Mensaje radiado del cardenal Gomá con motivo de la liberación de Toledo
MENSAJE RADIADO DE SU EMINENCIA CON MOTIVO DE LA LIBERACIÓN DE TOLEDO
(Desde “Radio Navarra”, el 28 de septiembre de 1936)
TOLEDANOS:
Os habla vuestro Cardenal, desde la heroica Pamplona. No pudiendo volar a Toledo en este día de su reconquista, os envió este mensaje radiado.
¡Toledo es nuestro!
Dios no ha querido que me hallara entre vosotros en los terribles días de angustia que acabáis de vivir. Acato sus designios. Pero estos dos meses de tremenda crisis vuestro Prelado ha estado con vosotros en espíritu y con sus oraciones, anhelando hablaros y bendeciros y compartir con vosotros la gran tribulación. En este mi primer contacto con vosotros voy a formular un grito de júbilo, un saludo a los héroes del Alcázar, un lamento y una lección. Oídme. Va un grito de júbilo. “¡Toledo es nuestro!” Así se me anunciaba ayer por teléfono la reconquista de nuestra ciudad. La habíamos perdido, toledanos; porque la ciudad no son las piedras, sino el espíritu, y Toledo ha vivido dos meses sin su alma.
¡Qué bella es nuestra ciudad, toledanos! Desde el balcón del Valle o de la Sisla, desde los altozanos de Bargas o de los Palos, desde el cauce inferior del Tajo, por todos lados se me antoja la Imperial Ciudad como señora y madre de civilizaciones, como síntesis inigualable de todos los tipos de arte, plegándose a las colinas que le sirven de asiento, desarrollando su perfil inconfundible, los torreones del Alcázar, la flecha de la Catedral, torres y cúpulas, almenas y puertas históricas, puentes y castillos, monumentos y casas humildes; y dentro de ella su alma, el alma de veinte siglos, vaciada en tesoros inmensos de arte, como no los tenga iguales ninguna ciudad del mundo.
Pero a Toledo se le iba a arrancar su alma cristiana, porque iba a ser de los sin Dios o contra Dios; y sin Dios, sin Jesucristo nuestro Dios, le falta Toledo el espíritu que la vivifique y la clave que interprete sus maravillas. Toledanos, albricias: Toledo vuelve a ser nuestro. Al difundirse ayer la gran nueva se llenó España de júbilo; porque en Toledo radica el espíritu genuinamente español. Ella es el centro espiritual de nuestra patria. Es la ciudad de los Concilios, de la unidad católica, del cristianísimo imperio español, que tuvo el trono en el Alcázar. Ahí, en Toledo, se apoyó y se movió durante siglos el resorte de todas nuestras grandezas.
Por esto al recibir la fausta nueva “¡Toledo es nuestro!” me pareció que resurgía mi Sede gloriosa, la de los Ildefonsos, Tavera, Mendoza y Cisneros: la Catedral, opulenta, recobraba su vida y su historia; el Alcázar volvía a ser el vigía de la España grande; las puertas de Visagra y del Sol se abrían otra vez a los caballeros y soldados de las grandes gestas; las obras de arte, los cuadros del Greco, la custodia de Arfe, los ornamentos fastuosos, el San Francisco de Mena, se iluminaban otra vez con su luz; la Madre de Dios bajaba de nuevo a la Catedral para vestir a San Ildefonso; sonreía a los toledanos la Virgen del Sagrario; se embalsamaba el aire con el olor de Cristo de los santos de la ciudad; y hasta en los cerros que la circundan, junto a los pintorescos cigarrales, los viejos ermitorios de la Sisla, de la Cabeza, del Valle, de la Bastida, de San Bernardo, parecían resonar con la salmodia de sus monjes y los cantos sagrados de las generaciones que fueron.
Toledo es nuestro. Albricias. Ha recobrado su alma católica, que es la nuestra. Toledanos: demos gracias a Dios; es cosa digna y justa. Y al dárselas, prometamos, por la solemnidad de esta fecha, ser cada día mejores; yo sacrificando mi vida entera para seguir la obra de los grandes Prelados de Toledo; vosotros, siguiendo las cristianísimas tradiciones de vuestros antepasados; y todos, trabajando por la nueva Toledo, para restañar sus heridas, que serán cicatrices gloriosas, y para robustecer su vida, en todos los órdenes.
