnos en caso de demostración hostil.

No nos había sorprendido poco esto, pues nada podía ser más pacífico que nuestras intenciones hacia la República nuevamente emancipada. El misterio, sin embargo, se aclaró pronto. Cuando estábamos en Guayaquil encontramos a dos oficiales, el general Wavell y el coronel O’Reilly, a quienes el Gobierno chileno había dado sus pasaportes para que saliesen del país, considerando que el valor de sus servicios no era equivalente al de su paga. Como no se hiciera un secreto del objeto que llevaba la Escuadra chilena, con motivo de nuestra detención en la costa, habían llegado primero que nosotros a México, donde interpretaron nuestra misión como les pareció, informaron de palabra y por escrito al Gobierno mexicano de que lord Cochrane se había alzado con la Marina chilena, saqueando los buques pertenecientes al Perú, y que, de pirata, iba a asolar las costas de México. De ahí los preparativos que se habían hecho.

Los dos sujetos mencionados habían hecho presente a las autoridades de Guayaquil que ellos eran embajadores de Chile, enviados a México para felicitar a aquel Gobierno por el triunfo de su independencia. Sabiendo yo que esto era falso, les rogué me mostrasen sus credenciales, lo que, por supuesto, no pudieron hacer. Les pedí entonces sus pasaportes, por cuyas Lechas se hizo patente que los supuestos embajadores habían salido de Chile antes de que llegara allí la noticia del establecimiento de la independencia de México. Habiendo llegado este descubrimiento a oídos de la señora del capitán general de Guatemala, que por casualidad se hallaba en Guayaquil, envió noticia de ello a su marido, quien la transmitió a las autoridades mejicanas, las que llegaron por este modo a informarse del verdadero carácter de sus huéspedes. Estos, en venganza, inventaron el cuento de nuestras piráticas intenciones, al que dio bastante importancia el gobernador de Acapulco, para aumentar las defensas de su fuerte, según se ha dicho.

La reserva, sin embargo, se disipó inmediatamente y las más cordiales relaciones se establecieron; el presidente de Méjico, Iturbide, me escribió una carta muy atenta, sintiendo no le fuese posible hacerme una visita personal; pero me Convidaba fuese a su palacio, en donde se me haría la más honorífica recepción. Esto, por cierto, no pude aceptarlo.

El 2 de febrero llegó a Acapulco una embarcación con la noticia de que las fragatas españolas navegaban hacia el Sur, adonde, a pesar del mal estado de nuestros buques, me determiné a ir en su persecución.

Durante nuestra estadía, un oficial de Marina llamado Erézcano, que se había hecho notable en Valdivia por su crueldad con los prisioneros, quiso vengarse de haberle yo reprobado su conducta, haciendo ver a la gente que, a pesar de los gastos en que habíamos incurrido, aún quedaba dinero a bordo de la almiranta y que debía distribuirse entre ellos. No saliendo bien en su empeño, había urdido una trama para apoderarse de la caja, aunque para ello fuese preciso asesinarme. Todo esto me fue puntualmente referido por el comandante del Valdivia, capitán Cobbett.

Como no quería causar agitación castigando esta conspiración diabólica como merecía, me contenté con diferir su ejecución hasta levar el anda; para lo cual mandé al capitán Cobbett enviase a Erézcano a tierra con un pliego para el gobernador, detallándole toda la trama; el resultado de esto fue que el traidor se quedó en tierra, haciéndose la Escuadra a la vela sin él. Cuál fue después su paradero, nunca llegué a saberlo.

Después de haber despachado a California la Independencia y el Araucano, con el objeto de comprar provisiones, dándoles instrucciones para que nos siguiesen a Guayaquil, proseguimos nuestro rumbo costa abajo, y al llegar a las inmediaciones de Tehuantepec nos acometió una borrasca de viento, que, con motivo del mal estado de la fragata, amagaba destruirla. Para colmo de nuestros males, el Valdivia, en cuyo buque esperábamos refugiarnos, recibió un golpe de mar que le hundió las maderas del lado de babor, de modo que sólo se le salvó de ir a pique metiendo una vela en la abertura hasta que se pudiese reparar el daño.

