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Mendizábal/XXX

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XXX

No se abatía con los reveses el animoso espíritu de D. Juan Álvarez, ni por un tropiezo parlamentario, o por la defección de media docena de amigos a quienes tuvo por incondicionales, dejaba de creer que su buena estrella triunfaría de todo, llevándole al cumplimiento de las promesas hechas a la Nación. La confianza en sí mismo no le abandonaba nunca. Formábanla el conocimiento de las energías que atesoraba su voluntad, y los recuerdos de sus éxitos anteriores, todo ello amalgamado con un poquito de soberbia. En su gigantesca estatura, que dominaba los cuerpecillos de sus compañeros de Estatuto, como el alto ciprés a los helechos humildes, veía un simbolismo de la supremacía de su voluntad. Fe ciega tenía en su entendimiento, más fecundo en recursos sagaces, en mañosos ardides que en concepciones hondas. Verdad que la política de entonces, como la de ahora, no era terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia: era un arte de triquiñuelas y de marrullerías. En la oposición sí desplegaban los políticos una ideación fastuosa, con carácter teórico, que deslumbraba a los papanatas del partido y a la parte de opinión neutral que toma en serio las batallas oratorias, comúnmente sin sacar nada en limpio de ellas; pero gobernando no eran más que unos pobres caciques, unos manipuladores más o menos hábiles del teclado de la cosa pública, en pro de intereses siempre inferiores a los supremos de la Nación.

Cierto que Mendizábal tuvo alguna idea grande, y que su ambición, en vez de limitarse, como la de otros, a prolongar todo lo posible las maniobras caciquiles, picaba en los altos fines nacionales; pero no le asistió la inteligencia en proporción de la magnitud de su deseo. Buena es la fecundidad en arbitrios, buenos el ingenio y la travesura; pero el perfecto hombre de Estado, rara avis, debe unir a tales dotes otras de carácter sintético. La vista de Mendizábal solía percibir los remotos ideales; pero no discernía bien el camino para llegar a ellos, no poseía la completa y audaz visión del hombre de Estado, el cual necesita saber mirar, sin cegarse, lo mismo al sol que al polvo.

Las trapatiestas parlamentarias de la ley electoral, que terminaron con la derrota de D. Juan de Dios, y el compromiso de proponer a la Reina la disolución de los Estamentos, quebrantaron los ánimos del primer Ministro. Verdad que la batalla había sido ruda. La cuestión electoral fue entregada sin detenido estudio a las iniciativas de una ponencia, compuesta de cinco procuradores mal elegidos. Todo era desconcierto, imprevisión, ignorancia de los métodos de gobernar. Salió, pues un grande cien-pies, que veían con gozo los moderados. En el partido de Mendizábal no faltaba gente práctica; pero no supo o no quiso prestarle ayuda, ilustrándole en el procedimiento parlamentario para sacar adelante las leyes, y el hombre pasó las de Caín en una mortal semana de estériles y rencorosos debates. Sobre si la elección debía ser directa o indirecta, por provincias o por distritos, sobre si se daría o no voto a las capacidades, estuvieron aquellos hombres, como locos, agotando toda la retórica insubstancial que viene siendo la función abusiva de los cerebros políticos, y ha concluido por esterilizarlos.

No tuvo más remedio el Jefe del Gabinete, al término de esta desdichada campaña, que disolver los Estamentos. La Reina no le puso obstáculos, y Próceres y Procuradores fueron mandados a sus casas. En la brega perdió D. Juan y Medio la amistad de sus dos más ardientes defensores, Istúriz y Alcalá Galiano, en quienes ya, desde Diciembre, se columbraban las ganitas de formar rancho aparte; juego escénico que ha llegado a constituir el resorte más rutinario y más amanerado de nuestra fastidiosa comedia política. Aunque a Mendizábal le llegó al alma esta defección, no por eso se acobardó, y aún soñaba con que el nuevo Estamento le proporcionara medios eficaces de realizar sus grandes propósitos. Pero si no desmayaba en sus alientos y ambiciones, físicamente se sentía fatigado, pues la tarea de los últimos días de Enero y de los comienzos de Febrero fue para rendir a un gigante. Bien se le traslucía el cansancio en la palidez del rostro, y también en la inclinación de su cuerpo, ya no tan espigado como cuando nos vino de Inglaterra radiante de esperanzas. El buen señor propendía más a la meditación; gustaba de la soledad, donde pudiese ahondar en los graves problemas que la realización le ofrecía; mostraba menos confianza en las personas circunstantes, y un poquito de asco de la adulación, de aquel incienso continuo con que algunos se recomendaban a su benevolencia. En tal situación moral y física le encontramos una noche en su despacho, a hora muy alta de la noche, engolfado en diversos asuntos apremiantes, queriendo resolverlos todos, y aplicando desordenadamente su atención a este y al otro con voluble inquietud. Había comido en casa de Seoane, retirándose después a su Ministerio con varios amigos, a quienes despidió para poder trabajar. Deslizábase el tiempo entre la actividad febril y súbitas caídas en la sima de la meditación. Escribía, soltaba la pluma, revolvía papeles. Su pensamiento iba de un asunto a otro, ondulante, vagabundo, como mariposa que no sabe en qué flor quedarse. A lo mejor se posaba en una idea y en ella permanecía, perdiéndose en un discurrir opaco, dulce imaginar que casi tocaba en la somnolencia.

