Mendizábal/XXII
XXII
Todos los biógrafos del insigne Milagro están acordes en afirmar que al salir este de casa de la Zahón para dirigirse con inseguro paso a la suya, quitose el sombrero y con él se abanicó, ávido de frescura y de bañar en aire limpio sus sienes abrasadas, su cráneo sudoroso. Y añaden que con el aire y el ejercicio se le aclararon de tal modo las entendederas, que al atravesar la plazuela de Provincia, camino de la Concepción Jerónima, donde vivía, empezó a sentir en su conciencia la garrafal tontería que a propósito del señorito Calpena se había dejado decir, bajo la acción tóxica del nunca bastante maldecido curaçao... «¿Pero he dicho yo esa barbaridad, Señor? -pensaba, parándose y mirando al cielo-. ¿Lo habré soñado?... No, no; lo he dicho... aún me parece que estoy oyendo cuando solté el trueno gordo, cuando afirmé que Mendizábal... ¡Jesús!... y nada menos que una reina... Vamos, que me daría una tremenda bofetada en castigo de tanta necedad, de tanta estupidez... ¡Una reina... Mendizábal!... ¡Válgame Jesús bendito! ¡Que un hombre formal como tú, oh Milagro, haya repetido, dándolo por cosa verídica, esos ridículos dicharachos con que se mata el tiempo en las oficinas!... Pues digo, si el señor Ministro se entera de que yo... ¡Válgame mi santo Patriarca...!». Al pensar esto, se le erizaron sobre el cráneo los escasos cabellos que poseía... Consternado, intentó volver a la calle de Milaneses para desdecirse de todos aquellos embustes que no eran más que cháchara insubstancial de gente ociosa y frívola; pero no se determinó a desandar el camino, juzgando muy oportunamente que peor era meneallo. Siguió, pues, hacia su vivienda, haciendo propósito de rectificar serenamente, en noches sucesivas, los groseros dislates de aquella noche, y se recogió taciturno, caviloso. Su mujer le sintió desvelado, dando suspiros y pronunciando monosílabos con que a sí propio se ponía de oro y azul. ¡Infeliz Milagro!
Embebidos en su amorosa charla, los amantes no repararon en la salida de D. José, que les dijo «¡adiós!» desde la puerta del gabinete; ni se cuidaban de ser vistos u oídos por Doña Jacoba, que hablando permanecía con el diamantista, entre cabezadas. Habían alzado, sin darse de ello cuenta, una valla anchísima entre su pasión y el mundo, y nada temían; la pasión crecía por momentos, como una enfermedad fulminante, y a las pocas horas de iniciada, ya no cabía dentro de la reducida esfera del secreto: se salía, se ensanchaba, quería ser patente a los ojos extraños, o por lo menos no temía ser lo bastante poderosa en sí para afrontar la opinión y cuantos obstáculos esta le ofreciera. Mejor que el narrador lo expresaban ellos mismos: «Antes de verte, antes de esta noche bonita -decía Aura-, yo, sin saber por qué, tenía la seguridad de que no estaba sola en el mundo. Cuando te vi, se me quitó de encima del alma el peso terrible de mi soledad». Y él: «¡De ayer a hoy, qué abismo! Ayer iba tras de tu sombra; hoy te poseo... Había de llegar, puesto que hay Dios, este divino abrazo de nuestras almas». Y por aquí seguían, en un vértigo de fogoso idealismo, locos, ávidos de amplificar cada concepto con otro más apasionado y sutil.
Viendo que Maturana se ponía en pie, Calpena hizo lo mismo, y dijo a su amante, consternado: «Horror de los horrores. D. Carlos se despide. También yo tendré que retirarme...».
-Mañana volveremos a vemos... lo más temprano posible.
-¡Mañana!, es muy lejano eso...
La mujer, en lances de pasión, posee más iniciativa y más arbitrios que el hombre. En voz muy baja propuso Aura algo que Calpena oyó con alegría. Cuchichearon... Despidiéronse luego en alta voz. Al poco rato, Doña Jacoba le daba al Sr. D. Fernando la venia para retirarse, y con afectuosos apretones de manos le ofrecía su casa, y le rogaba que viniese a honrarla con toda la frecuencia que le permitieran sus obligaciones al lado del señor Ministro. Juntos salieron el joven y Maturana; separáronse en la esquina de la calle de Santiago; vivía el diamantista en una de las casitas del Patrimonio, plaza de la Armería, junto a la casa de Pajes.
