Mendizábal/XXXIII

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XXXIII

¡Quién le había de decir a Fernando Calpena, cuando con un amigo vio representar el Antony en la Porte Saint-Martin, que aquel drama, que entonces le pareció afectado, mentiroso, uno de tantos artificios con que los dramaturgos amañados satisfacen el convencionalismo teatral, había de ajustarse, traducido al castellano, a la realidad de su pensamiento! El drama de Dumas, y el de Calpena, drama real, no se parecían en el asunto, aunque sí mucho en la enfática desesperación del héroe, no bien motivada, y en el ardor de su lenguaje. El odio a la sociedad no era en él más que una repercusión hueca del criollo de Dumas. En política había extremado bruscamente sus opiniones, simpatizando con los revolucionarios más ciegos y brutales. Para D. Fernando no tenían derecho a la permanencia ni el Gobierno aquel, ni otro semejante, ni el Trono mismo. La Familia Real, de cuyo seno había nacido una espantosa guerra, que llevaba trazas de no concluir nunca, tampoco debía continuar ligada a la suerte del país. Las disensiones entre los hijos de Carlos IV habían convertido a España en una inmensa jaula de locos furiosos. Por averiguar si debía reinar hembra o varón, se vertían ríos de sangre... Y no pareciéndoles bastante sangría a nuestros prohombres, todavía andaban a trastazos por si repartían las mercedes del presupuesto los negros o los blancos, los amarillos o los rojos. El propio Mendizábal, a quien siempre vio Calpena descollando sobre la turbamulta política, se había empequeñecido a sus ojos: ya no era el grande hombre que debía salvar y refundir la nación. Malogrados sus propósitos por falta de constancia o malicia para llevarlos a la realidad, resultaba perfectamente sentencioso y oportuno aplicado a él, como a todos los del oficio, el dicho de Hillo: No remata la suerte.

Por otra parte, si el conocimiento de las conexiones jurídicas de Mendizábal con Aura le indujo a mirar al ilustre gaditano con simpatía, cuando supo que a la carta de la joven había respondido verbalmente, por mediación de Milagro, sin darle más consuelo de su esclavitud que la promesa de mudarla de cárcel, sacándola de las cadenas de Zahón para ponerla en las de Negretti, la simpatía hubo de trocarse en ojeriza y mala voluntad. Hallándose obligado a mirar por la huérfana, debió D. Juan atender en otra forma a su angustiosa solicitud. Ni de tutor ni de caballero era esta fría respuesta: «Diga usted a esa señorita que estoy atareadísimo y no puedo ocuparme de ella todo lo que quisiera. He escrito a Ildefonso Negretti para que vengan a recogerla. Yo hablaré con él y le recomendaré que la cuide mucho y procure perfeccionar su educación».

«Pues yo le aseguro a usted, Sr. D. Juan Álvarez -decía Calpena in mente, paseándose solo por las calles- que cuando venga el tan cacareado tío carnal para hacerse cargo de mi Aura, no la encontrará. Aura me pertenece, y todos los Negrettis del mundo, auxiliados por todos los Álvarez gaditanos, que no saben rematar la suerte, no me la quitarán. Ahora veremos quién puede más: si Vuecencia con sus altanerías de Ministro y jefe de partido, o yo solito, inerme, sin más fuerza que la que me da la ley de amor... Ley es esta que no entiende ningún político, ni Vuecencia tampoco... Creerá que es como la Ley de amortización de la Deuda, o la de Redención de censos, imposiciones y cargas... Y no necesito extremar las conjeturas, señor D. Juan y Medio, para ver segunda intención en su proyecto de poner a la huérfana en manos de un Negretti, que seguramente será sumiso ejecutor de los deseos de un amigo poderoso. ¿Tendremos aquí una comedia en que le toque a Vuecencia el papel de tutor, de ese anciano verde, siempre chasqueado? ¿Le seducen a Su Excelencia los viejos de Moratín? Pues tampoco ha de valerle el hacer el D. Diego, aun cuando tomara las precauciones para asegurar un desenlace contrario al de El sí de las niñas, porque aquí estoy yo para llevar las cosas a su término natural. Y si para esto tuviera yo que pegarle a Vuecencia un tiro, se lo pegaría, como a Negretti, si este me contrariara con malevolencia... Por mi Aura, voy yo a las grandes y nobles virtudes, como a las más negras demostraciones de la maldad; por mi Aura, escalo yo el cielo o me precipito en los abismos. Nada tiene valor para mí; cuanto hay en el universo se cifra en ella. Póngame usted entre Aura y mi voluntad todas las llamadas leyes morales y sociales, y salto por encima de ellas; y si quieren que pase sin saltar, pasaré, y pisaré, y si pongo el pie sobre alguien que reviente con mi peso, quéjese al diablo, porque Dios no ha de oírle».