“Si veis caer mi caballo y mi bandera, levantad primero la bandera”
Un saludo a los defensores del Alcázar toledano. Un abrazo, héroes. Si vive aún vuestro comandante, el amigo Moscardó, os abrazo en él a todos. Por su valor, por su temple de cristiano viejo por su alma recio de gran español y de noble caballero, es digno representante de todos, gigantes soldados que habéis asombrado al mundo.
La gesta heroica que acabáis de añadir a la historia de España no puede vaciarse en unas palabras. Una epopeya no se escribe en líneas, y vuestra defensa del magnífico Alcázar os ha puesto en el nivel de los héroes legendarios. Por vosotros, Toledo se ha colocado en la misma serie de Sagunto, de Numancia, de Zaragoza. Os habéis batido como leones, como cachorros del león español. Habéis defendido vuestro Alcázar como si en él estuviese concentrada la vida, las esencias, la historia entera de la patria querida.
Teníais a la vista la frase grabada al pie de la estatua ecuestre del emperador que construyó el Alcázar: “Si veis caer mi caballo y mi bandera, levantad primero la bandera”; vosotros veíais derrumbarse vuestro Alcázar; veíais sucumbir a vuestros hermanos de combate; pero no consentisteis que cayera la enseña patria que flameaban en esos torreones. Sólo ella os será digna mortaja, con la Cruz de vuestra fe.
Carlos V, emperador de dos mundos, dijo que nunca se sentía más emperador que cuando subió la regia escalera de nuestro Alcázar; de hoy en adelante jamás nos sentiremos los españoles más dignos de nuestra historia que cuando pisemos los umbrales del Alcázar toledano.
Es el Alcázar del valor intrépido, del genio indomable, de la voluntad incorrupta. Hasta él llegó el enemigo con el tiro certero de sus cañones pesados, con la manga incendiaria, con la fiera cometida de sus masas enardecidas; todo se estrelló ante vuestros pechos de bronce, más fuertes que los espesos muros de ese castillo.
A él, dicen, se acercó el mensajero que vuestro enemigo os enviaba para salvar a vuestras mujeres y a vuestros hijos; ni ellas ni vosotros cedisteis. A él vino un heraldo de la diplomacia; tampoco os doblegó. No sabían que, como el acero toledano se templa en las aguas del Tajo, así se templó vuestro espíritu en la corriente caudalosa de la fe cristiana y del patriotismo secular de los españoles de pura sangre.
El punto culminante de la guerra actual
Españoles: A mí se me antoja el Alcázar de Toledo como el punto culminante de la guerra actual. Ya no queda más que la rama descendente de la parábola. El mundo lo ha comprendido así. Por esto el mundo entero, por la prensa de todas las naciones, por el minuto de silencio de la Cámara del Brasil, por los labios de sus diplomáticos, por confesión del mismo adversario, se ha inclinado ante estos héroes del Alcázar que han sabido realizar la frase del poeta latino: “Fractus si illabitur orbis, impavidum ferient ruinae”. Aunque el orbe estalle, quedará el héroe impávido entre sus ruinas.
Como nuestros héroes, españoles. No sé los daños que habrá sufrido el Alcázar de Toledo; ignoro cuántos de sus defensores sucumbieron. Pero aun hecho añicos, el Alcázar hubiera sido el vaso que al quebrarse habría difundido por todo el mundo las esencias del valor heroico de un puñado de españoles puesto el servicio del más puro patriotismo.
Una gloria y una infamia
Y ahora, cumplido mi deber de toledano y de español, dejad que generalice, que me dirija a todos los españoles, formulando un lamento y una lección.
Un lamento, que sale del fondo de mi corazón, prensado por pena. Españoles: muchos de nuestros sacerdotes, millares tal vez, han sido asesinados en España, en la España católica. Toledanos: nuestra ciudad y Diócesis han pagado un tributo enorme de vidas sacerdotales. Es una gloria y una infamia, españoles.