Consta en las monografías del buen Maturana que en el trayecto hasta su domicilio se agarró más de una vez a las paredes para no medir el suelo; y algún biógrafo añade que hubo de subir a gatas la corta escalera de su casa, y que se acostó al instante, muy arrepentido de sus recientes abusivas relaciones con el curaçao. «No está bien, no está bien -decía, desnudándose al revés, quitándose las botas antes que el sombrero, y las medias antes que la corbata-. Un artífice, un tasador no debe... no, señor... Es muy expuesto...». Felizmente, era en él añeja costumbre no aceptar invitación o cena o merienda cuando llevaba en su cartera piedras de valor. Aquella noche no llevaba nada. Tardó en dormirse, y daba vueltas en su abrasado cerebro a las ideas sugeridas por Milagro: «¡Vaya con D. Juan Álvarez!... No hay grande hombre que no tenga sus enredos... Ya, ya se ve claro por qué arrambla todos los bienes del clero, que no es flojo botín. Naturalmente, ese dineral lo quiere para sí. Parece tonto, y pide para las ánimas... ¡Tremendas hormigas nos trae Dios acá! Bueno, hombre, bueno: cójase usted media España, y constituya un reino para el niño, para ese hijo de reina... Y ya veo a dónde va a parar con eso de coger todas las campanas de las iglesias y monasterios. Hará un palacio de bronce, todo de bronce, en el que las pisadas de los que entran y salen suenen como campanadas... ¡Ji, ji!... ¡Qué extraño!... el palacio del sonido... tin, tan... Otra: lo mejor sería que afanase las innumerables alhajas de las Santísimas Vírgenes y toda la plata y oro de las reverendas catedrales, echándolo al mercado... ¡Por Belcebú, qué negocio, qué pujas!... No quiero pensarlo. De Londres, de Amsterdam y de Francfort vendrá la nube de marchantes... Mucho ojo, Maturana... ¡Por San Carojulián bendito, no te descuides!... Y tiene que venir, tiene que sacarse a subasta. Porque todo, digo yo, no ha de ser para el niño...».
El niño, el hijo de la reina, se paseaba en la inmediata calle de Santiago. Aura le había dicho: «Mi habitación corresponde al último de los tres balcones por la otra calle. Cuando Jacoba duerma, me asomaré». El hombre hacía su centinela entre las esquinas del Bonetillo y de Mesón de Paños, temeroso de perder, si se alejaba, el sublime momento en que su amada en el balcón apareciese. La noche era obscura; dieron las doce en el reloj de Palacio; no se veía por allí más gente que las pocas mujeres que entraban por el Bonetillo y se deslizaban calle abajo, y algún hombre que en la misma dirección iba, o hacia las tabernas de la plaza de Herradores. El sereno se hacía presente por la luz de su farolillo, allá junto a los altos muros de San Felipe Neri.
Media hora pasó Calpena en gran ansiedad, recelando que Doña Jacoba, enterada del propósito de los amantes, lo estorbase encerrando a la dama o conminándola con algún castigo. Paseo arriba, paseo abajo, sin quitar ojo del balcón, pensaba en aquella su mudanza súbita, tan semejante a la explosión de un volcán. Toda su vida era nueva; todas sus ideas habían cambiado, dispersándose las de ayer y entrando con empuje dominante las de hoy. Ningún sentimiento de los de ayer, refiérase a la política, a los amigos, a la sociedad, en él persistía. De aquel espacio luminoso, donde flotaba la ideal imagen de Aura, venían nuevos conceptos de todas las cosas. Impaciente por la tardanza de ella, ni por un momento pensó que pudiera burlarle: tenía confianza absoluta en su firmeza y lealtad. Tampoco le amargó la sospecha de que Aura hubiese conocido el amor antes de conocerle a él. Era mujer nueva, como la esposa de Adán. Dios les había criado destinándoles el uno al otro, y no estaba en el orden del universo que hubiesen precedido al feliz hallazgo otros encuentros, ni aun siquiera fortuitos y sin importancia. Tal era su ardor ciego y entusiasta, tal su fe en aquella felicísima obra de integración, dispuesta por el destino de ambos.