El 5 de marzo llegamos a la costa de Esmeraldas y fuimos a echar el anda en la bahía de Atacames, en donde se nos informó que las fragatas españolas habían salido hacía poco para Guayaquil. Al recibir esta noticia continuamos al punto nuestro viaje, y el 13 fondeamos inmediatos a los fuertes de Guayaquil, en donde encontramos a la Venganza.

La recepción que nos hicieron no fue tan cordial como la de nuestra precedente visita, por haber llegado dos agentes de San Martín, quienes habían ganado con promesas al Gobierno en favor de los intereses del Protector y excitado en los ánimos celos contra mí, los cuales a la verdad, eran tan inesperados como sin fundamento. Hasta hicieron ciertas demostraciones para provocarme; pero, al notar yo esta actitud, coloqué la almiranta al costado de la Venganza, lo que les obligó a ser más corteses.

Hallándose la Prueba y la Venganza escasas de provisiones, se habían visto obligadas, por nuestra continua persecución a entrar en Guayaquil, esperando cada día las alcanzase. Antes de nuestra arribada, el enviado peruano señor Salazar, había de tal modo persuadido a los oficiales que las mandaban, que indudablemente serían capturadas por la Escuadra chilena, que al fin las indujo a entregar los buques al Perú, bajo promesa de que el Gobierno protectorio pagaría a todos los oficiales y tripulaciones los atrasos que se les debían, y que a los que quisiesen quedarse en la América del Sur se les acordaría su naturalización, asignándoles tierras y pensiones; en tanto que aquéllos que deseasen volverse a España, el Gobierno peruano les pagaría el pasaje.

Muchos de los oficiales españoles y la mayor parte de los marineros se oponían a que se entregasen los buques, siendo la consecuencia de esto un motín; entonces el Gobierno de Guayaquil tuvo que sancionar, a instancias de Salazar, la invención de que la Escuadra chilena estaba fondeada en la bahía de la Manta, y que se habían recibido cartas mías anunciando que me disponía a ir a Guayaquil con la intención de apoderarme de los buques. Esta falsedad produjo el efecto deseado, y tanto los oficiales como las tripulaciones aceptaron las condiciones ofrecidas; de modo que los agentes de San Martín habían defraudado así de sus presas a la Escuadra chilena.

Bajo tales impresiones se envió apresuradamente la Prueba al Callao, antes de mi llegada; pero la Venganza, hallándose imposibilitada para salir a la mar, permaneció en Guayaquil. Habiéndome asegurado positivamente de la infame negociación que había tenido lugar, envié el 14 de marzo por la mañana a bordo de la Venganza al capitán Crosby para que tomase posesión de ella a nombre de Chile y el Perú, no queriendo comprometer a aquél en hostilidades con Guayaquil, y tomándola por nuestra sola cuenta, como indisputablemente teníamos derecho a hacerlo, habiéndola perseguido de puerto a puerto hasta que, falta de provisiones, se había visto obligada a refugiarse en aquél.

Había mandado al capitán Crosby enarbolase en la Venganza la bandera de Chile juntamente con la del Perú. Esto causó grande ofensa al Gobierno guayaquileño, el cual preparó sus lanchas cañoneras, levantó parapetos colocó cañones en la ribera, con la intención manifiesta de hacernos fuego, mostrándose muy activos en estas demostraciones de hostilidad los marineros españoles, quienes poco antes habían vendido sus buques por temor de tener que batirse.

Al ver esto, mandé se dejase fluctuar al Valdivia con la marea en dirección de las lanchas cañoneras, que a la sazón estaban llenas de oficiales y marineros españoles. Creyendo que la fragata iba a atacarlos, aunque no había semejante intención, aquellos héroes vararon las lanchas en la costa, y apelaron a sus talones en el más asombroso desorden, no parando hasta haberse metido bajo la protección de la villa.

