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Memorias de un cortesano de 1815/XII

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XII

¡El duque!... ¡Oh!, no puedo escribir una palabra más sin hablar del duque largamente, para que se conozca a uno de los personajes más extraordinarios de aquella eminente y nunca bien ponderada corte.

¿Quién no hablaba entonces del duque aunque sólo fuera para referir sus antecedentes y contarle los pasos todos de su rápido encumbramiento, pues fue hombre que en cuatro años pasó de la nada de Paquito Córdoba al Ducado de Alagón con grandeza de España, toisón de oro, grandes cruces, y el mando de la guardia de la Real persona? Era espejo de los libertinos de buena cepa, cabeza de los cortesanos y hombre de sutiles trazas para zurcir y descoser voluntades palaciegas.

Gozaba el privilegio de una buena presencia, aunque se le iba gastando, porque nada es menos duradero que la hermosura, y el duque con sus cuarenta y cinco años a la espalda principiaba a ser una muestra gloriosa, una sombra de grandezas pasadas. Su trato y sus modales eran finos; su conversación poco agradable en lo que no fuese del dominio de la intriga, porque no eran muchas sus humanidades. Verdad es que maldita la falta que esto hacía a un señorón de sus condiciones, y que no había de ponerse a maestro de escuela. Bastábale y aun le sobraba para realzar su nobleza nativa y la posición conquistada un conocimiento profundo de todas las suertes del toreo, desde las más antiguas hasta las más modernas, picando en esto casi tan alto como Pedro Romero, a quien por entonces le empezaba a despuntar sobre el coleto la borla de doctor y el birrete de maestro de las aulas de Sevilla. Paquito Córdoba era además en cuestión de caballos un centauro, es decir, tan buen caballero que con el caballo se confundía. ¡Qué ojo el suyo para adivinar las buenas y malas prendas de sangre sin más que ver el pelaje de aquellos nobles brutos! ¡Qué mano la suya para entrar en razón al más díscolo, para quitar resabios y dar aplomo al ligero, gracia y desenvoltura al pesado, formalidad al querencioso!

No se crea por esto que el duque era aficionado a la guerra. El ruido le daba dolor de cabeza, y además ¿para qué se había de molestar, cuando había tantos que por un sueldo mezquino peleaban y morían por la patria? Militar era el personaje que describo, y bien lo probaba su noble pecho lleno de cuanto Dios crió en materia de cruces, cintas y galones... Y no se hable de improvisaciones y ascensos de golpe y porrazo; que hasta los nueve años no tuvo mi niño su real despacho, merced a los méritos contraídos por su madre como dama de honor. A los once ya le lucían sobre los hombros dos charreteras como dos soles, sin omitir el sueldo que no era mucho para el trabajo ímprobo de ir todos los meses a presentarse a la revista. A los veinte pescó la encomienda de Santiago, y luego fueron cayéndole los grados, no atropelladamente y sin motivo como los cazan estos que se elevan por el favor y la torpe intriga, sino despacito y en solemnidades nacionales como un besamanos, el parto de una reina, los días del Rey y otras fiestas de gran regocijo público y privado. Bien ganados se los tenía, pues reinando Godoy, no costaba pocas cortesías, mimos, genuflexiones y artimañas el coger un grado en aquella inmensa Babel de los salones de la casa de Ministerios, donde se chocaban unas contra otras, produciendo mareo y rumor indefinible, grandes oleadas de pretendientes de ambos sexos.

Nombrole Fernando capitán de su guardia en 1814, cargo que desempeñaba a pedir de boca. Daba gusto ver aquella guardia. Paquito la puso en tan buen pie, que no parecía sino cosa de teatro. Verdad es que se gastaban en el equipo de aquellos hombres sumas colosales, de las cuales nunca se dio al Tesoro, ni había para qué, la correspondiente cuenta y razón. Carecían de límite los dineros asignados a tan importante fin, y en ley de tal, el duque iba pidiendo, pidiendo, y el Tesoro dando, dando; pero como era para mayor esplendor de la corona, los ministros no decían nada. Acontecía que muchas veces los oficiales del ejército de línea no veían una paga en diez meses; pero ¡qué demonio!, no se podía atender a todo, y eso de que cualquier bicho nacido, hasta los oficiales en activo servicio, dé en la manía de estar siempre piando piando por dinero, es cosa que aburre y mortifica a los más sabios gobernantes.