Al fin... oyó ruido en el balcón, y apareciose en él una forma blanca. Era principal el cuarto, y la distancia entre el balcón y la calle como de cuatro varas. Arrimose el galán a la pared, y Aura echaba medio cuerpo fuera del antepecho, doblándose como un junco, para que el espacio entre las enamoradas voces fuese lo más corto posible. Explicó primero su tardanza, motivada por lo que Jacoba tardara en dormirse, a causa de sus dolores, siendo preciso darle friegas y ponerle bayetas calientes. Ya parecía dormida, y Lopresti, fiel esclavo, quedaba encargado de la centinela, para avisar en caso de que la enferma remusgara. Recayó luego la conversación en un punto interesantísimo: «¿Tú quién eres? Conozco en ti al hombre que quiero, y me basta. Pero deseo saber quién eres para los demás. Lo mismo me da que seas noble, que seas plebeyo, que seas mucho, que no seas nada, pues siendo para mí el único, me basta... ¿Te enteras bien de lo que te pregunto?».
-Sí, vida y gloria mía... Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de la protección misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro?
Contó en seguida concisamente su vida toda: su crianza en Vera, lo del padrino, la estancia en París, la traslación a Madrid y todo lo demás que ya se sabe, poniendo en su relato tal sinceridad y sencillez, que Aura se embelesaba oyéndole; y si no estuviera enamorada hasta la médula, es de creer que sólo con aquella historia tan poética y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. Refirió ella que no había conocido a su padre ni a su madre: habíanla criado parientes egoístas que jamás la demostraron vivo afecto. Creíase sola en el mundo, hasta que Dios le deparó el compañero de su existencia, su salvador, su única familia. ¡Qué hermosura ser los dos solos en sí, reconocerse en medio de los espacios de la vida, como pajarito y pajarita que se encuentran en la espesura de la selva, y, saludándose con sus piquitos, se unen para siempre! No faltaba sino que se declararan libres, sin más obligaciones que las que cada uno para con el otro había contraído, por vía de unión divina, como si Dios les echara un lazo y les dijera lo que dicen los curas cuando casan. De pronto, Aura tuvo una idea, y la expresó al instante con infantil candidez: «¿No sabes?... Como aún no hemos tenido tiempo de decirnos todas las cosas, no te has enterado de que yo soy rica. Sí, hijo, sí. ¿Pensabas que éramos nosotros unos pobrecitos, dejados de la mano de Dios? Mi padre, Jenaro Negretti, dejó mucho dinero. Lo tiene guardado el Sr. de Mendizábal, que es quien le da a Jacoba para mis gastos... Con que ya ves. No hay que apurarse... Estamos en grande, y seremos los reyes del mundo».
-Pues yo -dijo el amante con tristeza- soy pobre: nada tengo; pero no me faltan alientos, ni tampoco, creo yo, disposiciones para trabajar... También te digo una cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como caída del cielo, una fortuna grande... Se han dado casos: yo he leído de algunos casos...
-Pues si sale lo que esperas, ¡oh Dios mío, cuánta felicidad!... Eso sería lo más lindo del mundo. Resultaríamos en posesión de unos dinerales que no nos harían maldita falta... Si quieres que te diga la verdad, a mí no me hace dichosa el dinero, ni creo que sirvan las riquezas más que para disgustos. Con poseerte a ti me basta; y si mañana viniera el señor Mendizábal y me dijera: «niña, no tienes ni un maravedí», yo me quedaría tan fresca. ¿Y tú?
-Pienso como tú piensas, y siento todo lo que tú sientes... Quien nos ha puesto hoy el uno junto al otro, se cuidaría de darnos lo necesario, si por nuestra parte no lo tuviéramos. Es hermosísimo, sí, lanzarse a la vida sin más alas que las inmensas del amor. Somos jóvenes, nos adoramos... Esto es la suma dicha. ¡Qué bueno es Dios!, ¡y la Naturaleza qué hermosa!, ¡y nosotros, qué bien hicimos en nacer!... Si tú o yo nos hubiéramos quedado por allá, ¡qué insigne tontería habríamos hecho!
-Es verdad; porque no naciendo, ¿cómo podría yo quererte con toda mi alma?
-Oye otra cosa, vida mía... Si te parece, nos casaremos pronto, muy pronto.
-Sí, sí -dijo Aura con tan vivo movimiento de inclinación, que pareció querer arrojarse a la calle-. ¿Cuándo?
-Pronto. Mañana...
-¿Mañana?... ¿Y hoy por qué no?... ¡Pero qué tonta soy! Eso no puede determinarse así en días, en horas. Tengamos paciencia y formalidad. Lo que acabo de decir es muy desvergonzado. ¿Me lo perdonas?
-Pues si el hoy te parece demasiado presuroso, diré: ahora mismo.
