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Mendizábal/XV

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XV

A los pocos momentos de quedarse solo Calpena en el despacho, entró Iglesias por la puerta interior, que comunicaba con la Secretaría. «En nombrando al ruin de Roma... No hace diez minutos, querido Nicomedes, que le recordábamos a usted».

-No sería para hablar mal.

-De ningún modo. Al contrario...

-Hace un siglo que no nos vemos, amigo Calpena. Ayer y hoy no he comido en casa. Tenemos usted y yo las horas encontradas, y lo siento, porque en estas circunstancias me conviene verle a usted con frecuencia. Por eso he venido.

-Estoy a sus órdenes.

-Ya sé -dijo Nicomedes dejando sobre la mesa su sombrero, que era de última moda, cilíndrico, enorme, un soberbio tubo de chimenea con alas planas-, ya sé que el Presidente le quiere a usted mucho... Eso se llama caer de pie. Usted es de los que se lo encuentran todo hecho. Bien haya quien tiene el padre alcalde... Pues yo, contando con su amabilidad, venía...

-Siéntese el buen Iglesias, y dígame en qué puedo servirle.

Sentose Nicomedes, y pasándose la mano por las melenas, que eran largas y copudas, parecía inquieto, caviloso, extenuado por el insomnio y las ansiedades de la ambición.

«Quisiera que el simpático Calpena, sin faltar lo más mínimo a la reserva que le impone su cargo en la Secretaría particular... ¡cuidado, que no trato de poner a prueba su discreción...!, pues quisiera que usted me dijese si ha escrito a D. Juan Álvarez en favor mío...».

-¿Quién? Supongo que será recomendación para las elecciones.

-Justo. Pues se comprometió a escribir al Presidente, recomendándome con toda eficacia, imponiéndome más bien, quien menos puede usted figurarse.

-¿Caballero, Trueba y Cossío?

-Esos son amigos míos, y bastante tienen con manipular su elección, el uno en Cuenca, el otro en Santander. A mí me habían prometido incluirme en la candidatura de Murcia. Quiroga me aseguró que allí me votarían hasta las piedras. Luego resulta que no las piedras, sino los electores, votan a Escalante. Al fin, me refugié en Villafranca del Bierzo, donde tengo algunos elementos.

-Por ese lado, Argüelles influye, también D. Martín...

-No cuento con esos... Ofreció apoyarme... vuelvo a decirlo, quien menos puede sospechar... En este juego de la política, los extremos se tocan. Pues me apadrina D. Francisco Martínez de la Rosa, es decir, prometió hacerlo... en virtud de concesiones mutuas que acordamos en Tepa, interviniendo por los moderados Ramón Narváez; por nosotros, mi amigo Palarea.

-Ya... comprendo... Y usted quiere saber si Martínez de la Rosa ha escrito... Lo ignoro: si algo supiera se lo diría, pues en ello no veo deslealtad. Por mi mano no ha pasado carta de D. Francisco; y si D. Juan la ha recibido, habrala contestado por sí propio.

-¿Y su compañero de usted, ese viejo cegato...?

-No sé nada. Es hombre muy reservado.

-Bueno: desde ayer sospecho que esos malditos anilleros nos engañan. Siempre han sido lo mismo. Cuando están fuera del poder, nos buscan, nos agasajan, se arriman a la exaltación... Otra cosa: ¿No recuerda usted si entre las recomendaciones de candidatos, que hace diariamente este buen señor a Don Martín de los Heros, ha ido mi nombre?

-Tampoco lo recuerdo.

-Voy creyendo que Heros me engaña también. No puede esperarse otra cosa de quien no tiene iniciativa ni criterio para nada. Tanto a él como a Becerra les trata este señor como a criados.

-Pues mire usted -indicó Calpena esforzándose en hacer memoria-, yo tengo idea de haber visto el nombre de usted en alguna de las cartas que me ha dado D. Juan para contestarlas...

-A ver si recuerda, hombre, a ver si recuerda... -dijo Iglesias aproximando su silla para poder hablar en voz más queda-. ¿Sería en una carta de D. Fernando Muñoz?...

-¿El marido de la Reina? No... D. Fernando estuvo aquí una noche, y habló con el Presidente, lo que no tiene nada de particular, y por eso puedo decirlo.

-¿Y no ha pasado por aquí una carta de D. Juan Muñoz, Padre jesuita, hermano de D. Fernando? Me consta que le suplicó se interesase en favor mío la persona que le salvó la vida en el colegio de San Isidro el día del degüello, en Julio de 1834.

-Tampoco he visto carta alguna de ese señor jesuita.

-Pues no dudo que su hermano habrá dicho algo a Mendizábal. Sepa usted que en Palacio, de tiempo en tiempo, echan una mirada a la exaltación, y nos halagan para que no extrememos la guerra. Decididamente hemos vuelto la espalda al señor Dracón, que no nos sirve para nada. Ya sabe usted que en el actual momento histórico Doña Carlota y su hermana están a matar.