Es gloria, porque si nuestros enemigos han sabido matar, nuestros sacerdotes han sabido morir. En el choque de la civilización con la barbarie, del infierno contra Cristo, debían sucumbir primero, porque en el corazón se asestan los golpes mortales, los adalides de la civilización cristiana, los abanderados de Cristo. Junto con ellos han caído los hombres más representativos del catolicismo español. Pero entre tantos sacerdotes sacrificados no ha habido una sola defección. Más que esto; la historia cantará con notas épicas los episodios sublimes de muchas de estas muertes. Gloria a los mártires. Honor para la Iglesia que tales ministros tiene.
En medio de la pena que tortura mi alma de Obispo, me siento orgulloso, porque el sacerdote diocesano es parte del Obispo, es su prolongación, es la médula del apostolado diocesano; y si la terrible mutilación de tantas vidas sacerdotales ha causado en mi corazón profunda herida, la luz que irradia de tantos mártires se refleja sobre los sacerdotes sobrevivientes, y más sobre el que, indigno de ello, ha sido escogido por Dios para ser su cabeza. Pero la gloria del martirio no mengua la infamia del verdugo. Toledanos; españoles; es la primera vez en la historia que, a mansalva, con frío cálculo, se concibe y ejecuta la matanza de toda una clase social.
Es la primera vez que se organiza todo un sistema de fuerza, con toda suerte de armas, con sicarios sin entrañas, con todos los recursos de una locomoción rápida, con la misma consigna para todos los pueblos –“¿Dónde está el cura?”- y se realiza el exterminio de unos hombres que no cometieron más delito que consagrarse a Dios y al bien de la sociedad, metiendo en sus entrañas todas las ventajas y todas las glorias de la redención por Jesucristo. Es la primera vez que los ministros de Dios, es decir, los representantes oficiales de la santidad, los predicadores del Evangelio de la paz y del amor, han sido, cuanto cabe en la intención y en el esfuerzo de hombres malvados, barridos de la sociedad como si fueran su postema o una raza de criminales precitos.
Esta es la infamia, que se hace más negra por la necedad o por la cobardía, tal vez por la colaboración de unas autoridades que no han sabido prevenir o reprimir; por la forma salvaje de la ejecución, que corre desde el fusilamiento hasta la combustión de la carne viva, desde el ludibrio público hasta la mutilación, la eventración, la decapitación de las víctimas, toda la gama de tormentos que los paganos inventaron contra los cristianos primitivos. Con la historia de las torturas de estos dos meses podrá escribirse un martirologio completo.
Quien sabe morir no se doblega. Sacerdotes: nuestra clase ha sabido morir; no se ha doblegado. Su ejemplo ha de ser estímulo que aumente el ardor de nuestro trabajo y la eficacia de nuestro celo. Y para vosotros, toledanos, españoles, este sacrificio inmenso de tantas vidas sacerdotales ha de ser un motivo más para que los admiréis y aprendáis las lecciones de su heroísmo en la confesión de la fe, para que veneréis, améis y sigáis las lecciones de los que han quedado con vida.
Una lección para todos; camino de nuestra historia
Va, por último, una lección para todos. Toledo, como es la síntesis de la historia de España, así es su símbolo en estos momentos. Sobre su caída y su reconquista voy a hacer una observación de carácter general.
Españoles: Las civilizaciones no se sostienen por sí solas. El progreso humano no puede pararse en un momento de su historia. Si falta o se desvía la voluntad civilizadora, si cesan las fuerzas impulsoras del progreso, la caída de los pueblos es vertical, como la del ave herida por el cazador, como la del aeroplano que ha sufrido pane en sus motores. Habíamos progresado ¡qué duda tiene! El favor de Dios y nuestro propio esfuerzo nos habían colocado a altura envidiable en el concierto de las naciones europeas. Pero empezamos a caer el día en que empezamos a no vivir en español; en que se inocularon en nuestras venas los gérmenes de un pensamiento y de una civilización que unieron los nuestros; en que judíos y masones, fuera de la ley, o contra la ley, o con la ley cuando llegó su hora, envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros o mongoles aderezados y convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita y que eran diametralmente opuestas a las doctrinas del Evangelio, que han labrado en siglos nuestra historia y nuestra alma nacional. Y cuando, como ocurre con la sangre viciada de un organismo, el virus ha buscado su salida, en nuestro cuerpo social han hecho aparición, con caracteres de verdadera hecatombe, los factores de corrupción que llevábamos en la entraña.