-Quita allá, hombre... ¿Acaso el casarse es cosa de un soplo? No, niño mío, no seas tan arrebatado. Ten juicio. Pues apenas hay que preparar cosas: ropa, papeles, y, ante todo, casa.
-¡Casa! Tenemos el mundo por nuestro... Dime -añadió el galán, casi loco ya, señalando hacia la bóveda celeste-, ¿te gusta ese techo?
-Es precioso... Pero ahora, desde que te quiero, todo me parece cielo, y la obscuridad claridad, y la noche tan bonita como el día, casi más, y Jacoba me parece amable, y todas las personas muy buenas... Pero tengamos calma, y esperemos.
-Sí, esperemos. ¿Qué nos importa retrasar la felicidad, si la tenemos segura, si es nuestra ya?
Asaltado de una idea triste, cosa natural en aquella irradiación de ventura, Calpena no vaciló en expresarla: «Dime, amor mío, si Jacoba, que me parece persona egoísta... no sé en qué me fundo; pero me lo parece...».
-Y lo es: tú tienes mucho talento y todo lo aciertas. Sigue.
-Pues si Jacoba, y lo mismo podría decir de otro cualquier pariente tuyo, se opusiese, por móviles de interés, a que nosotros nos amáramos: no, no, a eso no pueden oponerse... quiero decir, que se opongan a que nos casemos...
-Eso no puede ser... porque nosotros saltaríamos por encima de todas sus artimañas, y pisoteándoles nos juntaríamos y nos casaríamos, ¿sí?
-Pero suponte tú que contra toda nuestra buena voluntad y contra las energías de nuestra pasión, lograran separarnos, imposibilitarnos materialmente de...
-No, no puede ser, no será -dijo la enamorada con expresión de voluntad tenacísima-. ¡Pues si Jacoba fuera tan mala que...! No, no quiero pensarlo.
-¿Qué harías?
Aura se irguió, y apretando en su nervioso puño, con fuerza de mujer furiosa, el hierro del balcón, dijo: «¡La mataría!».
-No, no tendrías que tomarte ese trabajo, mi bien, mi vida, mi encanto, porque antes la habría matado yo.
-Y luego iríamos juntos al presidio, ¿sí?
-No pensemos en eso, que no ha de suceder. Yo digo: ¡qué más querrá Jacoba...!
-Claro: ¡qué más querrá ella! No te creas, Jacoba es buena, siempre que no la arrastra a la maldad la infame codicia. Por un brillante de buenas aguas, o por una docena de turquesas de roca vieja, sería capaz de sacrificar a su padre.
A todas estas se les iba pasando la noche. Las primeras claridades del alba trajeron a la calle alguna gente de los mercados próximos, y el sereno pasó varias veces, dirigiendo a Calpena miradas recelosas. Aquí y allá sonaban porrazos; los gallos del comercio de aves en la calle de la Caza cantaban anunciando el día. Sobre esto llamó Calpena la atención de Aura, indicándole con pena que ya era hora de retirarse.
«¿Qué prisa todavía?... Esos pobres gallos enjaulados están tan aburridos por la falta de libertad, que anuncian la aurora antes de tiempo».
-Ya es de día... ¿No lo ves?
-¿Y qué? Mejor. Así podremos vernos las caras.
De improviso se abrió una de las puertas del piso bajo de la casa, y Calpena se vio sorprendido por un mozo, soñoliento, que salía con una escoba. Luego se abrieron dos puertas más: una cacharrería y un despacho de huevos. Imposible seguir más tiempo allí. Los hados fieros ordenaban la suspensión del coloquio dulcísimo, y que los amantes guardasen la ley del recato ante el público, pues cada cosa tiene su ocasión y lugar propios. ¡Bonita idea tendría de la señorita de Negretti el vecindario de Milaneses si la veía colgada al balcón, al amanecer de Dios, picoteando con su novio! Antes que ella comprendió él la inconveniencia de prolongar la alborada de amor, y así se lo dijo. Convenidos el cómo y cuándo de verse en el curso del día, Calpena se arrancó con esfuerzo del celestial muro. El día se recreaba iluminando con sus primeras claridades la ideal belleza de Aura, quien no se apartó del balcón hasta que hubo recibido el último saludo de D. Fernando. Se fue y volvió el galán como unas tres o cuatro veces, jugando al escondite en la esquina de la calle Mayor, hasta que al fin, siendo preciso poner término al juego... se arrancó de veras.