Viendo la Junta que no considerábamos sus demostraciones guerreras dignas de atención, se quejó de que me hubiese posesionado de la Venganza; pero sin efecto alguno, pues no iba yo a permitir se defraudase así no más de su presa a la Escuadra chilena. Propuse, por lo tanto, las siguientes estipulaciones, que me parecían dignas de ser admitidas y ratificadas por la Junta de Gobierno, compuesta de Olmedo, Jimena y Roco:

lº. La fragata Venganza se considerará pertenecer al Gobierno de Guayaquil, y enarbolará su bandera, la cual será saludada con arreglo a ordenanza.
2º. Guayaquil garantiza a la Escuadra chilena, bajo la responsabilidad de 40.000 pesos, el no entregar la fragata Venganza, ni cederla a ningún Gobierno hasta que los de Chile y el Perú hayan decidido lo que creyeren más arreglado a justicia. Además de eso, el Gobierno de Guayaquil se obliga a destruirla primero que consentir sirva a ningún otro Estado, hasta que se haya tomado aquella decisión.
3º. Cualquier Gobierno que llegare en lo sucesivo a establecerse en Guayaquil estará obligado a cumplir los artículos que preceden.
4º. Estos artículos se entenderán a la letra y de buena fe, sin restricción ni reserva.
Firmado, etc. etc.

Después de la ratificación de este tratado, me dirigió una carta el Gobierno de Guayaquil, reconociendo los importantes servicios prestados a los Estados de la América del Sur y asegurándome que “Guayaquil sería siempre el primero en venerar mi nombre y el último en olvidar mis hazañas sin igual”, etc., etc. Empero, apenas había yo salido del puerto, cuando la Venganza fue entregada al agente del Perú, sin que los 40.000 pesos hayan sido nunca pagados.

En Guayaquil encontré al antiguo gobernador de la fortaleza del Callao, el general La Mar, y como el Gobierno peruano hubiese circulado el rumor de que durante el reciente bloqueo había yo ofrecido abastecer la fortaleza de provisiones, a fin de que no cayese en las manos del Protector, rogué al general me favoreciese con una certificación de si había o no prometido yo socorrer a su guarnición, a cuyo ruego tuvo la atención de contestarme lo siguiente:

Guayaquil, 13 de marzo de 1822.
Excelentísimo señor:
En consecuencia del oficio que recibí ayer de V. E., por conducto del Gobierno, es mi deber afirmar que ni he dicho, ni escrito, ni oído nunca que V. E. haya propuesto abastecer de víveres la plaza del Callao durante todo el tiempo que estuvo bajo mi mando.
Dios guarde a V. E. muchos años.
José de La Mar.

El 27 dejamos el río Guayaquil y el 29 nos encontramos por casualidad con el capitán Simpson, del Araucano, cuya tripulación se había amotinado y alzádose con el buque. El 12 de Abril llegamos a Huanchaco, adonde nos habíamos dirigido con objeto de hacer aguada. Sorprendiéndonos que el alcalde nos exhibiese una orden escrita del general San Martín prescribiéndole que si llegaba allí algún buque de guerra perteneciente a Chile no permitiese el desembarque y negase todo género de asistencia, hasta el obtener leña y agua.

No hicimos ningún caso de esta orden y llevamos a bordo cuanto necesitábamos, permaneciendo además allí el tiempo preciso para reparar el Valdivia. El 16 nos hicimos a la vela y el 25 fondeamos en el Callao, en donde encontramos a la Prueba con pabellón peruano y mandada por el capitán más antiguo de Chile ¡que había abandonado a la Escuadra! A nuestra llegada inmediatamente la condujeron bajo las baterías, almacenando los cañones y cerrando las troneras, en tanto que estaba tan apiñada de soldados que a la noche siguiente tres murieron de sofocación. Habían adoptado estos medios para que no le cupiera la suerte de la Esmeralda. A fin de calmar sus temores escribí al Gobierno diciéndole que yo no tenía intención de tomarla, pues de otro modo ya lo hubiera hecho en medio del día y a despecho de semejantes precauciones.