«Este Córdoba... este Córdoba... -decía entre dientes escribiendo al General en jefe del ejército del Norte-. ¿Será cierto que es la clave de la situación? ¿Será cierto que vivimos en el Gobierno porque nos tolera, y que moriremos cuando se canse de vernos vivos?». Y luego escribía, interrumpiéndose a menudo para pensar los conceptos, cosa nueva en él, pues comúnmente enjaretaba un largo escrito, como el buen nadador que aguanta mucho tiempo en las profundidades sin tomar aliento. Antes de terminar la carta al General, la dejó para leer párrafos de otras ya leídas, que quería recordar... Y de pronto contemplaba con vago mirar un montoncito de cartas que aún no habían sido abiertas: las removía, se fijaba en los sobrescritos... Apareció de pronto un portero con dos más, y al poco rato volvió con otra carta que dejó sobre la mesa, sin que el señor Ministro se dignara mirarla.

Cerrando por fin los pliegos para Córdoba, cayó la mente de D. Juan en un sombrío bache de ideas que le tuvieron suspenso, fija la vista en los diferentes papeles que en la mesa había, sin ver nada. He aquí lo que pensaba: «Olózaga acaba de decírmelo, y no me decido a creerlo... En Palacio están hartos de mí... estoy caído ya... Gobierno aún porque no han encontrado el modo, decoroso para ellos, de ponerme en la calle... Esto no puede ser. Olózaga es muy mal pensado, y tiene en la masa de la sangre el odio a los Borbones... La Reina me ha recibido hoy con visibles muestras de aprecio... ¿Pero quién se fía...? Será o no será sincera... ¡Dichosos reyes!... y nosotros medio locos aquí por defenderles, por sostenerles en el trono; nosotros muriendo para que ellos vivan... No, no es verdad que esté acordada mi caída, ni mi sustitución por Córdoba o Martínez de la Rosa. Creo en la lealtad de Córdoba... que en su última carta, concretándose a cosas militares, nada me dice de política... En Martínez lo creo... de Toreno todo lo temo; los fabricantes del Estatuto se mueren de tristeza lejos del poder... Los señoritos esos de la suprema inteligencia no acaban de persuadirse de que el país no existe exclusivamente para ellos... El país, señores del Anillo, no es un fraque hecho a vuestra medida... el país...». Estimulado al trabajo por un aguijonazo de su voluntad, pasó la vista por otra carta, y quiso contestarla; pero no tardó en distraerse de nuevo, pensando: «Debe de estar en lo cierto Olózaga... Como que me lo ha dicho también Seoane... El Sr. D. Fernando Muñoz, a quien Romero Alpuente llama con mucha gracia Fernando Octavo, no se recata para hablar pestes de mí: me llama déspota, y a Castroterreño le dijo que yo soy un Calígula... ¡Calígula!... Este buen señor sabe menos de historia que yo. ¡Llamarme Calígula porque me apoyo en la voluntad del pueblo, porque me inflama el amor del pueblo, porque con y para el pueblo me propongo llevar hasta el fin mis planes...! Aguárdese usted un poco, Sr. Muñoz, buen caballero y amigo mío. Gusta usted, según dicen, de acercarse a los corrillos de las tertulias aristocráticas y palatinas, y aplicar el oído y enterarse de lo que charlan, para dar traslado al Ama, como usted dice... Pues lléguese usted aquí y óigame esto que el Ama debe saber... Juan Álvarez Mendizábal ha caído en desgracia porque no quiere la cooperación francesa para terminar la guerra, porque no accede ni accederá a que Palacio nos traiga acá otro Duque de Angulema, que es lo que allí pretenden...». Rápidamente giraba de un punto a otro su pensamiento... La memoria le punzaba, haciendo dar a su atención un salto atrás. «Se me olvidó decir a Córdoba que no deje de poner diez mil bayonetas en el Baztán... explicarle los motivos por que prefiero la intervención inglesa a la francesa...». Y no tardó en enlazar esta idea con otra: «Williers me apoya, Williers no me falta. Bien claro me lo dijo anoche, añadiendo que no recele de Córdoba. Él y Córdoba son uña y carne. Se escriben todos los días... Pero me decía en París mi amigo Maury, el poeta, que no me fíe nunca de los diplomáticos. Esta noche, charlando en casa de Seoane, dijo aquel joven, secretario que fue de Ofalia, no recuerdo su nombre... dijo que Williers juega con dos cartas... Yo no hice caso... Confío en Williers. Su apoyo es sincero. ¡Que no tenga uno, en esta posición, un lente milagroso para ver las almas, para ver el pensamiento de los que nos hablan!».