Entró en casa de Hillo, con quien hablar quería. D. Pedro le esperaba: encerráronse en el cuarto de este. «Tu puntualidad en acudir a la cita me demuestra que el caso es urgente. Necesitas dinero: ayer no pude dártelo; hoy te lo daré, pero no sin condiciones».

Adivinando las terribles condiciones que su amigo, cruel usurero en aquel caso, le impondría, Calpena sintió frío glacial en el corazón, y en la boca todo el acíbar que suele ser producto natural de la carencia de dinero. «Te daré lo que necesites -prosiguió Hillo con severidad noble-; pero has de darme garantías, seguridades de que ha de ser empleado dignamente. Esas órdenes tengo».

-Pero usted -dijo Calpena con voz cavernosa- entiende por empleo digno lo que para mí es el fin más alto que se puede imaginar. No nos entendemos.

-No nos entendemos... Yo tengo órdenes que he de cumplir estrictamente. Para lanzarte sin freno a la perdición, necesitas oro. Es natural: sin dinero no se puede realizar el bien... ni el mal. Para el bien tendrás lo que quieras, Fernando: demuéstrame que quieres el bien, abandona tus locos devaneos, y partiendo los dos de Madrid esta misma noche...

Calpena se levantó del asiento sin decir más que: «Guarde usted su dinero... Me voy».

-Oye... no seas tan vivo de genio. No hago más que cumplir las órdenes que recibo... Muy dañado estás, hijo mío, cuando así me vuelves la espalda; a mí, que te quiero como a un hermano... No, no eres digno de esta hermosa fraternidad, ni tampoco, lo digo muy alto, ni tampoco eres digno de la piedad suprema, del cariño lejano, escondido, para que sea más bello, de la persona que...

Ahogado por la emoción, Hillo no pudo continuar, y se llevó ambas manos a los ojos...

«Para que yo venere a esa persona como ella se merece sin duda -dijo Calpena en grave desconcierto-, es preciso que... se necesita que... Yo la adoraré si la conozco, lo primero... Encubierta, y oponiéndose a la felicidad de mi vida, no puedo, no puedo quererla».

Hillo le cogió de una mano, no secas aún sus lágrimas, y en grave tono le dijo: «Te doy mi palabra de que si haces lo que dije... Renunciar radicalmente a ese devaneo, impropio de tu condición, y partir conmigo de Madrid esta misma noche sin ver a nadie... la deidad invisible dejará de serlo... así lo declara y promete en su última carta... Se nos revelará... pero es condición previa que tú... ya sabes...».

El rostro de Calpena se volvió de mármol; sus manos quedáronse heladas; sus miradas perdieron toda luz. Miró al clérigo con estupidez; hízole repetir la proposición. Repetida por Hillo, este añadió hasta tres veces: «¿Te conviene el trato?».

De súbito fue acometido Fernando de un frenesí nervioso; cayó en un sillón, mordiose los puños, contrajo todo su cuerpo, y clavando las uñas en el brazo del sillón, prorrumpió en gritos dolorosos: «No quiero... no quiero... Me ofrecen un nombre a cambio de la vida. No, no... No me hacen falta parientes; no necesito familia... Que se vayan, que me dejen. Solo viví, solo estoy... solo moriré... moriremos... ¡No quiero, no quiero!».

Cogida en las convulsas manos la cabeza, como si quisiera arrancársela, no dijo una palabra más. D. Pedro no le veía el rostro.

«Serénate -le dijo, tocando suavemente sus cabellos, cuyos rizos desordenados por entre los dedos salían-. Te doy tiempo para pensarlo. La cosa es grave... no te precipites a resolver, así... airadamente».

-¡Si está resuelto -dijo el desesperado joven, incorporándose-, si no puede ser!... ¡Si es como si me mataran!... Y francamente, no me dejo matar... no me conviene morir todavía.