En esta época Lima se encontraba ya en una situación extraordinaria, habiendo nada menos que cinco distintas banderas peruanas desplegadas en la bahía y las baterías. El Protector había expedido un decreto ordenando que todos los españoles que llegasen a dejar la plaza tendrían que ceder la mitad de su fortuna al Tesoro Público; de otro modo se les confiscaría el todo y sus dueños serían al punto desterrados. Otro decreto imponía la pena de destierro y confiscación de bienes a todo español que se presentase con capa en la calle; la misma pena tenía todo aquél que se encontrase ¡en conversación privada! Pena de la vida a todos los que se hallasen fuera de sus casas después de ponerse el sol, y confiscación y muerte amenazaban a los que poseyesen cualquier género de armas, ¡excepto cuchillos de mesa! Una señora hacendada en Lima, aburrida del rigor de estos decretos, con mayor patriotismo que prudencia dio al Protector malos nombres, por lo que se le obligó a entregar su propiedad. En seguida la vistieron con el traje de la Inquisición, ¡un ropaje pintado con diablos imaginarios!, la llevaron a la plaza, y allí, colgándole del pecho un cartel acusador, le introdujeron y sujetaron por fuerza en la boca, un hueso de muerto, siendo su lengua condenada como el miembro delincuente; en este estado, con una soga al cuello, la pasearon por las calles acompañada del verdugo, y en seguida la desterraron al Callao, en donde a los dos días murió de congoja, efecto natural del horrible trato que la habían dado. ¡Tal era la libertad concedida al Perú!

En medio de esta degradación nacional, el Protector se había arrogado el título de Príncipe soberano. Fundó una orden de nobleza, bajo la denominación de El Instituto del Sol, teniendo por insignia un sol de oro sujeto con una cinta blanca, cuya condecoración recibieron los oficiales chilenos que habían abandonado a la Escuadra en premio de haber servido de instrumentos voluntarios.

Se había formado una guardia real, compuesta de los principales jóvenes de la ciudad, que servía de escolta al Protector, precaución que no era del todo inútil, sin embargo, de que los exasperados limeños estaban desarmados. Era permitido a la nobleza Solar colocar su escudo de armas en el frontispicio de sus casas, con el sol blasonado en el centro, lo que era ciertamente una adición, si no una mejora, a todas las precedentes órdenes de nobleza. En una palabra: los limeños tenían una república en que hormigueaban los marqueses, condes, vizcondes y otros títulos de monarquía, a cuyo objeto todos creían que eran las tendencias del Protector, tanto más cuanto que era la sola porción libre de la Prensa la que le saludaba con el título de emperador.

La fuerza de un Estado así constituido no estaba en armonía con el esplendor de su corte. El 7 de abril, el general Canterac cayó sobre una división del ejército libertador, destrozándola o haciéndola toda prisionera, cogiendo 5.000 fusiles, las arcas militares, que contenían 100.000 pesos, y todas sus municiones y equipajes. Creíase que tan grave desastre, ocurrido en medio de un pueblo justamente exasperado, causaría alguna perplejidad en el Gobierno; pero la Gaceta del 13 de abril hizo de ella casi un motivo de congratulación:

Limeños:
La división del Sur, sin haber sido vencida, acaba de ser sorprendida y dispersada. En una larga campaña no puede ser todo prosperidad. Conocéis mi carácter y sabéis que yo siembre os he dicho la verdad. No es mi ánimo buscar consuelo en conflictos; con todo, me atrevo a aseguraros que el inicuo y tiránico imperio de los españoles en el Perú fenecerá en 1822. Os haré una confesión ingenua. Era mi intención ir a buscar reposo después de tantos años de agitación; pero creí que vuestra independencia no estaba aún afianzada. Un peligro de poca importancia acaba de presentarse, y mientras haya la menor apariencia de él no os dejará, hasta que seáis libres, vuestro leal amigo,
San Martín.

Su proclama al Ejército es todavía más extraordinaria:

Compañeros del Ejército Unido:
Vuestros hermanos de la división del Sur no han sido vencidos, pero sí dispersados. A vosotros os toca vengar este insulto. Sois valientes y harto tiempo ha que conocéis el sendero de la gloria. Afilad bien vuestras bayonetas y espadas. La campaña del Perú concluirá en este año. Vuestro antiguo general os lo asegura. ¡Preparaos a vencer!
San Martín.

