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Metafísica/Libro XIII

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Metafísica
de Aristóteles
Libro XIII [Μ · 1076a-1087a]

Sumario del Libro XIII

Parte I - Parte II - Parte III - Parte IV - Parte V - Parte VI - Parte VII - Parte VIII - Parte IX - Parte X

Parte I

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Hemos dicho en nuestro tratado de Física cuál es la naturaleza de la sustancia de las cosas sensibles, primero cuando nos ocupamos de la materia y después al tratar de la sustancia en acto. He aquí cuál es ahora el objeto de nuestras indagaciones: ¿Hay o no fuera de las sustancias sensibles una sustancia inmóvil y eterna? Y si esta sustancia existe, ¿cuál es su naturaleza? Comencemos por examinar los sistemas de otros filósofos para no incurrir en sus errores, caso que algunas de sus opiniones no sean fundadas. Y si por fortuna encontrásemos puntos de doctrina que conviniesen con los nuestros guardémonos de sentir por ello pena alguna. Es para nosotros un motivo de respeto el que sobre ciertas cosas tengan concepciones superiores a las nuestras, y que no sean en otros puntos inferiores a nosotros.

Hay dos sistemas con relación al asunto que nos ocupa. Se admite como sustancias particulares los seres matemáticos, como los números, las líneas, los objetos del mismo género, y con ellos las ideas. Hay unos que de estos seres hacen dos géneros diferentes; de una parte las ideas, y de otra los números matemáticos; otros consideran estos dos géneros una sola y misma naturaleza; y otros, finalmente, pretenden que las sustancias matemáticas son las únicas sustancias. Comencemos por la consideración de las sustancias matemáticas, y examinémoslas independientemente de toda otra naturaleza. No preguntemos, por ejemplo, si son o no ideas, si son o no principios y sustancias de los seres; preguntemos, como si sólo tuviéramos que ocuparnos de los seres matemáticos, si estas sustancias existen o no, y si existen, cuál es el modo de su existencia. Después hablaremos separadamente de las ideas sin grandes desenvolvimientos, y en la medida que conviene al objeto que nos proponemos, porque casi todas las cuestiones que se refieren a este asunto han sido rebatidas ya en nuestros tratados esotéricos. En el curso de nuestro examen habremos de discutir por extenso esta cuestión. Las sustancias y los principios de los seres, ¿son números e ideas? Porque ésta es tercera cuestión que viene después de las ideas.

Los seres matemáticos, si existen están necesariamente en los objetos sensibles, como suponen algunos, o bien están separados de ellos (hay quienes admiten esta opinión). Si no están ni en los objetos sensibles ni fuera de ellos, o no existen o existen de otra manera. Nuestra duda recaerá, por lo tanto, aquí, no sobre el ser mismo, sino sobre la manera de ser.


Parte II

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Hemos dicho, cuando se trataba de las dudas que debían resolverse, que era imposible que los seres matemáticos existiesen en los objetos sensibles, y que esto no era más que una pura ficción, porque es imposible que haya a un mismo tiempo dos sólidos en el mismo lugar. Hemos añadido que la consecuencia de esta doctrina es que todas las demás potencias, todas las demás naturalezas, se encontrarían en las cosas sensibles, y que ninguna existiría independiente de ellas. Esto es lo que hemos dicho precedentemente. Es evidente, por otra parte que, en esta suposición, un cuerpo cualquiera no podría ser dividido. En tal caso, el sólido se dividiría por la superficie, la superficie por la línea, la línea por el punto; de suerte que si el punto no puede ser dividido, la línea es indivisible. Pero si la línea es indivisible, todo en el sólido es igualmente. ¿Qué importa, por lo demás, que los seres matemáticos sean o no tales o cuales naturalezas, si estas naturalezas cualesquiera que ellas sean, existen en las cosas sensibles? Se llega siempre al mismo resultado. La división de los objetos sensibles llevaría consigo siempre la división de aquellos, o no habría división ni de los objetos sensibles.