Y divagando siempre, encontrose frente al Ama, y le dijo: «Señora Ama, para que Vuestra Majestad se ahorre el pretexto de que no hago nada, voy a demostrar ahora que no quiero que la posteridad ignore quién ha sido Mendizábal... Todo lo paso, menos que los niños de las escuelas, dentro de cincuenta años, pregunten: «¿Quién fue ese Mendizábal?...». Buscó en la mesa un papel que le habían traído poco antes para que lo examinara, por si deseaba corregir algo en él, y no hallándolo tan fácilmente como creía, se impacientó. «...Es mucho cuento... ¡Si lo tuve en mi mano hace dos minutos...! ¡Ah, no me negará la señora Reina que está influida por el Embajador de Francia...! Menudean las cartas del hijo de Igualdad... ¡Francia, Francia! De allí ha venido siempre la perdición de nuestros Reyes borbónicos... ¡Francia...! ¿Pero dónde lo he puesto, Señor...?, y de los de acá, Martínez es el inspirador de Vuestra Majestad. Reconozco realmente que Martínez es un hombre honrado... pero... padre del Estatuto, le molesta que mi personalidad anule su personalidad... Yo no he fabricado Estatutos, pero sé hacer países... yo no soy poeta; pero soy hacendista, y en este momento voy a cantar una oda, que no le cabe en la cabeza al Sr. Martínez... porque yo, Sr. Martínez, no sabré latín, pero sé... ¡Ah!, aquí está... ¿Pero dónde te habías metido, papel? ¿Quién te puso en este montoncito de las cartas de mujeres?...».

Fijó su atención en el largo escrito, y leyó cuidadosamente, recreándose en cada párrafo, en cada palabra, en cada letra. El preámbulo era frío, despiadado, cruel. El artículo 1.º, semejante a una inmensa hoz, decía con aterrador laconismo: «Quedan suprimidos todos los Monasterios, Conventos, Colegios, Congregaciones y demás casas de Comunidad o de instituto religioso de varones, inclusas las de clérigos regulares y las de las cuatro ordenes militares existentes en la Península, islas adyacentes y posesiones de España en África...».

Continuando la detenida lectura, algo hubo de encontrar en el artículo 5.º que no le gustaba. Trazó la enmienda entre líneas, y después de borrar y escribir de nuevo al margen, tiró de la campanilla. A poco de penetrar el portero y de recibir una breve orden del Ministro, presentose un señor de mezquina estatura, con anteojos de oro sobre el huesudo caballete de su nariz de trompa; traía en la mano un papel semejante al que D. Juan de Dios acababa de leer.

«Mire usted, Sánchez -le dijo el Ministro dándole el decreto-, hay que modificar la disposición referente a los conventos de monjas que deben quedar. No están claras las atribuciones de las Juntas que han de determinar el número de religiosas... Prevengamos las malas interpretaciones, los abusos. Vea usted cómo he redactado el párrafo segundo del artículo 5.º... Ponerlo todo en limpio y que lo vea Argüelles... Ese otro decreto (el que Sánchez le traía recién copiado), no necesita más enmienda. Perfectamente claro y preciso...». Recreose también en su texto, fríamente ejecutivo, revolucionario. Como quien no rompe un plato, el artículo 1.º decía: «Quedan declarados en venta, desde ahora, todos los bienes raíces de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las Comunidades y Corporaciones religiosas extinguidas, y los demás que hayan sido adjudicados a la nación por cualquier título o motivo, y también los que en adelante lo fueren, desde el acto de su adjudicación».

«¿No tenemos ya nada que corregir aquí?» -preguntó el de la aventajada nariz.

-Absolutamente nada.

-¿De modo que...?

-A la Gaceta con él...

-¡A la Gaceta! -replicó el funcionario, recogiendo de manos de su jefe el terrible documento.

-Daremos el otro dentro de unos días... Me lo trae usted mañana, puesto en limpio... Y ahora... Media noche ya... pueden ustedes retirarse... Yo me quedaré un rato más examinando esta correspondencia... Que se aguarde Milagro.

Volvió a quedarse solo; y tan grande excitación sentía, que tuvo que espaciar sus ideas y sacudir sus nervios, paseándose de largo a largo en la vasta pieza. «¡Para que digan que no hago nada!... ¡Qué revolución, qué colosal sacudimiento!... Entrego a la clase media... cuatro mil millones... ¿qué digo?, más, mucho más». Volvió a la mesa, y rápidamente trazó algunos números... «Seis, siete mil millones, y aún me quedo corto...». Mirando al espacio, quedose como en un embeleso dulce o embriaguez financiera... Su mente se lanzaba a las presunciones del porvenir, nadando en un océano tan revuelto como profundo, con olas de cifras cada vez más hinchadas...