Memorias de un cortesano de 1815/XXII

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XXII

Antes de seguir, quiero indicar las observaciones que sugirió el manuscrito de estas Memorias a una persona de aquellos tiempos y de estos. D. Gabriel Araceli , a quien lo mostré (no es preciso decir cuándo ni cómo), me dijo que los lectores de él, si por acaso lograba tener algunos, no podrían menos de ver en mí un personaje de las mismas mañas y estofa que Guzmán de Alfarache, D. Gregorio de Guadaña o el Pobrecito Holgazán; a lo cual le contesté que sí, y que de ello me holgaba, por ser aquellos célebres pícaros de distintas edades los más eminentes hombres de su tiempo, y caballeros de una caballería que yo quería resucitar para que se perpetuase en la edad moderna. Dijo también el sobredicho señor, que nada de lo que apunté o describí con burdo o sutil estilo, se diferenciaba un punto de la verdad.

-La comparsa en que Vd. figuró, señor D. Juan -dijo al fin, echándoselas de dómine sermonista-, fue de las más abominables y al mismo tiempo de las más grotescas que han gastado tacones en nuestro escenario político. Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. El alma se abate, el corazón se oprime al considerar aquel vacío inmenso, aquella ruin y enfermiza vida, que no tiene más síntomas visibles en la exterioridad de la nación, que los execrables vicios y las mezquinas pasiones de una corte corrompida. No hay ejemplo de una esterilidad más espantosa, ni jamás ha sido el genio español tan eunuco.

»Los junteros de 1808, los regentes de 1810, los constitucionalistas de 1812, cometieron grandes errores. Iban de equivocación en equivocación, cayendo y levantándose, acometiendo lo imposible, deslumbrados por un ideal, ciegos, sí, pero ciegos de tanto mirar al sol. Cometieron errores, fueron apasionados, intemperantes, imprudentes, desatentados; pero les movía una idea; llevaban en su bandera la creación; fueron valientes al afrontar la empresa de reconstruir una desmoronada sociedad entre el fragor de cien batallas; y rodeados de escombros, soñaron la grandeza y hermosura del más acabado edificio. Hasta se puede asegurar que se equivocaron en todo lo que era procedimiento, porque los que discurrían como sabios lo hacían como niños. La especie de tutela a que quisieron sujetar en 1814 al Rey, viajero desde Valencey a Madrid, y el pueril formulismo ideado para hacerle jurar a él, vástago postrero del absolutismo, la precoz Constitución de Cádiz, fueron yerros que debían producir el golpe de Estado del 10 de Mayo. Hasta se puede sostener que Fernando estaba en su derecho al hacer lo que hizo; pero nada de esto atenúa las grandes, las inmensas faltas de la monarquía del 14. Fue la ceguera de las cegueras. La crueldad, la gárrula ignorancia de aquella política no tiene ejemplo en Europa. Para buscarle pareja hay que acudir a las atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos, y han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso.

»No existe nada más fuera de razón, más inútil, más absurdo, que la reacción de 1814; no sucedió a ningún desenfreno demagógico; no sucedió a la guillotina, porque los doceañistas no la establecieron, ni a la irreligión, porque los doceañistas proclamaron la unidad católica; ni a la persecución de la nobleza, porque los nobles no fueron perseguidos: fue, pues, una brutalidad semejante a los golpes del hado antiguo, sin lógica, sin sentido común. Nada de aquello venía al caso. Si Fernando hubiera cumplido la promesa hecha en el manifiesto del 4 de Mayo, si hubiera imitado la sabia conducta de Luis XVIII, que desde la altura de su derecho saludaba el derecho de las naciones; ¡cuán distinta sería hoy nuestra suerte! Sin necesidad de aceptar la Constitución de Cádiz, que era un traje demasiado ancho para nuestra flaqueza, Fernando hubiera podido admitir el principio liberal, inaugurando un gobierno templado y pacífico para la nación y por la nación. Pero nada de esto hizo, sino lo que usted ha descrito, y aquellos seis años fueron nido de revoluciones. El desorden germinó en ellos, como los gusanos en el cuerpo insepulto. Desde 1814 a 1820 hubo en España trece conspiraciones, todas para derrocar el gobierno absoluto, una para esto y para asesinar al Rey. Abortaron las trece, pero la décima cuarta parió... Los liberales se presentaron con la rabia del vencedor y la hiel criada en el destierro. ¿Qué les impulsaba en 1812? La ley. ¿Y en 1820? La venganza. Continuaba el vicio, la corrupción, la crueldad; pero el absolutismo de Vds. había sido tan rematadamente malo, que en los liberales del trienio famoso podía haber crueldad, ambición, rapacidad, venganza, imprudencia y aun dosis no pequeña de tontería... podían aquellos benditos avanzar hasta un grado extremo en la escala de estos defectos, sin temor de llegar nunca, no digo a superar, pero ni siquiera a igualar a sus antecesores».

Así mismo me lo dijo, y se quedó tan fresco.