Tampoco es posible que las naturalezas de que se trata tengan una existencia independiente. Si fuera de los sólidos reales hubiera otros sólidos que estuviesen separados de ellos, sólidos anteriores a los reales, evidentemente habría también superficies, puntos, líneas que existirían separadamente: el caso, en efecto, es el mismo. Pero si es así, es preciso admitir, fuera del sólido matemático, la existencia separada de otras superficies, con sus líneas y sus puntos; porque lo simple es anterior a lo compuesto, y puesto que hay cuerpos no sensibles anteriores a los cuerpos sensibles por la misma razón debe haber superficies en sí anteriores a las superficies que existen en los sólidos inmóviles.

He aquí, pues, superficies con sus puntos diferentes de aquéllas cuya existencia va unida a la existencia de los sólidos separados: éstas existen al mismo tiempo que los sólidos matemáticos; aquéllas son anteriores a los sólidos matemáticos. Por otra parte, en estas últimas superficies habrá líneas; y, por la misma razón que antes, deberá haber en ellas líneas con sus puntos anteriores a estas líneas y, en fin, otros puntos anteriores a los puntos de estas líneas anteriores, y más alla de las cuales no habrá ya otros puntos anteriores. Pero ésta es una aglomeración absurda de objetos. En efecto, resulta de la hipótesis que hay fuera de las cosas sensibles, por lo pronto, una especie única de cuerpos, y después tres especies de superficies: las superficies fuera de las superficies sensibles, las superficies de los sólidos matemáticos, las superficies fuera de las superficies de estos sólidos, luego cuatro especies de líneas, y después cinco especies de puntos. ¿Cuáles eran, entonces, entre estos elementos, aquellos de que se ocuparán las ciencias matemáticas? No serán, sin duda, las superficies, las líneas, los puntos que existen en el sólido inmóvil, porque la ciencia tiene siempre por objeto lo que es primero.

El mismo razonamiento se aplica a los números. Habría mónadas diferentes fuera de cada punto diferente; luego mónadas fuera de cada uno de los seres sensibles, y después mónadas fuera de cada uno de los seres inteligibles. Habría, por consiguiente, una infinidad de géneros de números matemáticos.

¿Cómo, por otra parte, llegar a la solución de las dudas que nos hemos propuesto cuando se trataba de las cuestiones que debían resolverse? La Astronomía tiene por objeto cosas suprasensibles, lo mismo que la Geometría. ¿Y cómo se puede concebir la existencia separada del cielo y de sus partes, o de cualquiera otra cosa que está en movimiento? El mismo embarazo ocurre con la óptica, con la Música. Habrá un sonido, una vista, aisladas de los seres sensibles, de los seres particulares. La consecuencia evidente es que los demás sentidos y los demás objetos sensibles tendrían una existencia separada: ¿por qué la habrían de tener unos y no otros? Pero si es así, si hay sentidos separados, debe haber también animales separados. En fin, los matemáticos admiten ciertos universales fuera de las sustancias de que hablamos. Ésta sería otra sustancia intermedia, separada de las ideas y de los seres intermedios, sustancia que no sería ni un número, ni puntos, ni una magnitud, ni un tiempo. Pero esta sustancia no puede existir, y por consiguiente es imposible que los objetos de que acabamos de hablar tengan una existencia separada de las cosas sensibles.