Fango, sangre y lágrimas; ya sabéis que no es mía la acusación; es confesión de parte. Y al fango, sangre y lágrimas de un quinquenio de vergüenzas, hemos de añadir hoy los horrores de una guerra civil, la más cruenta que registra nuestra historia, con todo y ser España el país clásico de las guerras civiles.
Y ¡qué guerra! Ruinas, devastación, muertes sin cuento, la economía nacional consumiéndose como las virutas en la hoguera; este es el cortejo de toda guerra. Pero en ésta se ha visto lo que jamás se vio: incendiar las casas de Dios; destruidos inmensos tesoros de arte, fusilados en masa pacíficos ciudadanos; segada la flor de los caballeros y de los pensadores españoles; odios profundos, inmensos latrocinios, crueldad de caníbales.
Es el choque profundo, violento, de dos corrientes nacionales que, como el de las fuerzas subterráneas que producen los seísmos destructores, ha causado esta convulsión social, que ha puesto a la nación en trance de muerte. Es el alma mala de la anti-España y el alma buena de España, que se han citado en los campos de batalla. Es el alma de nuestra historia hidalga, el alma vieja de nuestros padres que le ha salido al paso al alma bastarda de los hijos de Moscú. Y esta alma se ha producido como es; por los frutos se ha conocido el árbol; la historia de España contará, cierto, las heroicas gestas de sus buenos hijos, pero los siglos no podrán borrar de sus páginas la mancha infamante de crímenes inauditos, fruto del espíritu antinacional.
La lección es clara; ha venido la hecatombe porque perdimos el camino de nuestra historia; y lo perdimos porque vaciló, porque se apagó en muchos espíritus la luz del Evangelio que nos había conducido a toda grandeza. Frialdad religiosa en muchos, falta absoluta de religión en no pocos. La ciencia, la política, el trabajo, la legislación se desprendieron de Dios. La paternidad, la familia, las costumbres públicas poco menos que paganas. Vivíamos en plena apostasía de las masas, con vida religiosa lánguida de pocos, de los menos influyentes en el orden social.
Y vino el enemigo mientras dormíamos según la parábola del Evangelio eterno, y sembró la cizaña en el campo del alma nacional. Dicen que la cizaña produce la borrachera. La cizaña de Oriente, trasplantada a España desde los campos de Rusia, ha emborrachado el alma ingenua de nuestro pueblo.
La corrupción de lo mejor es la peor. Nuestro buenísimo pueblo, conducido por malos pastores, ha caído emponzoñado, en el delirio de la destrucción de todo lo legítimamente español, empezando por la destrucción de nuestro Dios, para lograr una nueva forma social y política que no sería una nueva España, porque el internacionalismo comunista no la admite, sino una multitud gregaria de occidentales ibéricos, esclavos, miserables, embrutecidos como sus congéneres de oriente.
El remedio, españoles, radica en el espíritu. Nuestro problema básico no se resolverá en los campos de batalla, donde no se hace más que roturar el terreno, sino en el fondo de las conciencias y en la realización de un Estado netamente cristiano. Esto, el sentido de la tradición cristiana, juntamente con el sentido de patria, de la patria grande, una y justa, es la que ha lanzado a nuestros ejércitos y a nuestras milicias a esta guerra contra el comunismo; pero este espíritu debe continuar su obra en la labor personal que nos haga cada día mejores cristianos, y en la actividad social y política que imprima en toda nuestra vida nacional la marca de Jesucristo, el Dios de nuestros mayores.
Termino despidiéndome de mis radioyentes, con sentidas gracias por la atención que me han dispensado. Españoles: un abrazo a todos, signo de la gran unidad nacional de espíritu, hasta para los que no están con nosotros. Jesucristo nos manda amar a nuestros enemigos. Que se conviertan y vivan, y colaboren con nosotros en la reconstrucción de España, hoy en ruina.
Toledanos queridos: adiós. Quedad bajo el manto de la Virgen del Sagrario. Que ella os bendiga, como yo lo hago de todo corazón, mientras me reintegro, pronto, a vosotros. ¡Viva España por nuestro Señor Jesucristo! Adiós.
Fuente: "Por Dios y por España". Pastorales, instrucciones, discursos, etc. 1936-1939, del Excmo sr. D. Isidro Gomá y Tomás, cardenal-arzobispo de Toledo. Barcelona, 1940