Y puesto en pie, cogió el sombrero con gallardo ademán, mostrando en acto tan sencillo la firmeza de su resolución. Las últimas palabras de aquella breve conferencia fueron: «Me equivoqué al pensar que usted podía darme... eso. Error grave fue pedirlo. ¡Qué bochorno!... ¡pedir lo que no es nuestro, lo que me darían, no por favorecerme, sino por comprarme! Dígale usted a quien sea, que no me vendo. El alma no se vende. ¿Por qué no la adquirió, en tiempos en que fácilmente pudo hacerlo? ¡Y ahora quiere quitármela, comprármela...! Aunque yo quisiera venderme, amigo Hillo, no podría... no me pertenezco... Y para concluir, guárdese usted su dinero, o devuélvalo a quien se lo ha dado. Para mí no ha de ser. Lo que yo necesito con urgencia, lo buscaré como pueda».

-Aguárdate... hablemos otro poco.

-Usted puede perder el tiempo, yo no... Es inútil... Si cierra la puerta me descolgaré por el balcón... Quédese con Dios... No intente seguirme... corro yo más que usted. Adiós.

Y con la presteza que estas palabras indicaban salió de la casa, dejando a Hillo confuso y atribulado. Hubo de pasar un mediano rato antes que el buen clérigo pudiera sacar del desorden de su mente una idea clara y ver el derrotero más conveniente. «No me queda duda, va a la desesperación... Loco de amor y sin dinero, algo hará que nos dé mucho que sentir... ¿Iré tras él? ¿Pero quién le caza? No, no, Pedro Hillo... no te metas en cacerías peligrosas. Yo cumplo dando la voz de alarma, como me ordenan. Ha llegado el momento crítico, el momento del peligro supremo, que obliga a emplear el recurso final, lo que los médicos llaman el remedio heroico. Me han mandado que avise cuando estalle la crisis de locura, y aviso... Pedro Hillo cumple siempre con su deber; es hombre que sabe rematar la suerte».

Escribió una breve carta, y al punto salió para entregarla al Sr. Edipo, que en determinada calle estaba de servicio. Hecho esto, se fue al club de la casa de Tepa, donde había quedado pendiente de la noche anterior una furiosa disputa, cuyo desenlace quería conocer. Allá fue a parar también Calpena, sin más objeto que matar el tiempo hasta media noche, y ver a un amigo que le había ofrecido facilitarle algún dinero. Ya se comprende que este amigo no era poeta.

Por obra y gracia de la armonía resultante entre la exaltación de su espíritu y la atmósfera jacobina que en Tepa reinaba aquella noche, Calpena se lanzó, sin proponérselo, a la oratoria furibunda, notas estridentes de rabia política con juicios abominables de cosas y personas. Sus palabras eran materia inflamable arrojadas varonilmente en aquel rescoldo de pasiones. De una parte le aplaudían con rabia; de otra le vituperaban. Entre D. Pedro Hillo y otro señor tuvieron que cogerle por un brazo y bajarle casi a rastras de la tribuna. Parecía loco furioso, y su rostro echaba llamas. Después, entre el tumulto que en torno del joven se formó, Hillo le perdió de vista. Cuatro amigos le sacaron a la calle para que con el fresco de la noche se le despejara la cabeza. Fueron a un café, pasearon hasta las doce, hora en que Fernando se encaminó a su casa con el amigo que le había facilitado la cuarta parte del dinero que creía necesitar.

Solo al fin en su cuarto y no teniendo nada que hacer, sentose en la cama y se zambulló en el mar sin fondo de sus pensamientos. «Con poco dinero, pero con dinero al fin, mañana será. No varío mi plan, ni tengo que modificar las instrucciones que Aura habrá recogido esta noche en el sombrero de Milagro. ¡Mañana...! Y a pedir de boca saldrá, pues previsto está todo, y bien determinada la manera de sortear cualquier peligro... Mañana, en pleno día, cuando menos lo pienses, cuando nada temas, maldita Jacoba, soltarás tu presa... Y viviremos los que debemos vivir, y rabiarán los que deban rabiar... y el que quiera reventar de ira, que reviente... Mi gusto es pisotear a la Zahón; al Sr. Mendizábal no... está próximo a una caída ignominiosa. En Palacio le tienen ya bien preparada la zancadilla con Istúriz y Saavedra... ¡Los dichosos políticos! No vendría mal una degollina de próceres y patriotas, como la que se ha hecho de frailes... Pues sí, Sr. de Mendizábal, bastante tiene Vuecencia con la que le están armando. Hillo diría que ya se oye el cencerro del cabestro que viene para conducirle al corral. Y Vuecencia matará los ocios del corral con la educación de doncellas... A Hillo no le deseo mal alguno... ¡Ojalá le hicieran obispo! Bien se lo merece el pobre por su mansedumbre y buenas intenciones... Y en cuanto a Milagro, nuestra gratitud no se contenta con menos que con nombrarle Ministro de Hacienda... Y a Lopresti, ¿cómo le recompensaremos sus servicios?... Es facilísimo: pinche mayor de Palacio, y además director de la Real Capilla; cocinero y tiple de S. M... De todos nos despedimos, porque espero que no hemos de tener el gusto de ver rostros conocidos en mucho tiempo... Y que nos persigan, que nos busquen, que nos cojan ahora... El vuelo será alto... y luego, nuestra cueva de amor tan profunda, que a ella no llegará ni la mirada de cernícalo de la Zahón, ni el olfato de Edipo...».