En una palabra, no se reconocen las magnitudes matemáticas como naturalezas separadas, la consecuencia está en oposición con la verdad y con la opinión común. Es necesario, si tal es su modo de existencia, que sean anteriores a las magnitudes sensibles: ahora bien, en la realidad son posteriores. La magnitud incompleta tiene, en verdad, la prioridad de origen, pero sustancialmente es posterior; siendo ésta la relación del ser inanimado al ser animado. Por otra parte, ¿qué principio, qué circunstancia podría constituir la unidad de las magnitudes matemáticas? La que constituye la de los cuerpos terrestres es el alma, es una parte del alma, es cualquiera otro principio que participa de la inteligencia, principio sin el que hay pluralidad, disolución sin fin. Pero respecto de las magnitudes matemáticas, que son divisibles, que son cantidades, ¿cuál es la causa de su unidad y de su persistencia? La producción es una prueba también: la producción obra, por lo pronto, en el sentido de la longitud, después en el sentido de la latitud y, por último, en el de la profundidad, siendo éste el término definitivo. Ahora, si lo que tiene la posteridad de origen es anterior sustancialmente, el cuerpo debe de tener la prioridad sobre la superficie y sobre la longitud. De este modo, el cuerpo tiene una existencia más completa, es más un todo que la magnitud y la superficie, se hace animado. Pero ¿cómo concebir una linea, una superficie animada? Semejante concepción estaría fuera del alcance de nuestros sentidos. Finalmente, el cuerpo es una sustancia, porque en cierta manera es una cosa completa; pero las líneas, ¿cómo podrán ser sustancias? No en concepto de forma, de figura, como lo es el alma, si tal es efectivamente el alma; tampoco en concepto de materia, como lo es el cuerpo. Se ve claramente que nada se puede constituir con las líneas, ni con las superficies, ni con los puntos. Y, sin embargo, si estos seres fuesen una sustancia material, serían susceptibles evidentemente de esta modificación.

Los puntos, las líneas y la superficie tienen, convengo en ello, la prioridad lógica. Pero todo lo que es anterior lógicamente, no por ello es sustancialmente anterior. La prioridad sustancial es patrimonio de los seres que, tomados aisladamente, no pierden por esto su existencia; aquéllos, cuyas nociones entran en otras nociones, tienen la prioridad lógica. Pero la prioridad lógica y la prioridad sustancial no se encuentran unidas. Las modificaciones no existen independientemente de las sustancias, independientemente de un ser que se mueve, por ejemplo, o que es blanco. Lo blanco tiene sobre el hombre blanco la prioridad lógica, pero no la prioridad sustancial; no puede existir separadamente; su existencia va siempre unida a la del conjunto, y aquí llamo conjunto al hombre que es blanco. Según esto, es evidente que ni las existencias abstractas tienen la anterioridad ni las existencias concretas la posterioridad sustancial. Y así, por estar unido a lo blanco, damos al hombre blanco el nombre de blanco.

Lo que precede basta para probar que los seres matemáticos son menos sustancia que los cuerpos; que no son anteriores, en razón al ser mismo, a las cosas sensibles; que sólo tienen una anterioridad lógica; y, finalmente, que no pueden tener en ningún lugar una existencia separada. Y como, por otra parte, no pueden existir en los mismos objetos sensibles, es evidente o que no existen absolutamente, o bien que tienen un modelo particular de existencia, y por consiguiente que no tienen una existencia absoluta. En efecto, el ser se toma en muchas acepciones.