Dirigiéronse a los habitantes del interior proclamas aún más retumbantes, en las que se les aseguraba que contratiempos de este género “no pesaban nada en la balanza de los destinos del Perú. La Providencia nos protege, y con esta acción acelerará la ruina de los enemigos del Perú. Enorgullecidos de su primera victoria, nos economizarán parte de nuestra marcha al ir en busca de ellos. ¡No temáis! El ejército que los arrojó de la capital está pronto a castigarlos una tercera vez, y ¡a castigarlos para siempre!”

El Ejército, sin embargo, con razón temía otro contratiempo, y lo que quedaba de la fuerza chilena estaba descontenta, pues no le habían cumplido ninguna promesa. Todo el oro y plata había desaparecido sustituyéndolo en su lugar el Gobierno con papel moneda. Las contribuciones de los ya desangrados habitantes se aumentaban, y había que cobrarlas a punta de bayoneta. En una palabra: el Perú presentaba a mi llegada el extraordinario espectáculo de una corte cuyos favoritos se entregaban a toda especie de costosas ostentaciones, y el de un pueblo empobrecido hasta el pauperismo para sustentar la rapacidad de aquéllos.

Aquéllos que habían censurado mi conducta por haberme apoderado del dinero en Ancón convenían ahora que había sido el único medio posible de preservar la Escuadra de Chile. Los oficiales del ejército libertador me enviaban lastimosas relaciones del estado de cosas; y el regimiento de Numancia, que había desertado de los españoles poco después de la captura de la Esmeralda, despachó al capitán Doronso con un mensaje, pidiéndome los recibiese a bordo y los condujese a Colombia, a cuya provincia pertenecían.

Mi aparición en el puerto del Callao causó grave, aunque infundada alarma al Gobierno, al cual volví a pedir se pagasen las cantidades que se adeudaban a la Escuadra, aludiendo al mismo tiempo, en términos enérgicos, a los sucesos que habían tenido lugar en Guayaquil. Sin responderme a esto por escrito, Monteagudo vino al O’Higgins, lamentándose hubiese yo recurrido a tan inmoderadas expresiones, puesto que el Protector, antes de saberlas, me había escrito una carta privada pidiéndome una entrevista; pero que al recibir la mía se indignó, hasta poner su salud en peligro. Monteagudo me aseguró también que en aquella carta me había ofrecido una hacienda considerable y la condecoración del Sol engastada en diamantes, con tal que yo consintiera en mandar las Marinas reunidas de Chile y el Perú en una proyectada expedición para capturar las islas Filipinas, con lo que yo haría una inmensa fortuna. Mi respuesta fue: “Diga usted de mi parte al Protector, señor Monteagudo, que si después de la conducta que ha observado me hubiese enviado una carta privada sobre tal asunto, se la hubiese ciertamente devuelto sin respuesta, y puede usted también decirle que no es mi ánimo causarle perjuicio, que no le temo ni le odio, pero que desapruebo su conducta”.

A pesar de esto, me suplicó Monteagudo volviese a considerar mi determinación, añadiendo que el marqués de Torre Tagle había preparado su casa para recibirme, pidiéndome, además, retirase la carta que yo había escrito el día anterior y aceptase los ofrecimientos que se me habían hecho. Volví a decirle que “no aceptaría honores ni recompensas de un Gobierno constituido con menosprecio de solemnes promesas, ni pisaría un país gobernado, no solamente sin ley, sino en contra de ella. Tampoco anularía mi carta, pues mis hábitos eran frugales y mis recursos suficientes, sin necesitar buscar fortuna en las islas Filipinas”. Viendo el ministro que nada podía conseguir de mí, y no agradándole el ceño que le ponían los que estaban a bordo, por más que llevase la resplandeciente condecoración del Sol de primer orden y estuviese cubierto de cintas y entorchados, se retiró acompañado de su escolta militar.

A consecuencia de haberme negado a acceder a los deseos del Protector, éste envió poco después, sin que yo lo supiese, al coronel Paroissien y García del Río a Chile, con una larga nomenclatura de acusaciones las más absurdas, por las que se me imputaba el haber cometido toda especie de crímenes, desde el hurto hasta la piratería, pidiendo al Gobierno chileno me castigase del modo más severo.