-No sabía... La verdad, me fijo poco en intrigas palatinas. Creo que mucho de lo que se cuenta es falso, embustes fraguados a gusto del que los pone en circulación.

-Lo que digo es el Evangelio. Están a matar... Nosotros hemos abandonado a la Carlota, y apoyando por el momento a Cristina, trabajamos en el extranjero para evitar la protección que dan a D. Carlos los legitimistas y vendeanos. Mendizábal hace la misma política: no me dirá usted que no escribe cartas a la hermana de estas señoras, Carolina, Duquesa de Berry.

-Nada sé, amigo mío -declaró Calpena, comprendiendo al fin que debía refugiarse en la discreción, y evitar revelaciones inconvenientes.

-Pues bien: decidido a minar la tierra para ocupar el lugar que me corresponde en el Estamento, y viéndome abandonado por algunos amigos, vendido por otros, por ninguno apoyado resueltamente, he pegado un brinco horroroso, solicitando el apoyo de un legitimista francés de gran empuje, para que recabe de la Duquesa de Berry una expresiva recomendación...

-Y ese legitimista es el señor Conde de la Pommeraye, ayudante que fue del Duque de Angulema. Ha escrito a Mendizábal; pero no hace referencia a la de Berry, y se limita a dar las gracias por el reconocimiento que se le ha hecho de varias cruces concedidas el año 23, asunto que quedó suspenso por error, o por olvido de ciertos trámites...

-Me consta que a la de Berry debe el de la Pommeraye que le hayan reconocido dos cruces pensionadas. Lo sé: es amigo de mi familia. Mi tío Andrés le salvó la vida en el ataque y toma de Pasajes... Por lo visto, usted no puede o no quiere darme ninguna luz. Cada día me afirmo más en la idea de que todos me abandonan, de que nadie se interesa por mí... ¡Y esto le pasa al hombre que ha consagrado toda su inteligencia, su vida toda, a la idea revolucionaria, a la redención de este pueblo... ¡Mátese usted, reviéntese, padezca hambres y persecuciones por la regeneración de un país, por ennoblecerle, por desasnarle, por sacarle de las uñas de la feroz tiranía... y cuando cree recibir el premio de su servicio, cuando usted humildemente dice a ese país: «Dame tu representación, dame tus poderes, pues quiero desgañitarme en tu defensa», vese usted desatendido, menospreciado, tratado como un loco... ¡Oh, esto no puede ser, esto clama al cielo!

Dio un porrazo en la mesa el iracundo Nicomedes, y se levantó, irguiéndose con fiera majestad y sacudiendo la melena. Quiso calmarle D. Fernando con frases de esperanza: «No desmaye usted tan pronto. Si no es ahora, otra vez será».

-Lo mismo me dijeron en las primeras Cortes del Estatuto... No, no he nacido yo para vestir imágenes... ni aun la imagen de la Libertad. No, ya no espero nada... La culpa tiene quien se desvive por sus ideas, olvidando que ha nacido en la tierra de la ingratitud... Créame usted, los carlistas lo entienden. Van tras de su objeto espada en mano; persiguen la realidad a sangre y fuego. Esos no se andan con remilgos, ni fían su éxito a las amistades, ni a los hinchados discursos, ni a recomendaciones impertinentes. ¡Hierro, y nada más que hierro!... Mientras nosotros no hagamos lo mismo, no iremos a ninguna parte.

Y cogiendo el enorme sombrero con tanta violencia, que a punto estuvo de romperle el ala (¡lástima grande, pues lo había comprado aquel día!), se lo encasquetó sobre la melena, diciendo: «Yo le aseguro a usted, querido Fernando, que me la pagan... ¡vaya si me la pagan!...».

Despidiéndole en la puerta, tuvo Calpena una idea feliz: «¿Por qué no se decide usted a hablar con el propio Mendizábal? El llanto sobre el difunto. Pídale usted audiencia ahora mismo».

-Ya hemos hablado... Me recibirá muy atento. A buenas palabras no le gana nadie. Pero todo se queda en agua de cerrajas... Déjele usted... déjele. Fracasará por no rodearse de los verdaderos patriotas... Morirá a manos de los santones... ¡Que muera, que se hunda!...

En aquel punto entró Milagro con un puñado de cartas, y preguntándole Calpena si el Presidente estaba solo, dijo que en aquel momento acababan de entrar D. Agustín Argüelles y D. Ramón de Calatrava.

«Ahí tiene a todo el santonismo -dijo Iglesias con sarcasmo-. Vienen a tomarle medida del féretro... y a cortarle los pies bonitos para que quepa... Es muy grandón D. Juan Álvarez Mendizábal... Pero quizás lo que le sobra no es por abajo, sino por arriba... Señores, conservarse».