Parte III

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Así como en las matemáticas los universales no abrazan existencias separadas, existencias fuera de las magnitudes y de los números, y estos números y estas magnitudes son el objeto de la ciencia, pero no en tanto que susceptibles de magnitud y división, de igual forma es posible que haya razonamientos, demostraciones relativas a las mismas magnitudes sensibles, no consideradas en tanto que sensibles, sino en tanto que tienen tal o cual propiedad. Se discute mucho sobre los seres considerados únicamente en tanto que se mueven, sin atención alguna a la naturaleza de estos seres ni a sus accidentes, y no es necesario para esto, o que el ser en movimiento tenga una existencia separada de los seres sensibles, o que haya en los seres en movimiento una naturaleza determinada. Así que puede haber razonamientos, conocimientos relativos a los seres que se mueven, no en tanto que experimentan el movimiento, sino únicamente en tanto que los cuerpos; después únicamente en tanto que superficies: luego únicamente en tanto que longitudes; después en tanto que son divisibles o indivisibles, teniendo una posición; en fin, en tanto que son absolutamente indivisibles. Puesto que no hay absolutamente ningún error en dar nombre de seres, no sólo a las existencias separadas, sino también a las que no se pueden separar, a los objetos en movimiento, por ejemplo; no hay tampoco absolutamente error atribuir el ser a los objetos matemáticos y en considerarlos como se los considera. Y así como las demás ciencias no merecen el título de ciencia sino cuando tratan del ser de que nosotros hablamos, y no de lo accidental, cuando tales ciencias se preguntan, por ejemplo, no si lo que produce la salud es lo blanco, porque el ser que produce la salud es blanco, sino qué es este ser que la produce; cuando cada una de ellas es la ciencia de su objeto propio, ciencia del ser que produce salud, si su objeto es lo que produce la salud; ciencia del hombre si examina al hombre como tal; en igual forma, la Geometría no indaga sí los objetos de que se ocupa son accidentalmente seres sensibles; no los estudia en tanto que seres sensibles.

Por consiguiente, las ciencias matemáticas no tratan de los seres sensibles, ni tampoco tienen por objeto otros seres separados. Pero hay una multitud de accidentes que son esenciales a las cosas, en tanto que cada uno de ellos reside esencialmente en ellas. El animal, en tanto que hembra y en tanto que macho, es una modificación propia del género; sin embargo, no hay nada que sea hembra o macho independientemente de los animales. Puede considerarse los objetos sensibles únicamente en tanto que longitudes, en tanto que superficies. Y cuanto más primitivos sean los objetos de la ciencia, según el orden lógico, y más simples sean, tanto más rigor tiene la ciencia, porque el rigor es la simplicidad. La ciencia de lo que no tiene magnitud es más rigurosa que la ciencia de lo que tiene magnitud; si su objeto no tiene movimiento, es mucho más riguroso aún. Y la ciencia del primer movimiento lo es más entre las ciencias de movimientos; porque es el movimiento más simple, y el movimiento uniforme es el más simple entre los movimientos primeros. El mismo razonamiento cabe respecto de la Música y de la óptica. Ni una ni otra consideran la vista en tanto que vista, ni el sonido en tanto que sonido; tratan de las líneas en tanto que líneas, de los números en tanto que números, los cuales son modificaciones propias de la vista y del sonido. Lo mismo acontece con la Mecánica.

Así pues, cuando se admiten como existencias separadas algunos de estos accidentes esenciales; cuando se trata de estos accidentes en tanto que existencias separadas, no se incurre en error, como se incurriría, por ejemplo, si midiendo la tierra se diese al pie otro nombre que el de pie. El error jamás se encuentra en lo primero que se afirma y se asienta. Puede llegarse a resultados excelentes afirmando como separado lo que no existe separado; y así lo hacen el aritmético y el geómetra. El hombre es, en efecto, uno e indivisible en tanto que hombre. El aritmético, después de haberlo afirmado como uno e indivisible, buscará cuáles son los accidentes propios del hombre en tanto que indivisible; mientras que el geómetra no lo considera ni en tanto que hombre ni en tanto que indivisible, sino en tanto que cuerpo sólido. Porque suponiendo las propiedades que se manifiestan en el hombre una división real, estas propiedades existen en él en potencia, hasta cuando no hay división. Y así los geómetras tienen razón. Sobre seres giran sus discusiones; los objetos de su ciencia son seres: hay dos clases de seres, el ser en acto y el ser material.