El 8 de mayo, la goleta Moctezuma, que el Gobierno chileno había prestado al general San Martín, entró al Callao con bandera peruana. La insolencia de apropiarse así de un buque de mi escuadra era demasiado grande para que pudiera mirarla con indiferencia, por lo que la obligué a echar el anda, aunque no sin habernos visto antes en la necesidad de hacerle fuego. En seguida despedí todos los oficiales y tomé posesión de ella. Las autoridades protectorias me detuvieron, por vía de represalias, un bote de la almiranta, aprisionando a su tripulación; pero, calculando como debían las consecuencias de tal paso, pronto la pusieron en libertad, permitiendo que el bote volviese al buque aquella misma noche.

El 10 de mayo dejamos el Callao, llegando a Valparaíso el 13 de junio, después de un año y nueve meses de ausencia, durante cuyo tiempo habíamos realizado completamente los objetos de la expedición.

Habiéndome convencido, en vista de la opresión en que se tenía al pueblo, de que el Gobierno protectorio no podría continuar más que hasta la primera oportunidad favorable que tuviesen los limeños para sublevarse en masa, y opinando que la caída de San Martín podría ocasionar graves consecuencias a Chile, dirigí la carta siguiente al Supremo Director:

(Reservada y confidencial).
Rada del Callao, Mayo 2 de 1822.
Excmo. señor:
Por mis despachos oficiales comprenderá usted los puntos de mayor importancia con respecto a las operaciones de la Escuadra, y el resultado de la persecución que hicimos a las fragatas Prueba y Venganza, habiendo embargado a ambas, la una en Guayaquil y la otra aquí, hasta que sepa su determinación, cualquiera que ésta sea, sobre si debo entregar la Escuadra de Chile, o traer a usted estos buques, una u otra de cuyas decisiones será igualmente obedecida.
San Martín acaba de echar a un lado la pompa exterior de Protector, y, cual Cincinato, se ha acogido al retiro, mas no con el mismo objeto. Esta modestia tiene por mira el cautivar la muchedumbre, que habrá de ir a pedirle cambie el arado ¡en un cetro imperial! Tengo excelentes informes al efecto, habiendo encontrado medios de obtenerlos detrás de las escenas de este actor político.
Se tienen grandes esperanzas, con motivo de la misión de Chile, que la Escuadra se retirará al menos, y que cuando el sol del Perú se levante sobre el océano, la estrella (emblema nacional de Chile), que ha brillado hasta aquí, ¡se eclipsará para siempre! Han aparecido, sin embargo, algunas manchas en la superficie del sol. Dos mil hombres han dejado de ver su luz en Pasco; y el regimiento de Numancia, deslumbrado en otro tiempo con su esplendor, anda tentando el medio de volverse a su tierra.
Como amigo adicto y sincero de V. E. confío tomará en seria consideración la oportunidad de establecer de una vez el Gobierno chileno sobre las bases que no puedan bambolear con la caída de la actual tiranía que rige al Perú, de la cual no sólo hay indicios, sino que su resultado es inevitable; a menos que los malévolos consejos de hombres presuntuosos y venales no sean capaces de erigir un edificio de la más bárbara arquitectura política, que les sirva de mampara para lanzar sus proyectiles contra el corazón de la libertad. Gracias a Dios, mis manos están libres de la mancha de haber trabajado en semejante obra, y habiendo llevado a cabo todo cuanto me dio usted que hacer, puedo ahora descansar hasta que quiera usted emplear de nuevo mis esfuerzos en contribuir al honor y seguridad de mi patria adoptiva.
Desde la derrota de la división en Pasco las fuerzas del enemigo a las órdenes de Tristán son superiores a las que San Martín tiene en Lima, y se dice van avanzando sobre la capital.
Por lo que toca a los demás asuntos, habiéndolos completamente explayado en mis despachos no hay para qué cansar a usted con su repetición. Confiado en que juzgará usted de mi conducta e intenciones por mis actos, y no por los despreciables escándalos de aquellos que han desertado de su bandera y burládose de sus proclamaciones.
Tengo el honor, etc.

Cochrane.