Memorias de un cortesano de 1815/VII
VII
Con estas y otras artimañas iba yo viento en popa como diría el infante. Era tan considerable el número de mis amigos, que no acertaba a contarlos.
Seguía en buenas relaciones con mi antiguo protector D. Buenaventura, pero ni este se atrevía a ocuparme en viles menesteres, ni yo lo habría consentido. Despachábamos juntos y mano a mano algunos asuntos delicados, tocantes al Real Consejo, porque ha de saberse que el D. Ventura, desde que cuajara el despotismo y se restableciera el régimen antiguo, alcanzó la plaza de camarista, por la cual tenía antojos el pobrecito señor desde su mocedad, o casi desde el vientre materno. ¡Oh! ¡Ningún arrimo se puede comparar al arrimo del Real Consejo y Cámara! Daba gana de dormir en aquellos sillones, bajo aquellos techos eminentes, en medio de aquella paz, de aquel reposo, de aquella estabilidad inalterable, de aquella majestuosa petrificación de los siglos, de aquel silencio, sólo turbado por los estornudos de algún camarista y el ruido de los viejos, polvorosos y amarillos folios cuando la flaca, la rapante mano del escribano los volvía. Era una tumba para el mundo y un paraíso para los que estaban dentro... Para el reino la muerte, para los privilegiados dulce y reposada vida.
-«No hay institución más sabia que esta del Consejo -me decía D. Buenaventura, con aquel entusiasmo que ponía siempre en sus palabras, al hablar de las cosas venerandas, sublimadas por los siglos-. Eso de que no pueda moverse un dedo en todo el reino sin que nosotros entendamos de ello, es admirable para el buen concierto de las Españas y sus Indias. Nuestra sala de Alcaldes es un primor. Con ser tan pequeña todo lo abraza. Sin que ella lo autorice no puede el español sacar un pececillo de las aguas de un río, ni vender una libra de uvas, ni echar la sal al puchero. Todo lo pequeño está en nuestras manos, lo mismo que lo grande. Sin nuestro permiso el reino no puede sublevarse ni tampoco rascarse. No puede hacer revoluciones, ni cambiar de dinastía, ni reunir cortes, ni establecer formas de gobierno, ni tampoco ir a los toros, ni cazar con hurón, ni tener un desahoguillo mujeril, ni escupir, ni toser.
»Somos una máquina admirable que con sus grandes palancas aporrea al mundo y con sus dientecillos roe lo que encuentra. Aquí todo se convierte en polilla. Nada se nos escapa, y el vasallo de Fernando VII tiene que venir aquí para que le digamos dónde tiene las manos. -¡Ay de aquel que se atreva a alterar la dulce armonía en que vive la nación, regocijándose en sí misma y mirándose en el espejo de su estabilidad secular, como Narciso en la fuente! Si alguna cabeza hueca concibe proyecto de aparente utilidad para desviar el suave curso de la española vida, bien alterando las leyes del comercio, bien las de la fabricación, ora los impuestos, ora la agricultura, nosotros acudimos solícitos allí donde prendió el incendio de la reforma y procuramos apagarlo, apoderándonos del proyecto o solicitud o requisitoria o informe o memorándum para ponerle encima una losa de papel, bajo la cual se queda criando musgo, si no gusanos, por los siglos de los siglos.
»En suma, es nuestra misión sostener en las esferas todas del país el estado de sabrosísimo sueño que constituye su felicidad desde que renunció a las conquistas. Nosotros arrullamos esta inmensa cuna cantando el ro-ro; y si por acaso en la agitación de su placentero dormir saca una mano, se la metemos entre las sábanas; si pronuncia alguna palabra, le tapamos la boca; si suspira, le rociamos con agua bendita; si se mueve ¡ay!, si se mueve, nos asustamos mucho porque creemos que se va a despertar... Pero ahora tenemos tranquilidad para un rato, amigo mío: el turbulento niño duerme; todo es calma, todo es silencio, todo es paz, y apenas oímos el rugido del descontento en el fondo de este gran pecho, que suavemente se alza y se deprime con el reposado aliento de la satisfacción».
Así dijo. Concluía de comer, y levantándose, añadió:
-Adiós, Pipaón, me voy al Consejo a dormir la siesta.
La pintura de aquella alta institución narcótico-nacional despertaba más en mí el deseo de afincarme en ella, como quien dice, proporcionándome una plaza de camarista, que era la mejor almohada del mundo para reposar una cabeza cargada de años y de trabajos. Contrariábame mi juventud y la poca duración de mis servicios, si bien es verdad que para cubrir una vacante en aquellos tiempos no había los ridículos escrúpulos y reparos de antaño. Ya no se buscaba con candil, como en los días de Jovellanos y Campomanes, un vejete sabihondo para endilgarle la cédula de nombramiento, sin más méritos que haber escrito veinte mil informes indigestos. Godoy echó por tierra estos abusos, llevando a la Cámara a quien le dio la gana, sin distinción de talentos reales o postizos; y en mi época esta tolerancia había llegado a su colmo, siendo evidente que desde la entrada de D. Antonio Moreno en el Consejo de Hacienda, todos los peluqueros de Madrid se vieron ya con un pie dentro de la Sala.
Esto me daba aliento, y no me acostaba ninguna noche sin pensar, al persignarme, en las dulzuras de la anhelada canonjía del Consejo. Crecía mi favor como la espuma, y a los comienzos de 1815 pude pasar del cuarto del príncipe al del Rey, que era el Olimpo de la cortesanía, y trabar comercio más íntimo con personajes del mayor prestigio y que, al decir de las gentes, traían en los cinco dedos de su mano toda la grandeza del reino, del cual eran árbitros, sin dar de ello cuenta al Dios ni al diablo.
Impulsome por estos excelsos caminos la amistad que en Octubre de 1814 contraje con un hombre que en aquella época comenzaba a ser poderoso, y después lo fue en tan alto grado, que siendo su nombre D. Antonio Ugarte, el vulgo le llamaba Antonio I, para significar un poder, grandeza y predominio que al del mismo monarca se igualaba.
¿Y quién era Ugarte, quién era ese hombre poderoso, que por algún tiempo dispuso del Tesoro de la nación, y tuvo a sus pies a todas las eminencias civiles y militares, y dio que hablar dentro y fuera de España casi tanto como Godoy en el reinado de Carlos IV? -Pues era simplemente un maestro de baile.
Hombre tan insigne merece capítulo aparte.