El bien y lo bello difieren el uno del otro: el primero reside siempre en las acciones, mientras que lo bello se encuentra igualmente en los seres inmóviles. Incurren en un error los que pretenden que las ciencias matemáticas no hablan ni de lo bello ni del bien. De lo bello es de lo que principalmente hablan, y lo bello es lo que demuestran. No hay razón para decir que no hablan de lo bello porque no lo nombren; mas indican sus efectos y sus relaciones. ¿No son las más imponentes formas de lo bello el orden, la simetría y la limitación? Pues esto es en lo que principalmente hacen resaltar las ciencias matemáticas. Y puesto que estos principios, esto es, el orden y la limitación, son evidentemente causa de una multitud de cosas, las Matemáticas deberían considerarse como causa, desde cierto punto de vista, la causa de que hablamos; en una palabra, lo bello. Pero de este asunto trataremos en otra parte con más detención.

Acabamos de demostrar que los seres matemáticos son seres, y cómo son seres, en qué concepto no tienen la prioridad, y en cuál son anteriores.


Parte IV

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Llegamos ya a las ideas; comencemos por el examen del concepto mismo de la idea. No uniremos a su explicación la de la naturaleza de los números; la examinaremos tal como nació en el espíritu de los primeros que admitieron la existencia de las ideas.

La doctrina de las ideas nació en los que la proclamaron como consecuencia de este principio de Heráclito, que aceptaron como verdadero: todas las cosas sensibles están en un flujo perpetuo; de cuyo principio se sigue que, si hay ciencia y razón de alguna cosa, debe de haber, fuera del mundo sensible, otras naturalezas, naturalezas persistentes porque no hay ciencia de lo que pasa perpetuamente. Sócrates se encerró en la especulación de las virtudes morales, y fue el primero que indagó las definiciones universales de estos objetos. Antes de este filósofo, Demócrito se había limitado a una parte de la Física (apenas sí definió lo caliente y lo frío); y los pitagóricos, anteriores a Demócrito, habían definido pocos objetos, cuyas nociones referían a los números: tales eran las definiciones de la Oportunidad, de lo Justo, del Matrimonio. No sin motivo Sócrates intentaba determinar la esencia de las cosas. La argumentación regular era el punto a que dirigía sus esfuerzos. Ahora bien, el principio de todo silogismo es la esencia. La dialéctica aún no tenía en este tiempo un poder bastante fuerte para razonar sobre los contrarios independientemente de la esencia, y para determinar si es la misma ciencia la que trata de los contrarios. Y así, con razón puede atribuirse a Sócrates el descubrimiento de estos dos principios: la inducción y la definición general. Estos dos principios son el punto de partida de la ciencia.

Sócrates no concedía una existencia separada, ni a los universales ni a las definiciones. Los que vinieron después de él las separaron, y dieron a esta clase de seres el nombre de ideas. La consecuencia a que les condujo esta doctrina es que hay ideas de todo aquello que es universal. Se encontraron próximamente en el caso del hombre que, queriendo contar un pequeño número de objetos, y persuadido de que no podría conseguirlo, aumentase el número para mejor contarlos. Hay, en efecto, si no me engaño, un número mayor de ideas que de estos seres sensibles particulares, cuyas causas tratan de averiguar, indagación que les condujo de los seres sensibles a las ideas. Hay, por lo pronto, independientemente de las ideas de las sustancias, la idea de cada ser particular; idea que es la representación de este ser; después ideas que abrazan un gran número de seres en su unidad respecto de los objetos sensibles y de los seres eternos.

No para en esto: ninguna de las razones en que se apoya la existencia de las ideas tiene un valor demostrativo. Muchas de estas razones no conducen a la conclusión que de ellas se deduce; otras ideas llevan a admitir ideas de objetos, de los que la teoría no reconoce que las haya. Si de la naturaleza de las ciencias se toman las pruebas habrá ideas de todo lo que es objeto que una ciencia. Habrá hasta negaciones, si se arguye que hay algo que es uno en la multiplicidad; si se trata del concepto de lo que es destruido, se tendrán ideas de cosas perecederas, porque hasta cierto punto se puede formar una imagen de lo que ha perecido. Los más rigurosos razonamientos de que es posible servirse, conducen, los unos a ideas de las relaciones, de las que no hay género en sí, y otros a asentar la existencia del tercer hombre. En una palabra, todo lo que se alega para probar la existencia de las ideas destruye el principio que a los partidarios de las ideas importa sostener con más interés que la existencia misma de las ideas. En efecto, la consecuencia de esta doctrina es que no es la díada la primera, sino el número; que la relación es anterior al número, y al ser en sí; y todas las demás contradicciones con sus principios, en que han incurrido los partidarios de la doctrina de las ideas.