No sé cómo les aguantaban. Especialmente los marinos a quienes se debía la bicoca de setenta pagas, no dejaban pasar un año sin importunar al Gobierno con ridículos memoriales que destilaban lágrimas. Harto hizo Su Majestad, permitiéndoles consagrarse a la pesca, oficio denigrante para tan noble instituto, y no lo tolerara ciertamente el sabio poder absoluto, si no aconteciera que un oficial que había estado en Trafalgar se murió de hambre en el Ferrol, y que otros cometieran la villanía de ponerse a servir de criados para poder subsistir.

De seguro que los guardias de la real persona y su capitán el duque de Alagón no se quejaban de falta de pagas, pues este las recibía puntualmente, con la añadidura de mil valiosos regalillos que el Rey por cualquier motivo le hacía. Los hombres que se hallan en posición tan elevada no deben sufrir denigrantes escaseces; que eso sería deslustrar el brillo del absolutismo, y rebajar la dignidad de todo el reino; y como Paquito Córdoba no había heredado de sus padres cosa mayor, Su Majestad le hizo cesión, a él y a otros individuos, de una parte del territorio de las Floridas, que no era ningún barbecho. No bastando esto, concediósele también el privilegio de introducir harinas en la isla de Cuba con bandera extranjera, el cual derecho era una minita de oro. Para explotarla, Alagón tenía por socio a un barón de Colly, de quien no se sabía si era irlandés o francés; aventurero, arbitrista, proyectista, hombre incalificable que años atrás había intentado sacar de Valencey al príncipe cautivo y traerle a España.

Murmuraban muchos del privilegio de las harinas... que es muy común eso de no ver con buenos ojos al prójimo que saca el pie de la miseria. ¡Válgame Dios! ¿Por qué no se había de permitir al duque que se redondeara? Pues qué, ¿no es muy conveniente para la república que abunden en ella los hombres ricos? ¿Y por qué no había de serlo el duque, cuando con ello no perjudicaba más que a los tunantes labradores de toda Castilla, hombres ambiciosos, tan comidos de envidia como de miseria, y que todo lo querían para sí?

La amistad del duque y el soberano era íntima. Algunos decían que Alagón era un hombre asiático. ¡Qué vil calumnia! ¡Llamarle así porque gustaba de servir dignamente a su amigo! Buen tonto habría sido el duque si hubiera permitido que otro se encargara de las comisiones que él sabía desempeñar a maravilla. Sobre que el resultado habría sido el mismo, llevábase el provecho cualquier hidalguete de gotera o capigorrón entrometido.

Público es y notorio que ni uno ni otro gustaban de escándalos; nada de eso. En las recepciones públicas y audiencias privadas, amo y siervo tenían un sistema de señales mímicas, por las cuales se telegrafiaban cuanto había que comunicar respecto a las damas postulantes. Como aficionado a estudiar por si las costumbres del pueblo para aliviar sus necesidades y ver prácticamente los resultados de su gobierno absolutísimo, Fernando salía por las noches del regio alcázar, para lo cual, puesto de acuerdo el duque con el oficial de la guardia, eran alejados del paso todos los soldados. ¡Qué llaneza y familiaridad en un príncipe autócrata! ¡Qué elevación en su humildad, y cuánto se sublimaba abatiéndose hasta tocar con sus augustos codos los harapos del pueblo!... Porque Rey y favorito no salían para visitar los palacios de los grandes, ni darse tono en las principales calles y sitios públicos, entre galas y boato, sino que callandito y sin pompa se iban muy a menudo en la oscuridad de la noche a visitar a los pobres.

Y daban muy buenas limosnas; vaya... Me lo contó Juana la Naranjera.