No pudieron entretenerse los dos amigos en conversaciones, porque al punto se enfrascaron en el trabajo, que no era flojo aquel día. Milagro dio a su compañero algunas cartas, indicándole el sentido de la contestación, y al instante humilló su flácido rostro, paseando la punta de la nariz sobre el papel, al propio tiempo que la pluma. Contestó Calpena varias cartas de pura cortesía, de esas que no dicen nada y formulan vagas promesas, con arreglo al patrón usual en las secretarías familiares de los señores Ministros. Toda la tarde se la pasó el de Hacienda en conciliábulos con prohombres, en firmar asuntos importantísimos de Deuda, de Aduanas, algunos nombramientos, y en repasar el proyecto de discurso que había de leer la Reina en la próxima apertura de los Estamentos. A última hora llamó a Milagro. Dejando a un lado la política y apartando de sí todo el papelorio que delante tenía, se dispuso a despachar un asunto privado, que sin duda le causaba inquietud y fastidio, a juzgar por el tono con que dijo a su escribiente: «Otra vez esa pejiguera. Oiga, señor Milagro: mañana me hará usted el mismo favor del mes pasado».

-A las órdenes de Vuecencia.

-Nada: que esa maldita jorobada, que Dios confunda, ha vuelto a pedirme dinero. Y no tengo más remedio que mandárselo, aunque voy pensando que hay en esto mucho de socaliña... ¡Pobre Negretti! Como usted la conoce y trabaja en su casa, me hará el obsequio de llevarle esta cantidad que me pide... Vea usted qué letra y qué estilo... Cuide de hacerle firmar el recibo en la misma forma de la otra vez... «He recibido del Sr. Tal... testamentario del Sr. Negretti... la cantidad de tal, importe de alimentos y demás de...».

-Descuide Vuecencia...

-Es un asunto que me desagrada, y en la posición que ahora ocupo, francamente, no me convienen estos tratos, aunque, bien mirada, la cosa es sencillísima, y nada tiene de particular... Usted, como buen gaditano, conocería al pobre Negretti.

-Sí, señor... Tratante en pedrerías y en metales preciosos. Si no recuerdo mal, era corso.

-No: hijo de padre corso. Oiría usted contar que en uno de sus viajes a Inglaterra conoció a la Montefiori. ¿Sabe usted quién era? Una mujer de historia, muy guapa, francesa o italiana, no lo sé a punto fijo, ni creo que lo supo nadie.

-Algo me contaron...

-A lo tonto, a lo tonto, empezando por galanteos de esos que allí, como en París, son la aventura de un día, o de una semana, sin consecuencias, Negretti se enamoró perdidamente de aquella prójima... Y a tanto llegó la ceguera del hombre, que se casó con ella. Crea usted que el día que me lo dijo, por poco le mato. De nada valieron los consejos, las exhortaciones de sus buenos amigos. Jenaro sentía el vértigo, y se arrojó a la sima.

-Ya, ya recuerdo la historia... Su mujer murió.

-Asesinada, al salir de un baile en Vauxhall, un sitio que hay en Londres, a donde concurre todo el mujerío... ya me entiende usted...

-Comprendo... mujeres guapas... pues... Esa señora dejó una niña.

-Que recogió Negretti, poniéndola en casa de los Montefioris de Halton Garden, una calle de Londres donde está todo el comercio de pedrería. A la muerte de Jenaro, la niña, por disposición testamentaria de este, fue puesta al cuidado del Montefiori de Mallorca, y luego de Zahón y Negretti.

-Y ha quedado al fin bajo el poder de Doña Jacoba, donde ahora se halla. La conozco, señor.

-¿Qué tal es la chica? No la he visto desde que tenía tres años.

-Señor -respondió Milagro dando un suspiro-, Aurorita es preciosa...

-Sale a su madre, que era una divinidad -dijo el gran Mendizábal. Y se le encandilaron los ojos cuando repitió-: Es preciosa la niña...

-Pero muy revoltosa, señor... el carácter más desconcertado que Vuecencia puede imaginar.

-Tiene a quien salir... Pues bien, Negretti dejó en mi poder todo su dinero... No crea usted, pasa de un millón de reales lo que tenía, y con su fortuna me dejó el encargo de atender a la chiquilla durante su menor edad... Ello es enojoso, mayormente hallándose la joven en poder de los Zahones, de quienes tengo malas noticias.

-Puedo asegurar a Vuecencia que la niña de Negretti está muy mal educada y tiene los demonios en el cuerpo; pero merece vivir en mejor compañía, y yo sé que no ha de faltar quien la cuide, con el emolumento que percibe la urraca de Doña Jacoba.

-Autorizado estoy -indicó D. Juan Álvarez, distrayéndose ya de aquel asunto y empezando a pensar en cosas de más importancia-, para confiarla a otras personas de la familia; y si averiguar pudiera dónde ha ido a parar Ildefonso Negretti, que se estableció en Bayona, también en joyería, allá por el año 26, de seguro... En fin, señor Milagro, quedamos en que llevará usted a esa señora... Vea la nota, y aquí tiene el dinero... Cuidado con el recibo en regla... Y pueden ustedes retirarse... Yo me voy también, que hoy ha sido día de prueba.