Por este derrumbadero vertiginoso iban sus pensamientos, cuando llamaron con fuerte campanillazo y golpes a la puerta de la casa. Sorprendido del ruido, y alarmado también, pues en su estado nervioso el vuelo de una mosca le hacía estremecer, salió Calpena a punto que alguien abría; y vio que avanzaban hacia la puerta de su habitación dos hombres de mala facha, los cuales con formas rudas y descorteses, previa indagación de la personalidad, le ordenaron que se dispusiese a salir en su grata compañía. «¿Pero a dónde?...».

-A la cárcel -dijo el más feo y bruto de la pareja, a punto que comparecían otros dos, de uniforme, pues eran salvaguardias de la Subdelegación.

Lo primero que se le ocurrió a Calpena fue coger una silla, con intento de estrellarla sobre la cabeza del más próximo. Pero pronto se abalanzaron los esbirros a trincarle del brazo, y privado de todo movimiento, no tuvo más remedio que entregarse, maldiciendo con terrible exclamación su fiero destino. Salieron en paños menores los patrones y algunos huéspedes a lamentar el triste suceso; y mientras uno se indignaba, y le consolaba otro con frase vulgar, asegurando que todo era equivocación, los polizontes registraban la cómoda y mesa, para llevarse cuantos papeles encontraran pertenecientes al presunto criminal político.

Bajando entre tales sayones, taciturno, mas no resignado, devorando la angustia y terror de su alma, D. Fernando empezó a ver claro en aquella inopinada prisión, y se dijo: «Es ella, es la mano oculta quien me lleva a la cárcel».

De la calle de las Urosas al Saladero había mucho que andar. Por el camino vio dos traíllas de presos. Sin duda, el medroso Gobierno, acosado de conspiradores, viendo por todas partes misteriosos enemigos que le acechaban en la obscuridad de las logias, o le provocaban en el público escándalo de los cafés, había mandado echar la red. Cuando metieron al desdichado Calpena en el patio donde debía empezar la expiación de sus nefandos delitos, ya había llegado la primera cuerda, en la cual vio personas de aspecto decente. Al poco rato entraron dos racimos más, ¿y cuál no sería la sorpresa de D. Fernando al vislumbrar en uno de ellos nada menos que la venerada, inofensiva persona de D. Pedro Hillo?

En cuanto pudieron reconocerse, a la luz de los farolillos que alumbraban los tristes grupos, corrieron el uno hacia el otro y se dieron los brazos.

«Tu quoque... ¡También usted, D. Pedro!» dijo Calpena con el gozo amargo de la venganza.

-También -replicó Hillo con voz opaca, casi lloroso-. Y verdad que por más que me devano los sesos, no acierto a explicarme... De la cama me sacaron estos verdugos. Comprendo que a ti... ¡A ti sí!... Era necesidad ponerte a la sombra.

-Yo no conspiro.

-Conspiras contra ti mismo. Yo, ni contra mí ni contra nadie... No he hecho más que hablar mal de Mendizábal... y eso no mucho.

-No es Mendizábal, no, quien ha tenido la humorada de juntarnos aquí: es la mano oculta... ¿Tan candoroso es mi buen clérigo que no lo ve?

-¡Fernando!

-¡La invisible deidad, la tutelar, la próvida mascarita!... ¡Ah!, no se quiere que el niño esté solo... Se teme su desesperación, se teme su rabia...

Enorme distensión de músculos en ojos y boca declaraba el estupor del buen presbítero.

«No está mal esto. ¿Verdad que no está mal?... Para que diga usted ahora que no remata...».

-¡Vaya si remata...!


 
 
FIN DE MENDIZÁBAL
 
 

Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de 1898.