Añadamos que si hay ideas, debe de haber ideas, no sólo de las esencias, sino también otra multitud de cosas, porque la esencia no es la única cosa que la inteligencia concibe con un mismo pensamiento: concibe también lo que no es esencia. Finalmente, la esencia no sería el único objeto de la ciencia, y prescindimos de todas las demás consecuencias del mismo género que lleva consigo la suposición. Ahora bien, es de toda necesidad, atendidos los caracteres que se atribuyen a las ideas, que si se admite la participación de los seres en ellas, sólo pueda haber ideas de las esencias. La participación de los seres en las ideas no es una participación accidental; cada uno de ellos puede participar tan sólo en tanto que no es el atributo de algún sujeto. He aquí, por lo demás, lo que yo entiendo por participación accidental. Admitamos que un ser participa del doble: entonces participará de lo eterno también, pero accidentalmente, porque sólo accidentalmente lo doble es eterno. Se sigue de aquí que las ideas deben de ser esencias. Las ideas son en este mundo, y en el mundo de las ideas, la representación de las esencias. De otra manera, ¿qué significaría esta proposición: la unidad en la pluralidad es algo que está fuera de los objetos sensibles? Y por otra parte, si todas las ideas son del mismo género que las cosas que participan de ellas, habrá alguna relación común entre estas cosas y las ideas; porque ¿qué razón hay para que haya unidad e identidad del carácter constitutivo de la díada entre las díadas perecederas, y las díadas, que son también varias, pero eternas, más bien que entre la díada ideal y la particular? Si no hay comunidad de género sólo quedará de común el nombre de hombre a Calias y a un trozo de madera sin haber observado nada de común entre ellos.

¿Admitiremos, por otra parte, que hay concordancia entre las definiciones generales y las ideas, esto es, en cuanto al círculo matemático, concordancia con las ideas, de la noción de figura plana y de todas las demás partes que entran en la definición del círculo? ¿Estará unida la idea al objeto de que es ella la idea? Tengamos cuidado, no sea que no haya aquí más que palabras vacías de sentido. En efecto, ¿a qué se unirá la idea? ¿Se unirá al centro del círculo, a la superficie, a todas sus partes esenciales? Todo en la esencia es una idea; el animal es una idea, el bípedo es una idea. Se ve por lo demás claramente que la idea de que se trata sería necesariamente algo y, al modo que el plano, una cierta naturaleza, que se encontraría en concepto de género en todas las ideas.


Parte V

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La mayor dificultad que se presenta es la de saber cuál puede ser la utilidad de las ideas para los seres sensibles eternos o para aquellos de estos seres que nacen y los que mueren. No son ellas por sí mismas causa de ningún movimiento, de ningún cambio en ellos, ni tampoco auxiliar a la ciencia de los demás seres. En efecto, las ideas no constituyen la esencia de estos seres, porque entonces estarían en ellos; tampoco son ellas las que los traen a la existencia, puesto que no residen en los seres que participan de las ideas. Quizá se creerá que son causas, en el mismo concepto que la blancura es causa del objeto blanco con que ella se mezcla. Esta opinión, que tiene su origen en las doctrinas de Anaxágoras, y que Eudoxio abrazó después, no sabiendo qué partido tomar, y que algunos otros han admitido, también es muy fácil combatirla. Podría acumularse contra semejante doctrina argumentos sin número. Voy más lejos: es imposible que los demás seres provengan de las ideas en ninguno de los sentidos en que se emplea la expresión provenir. Decir que las ideas son ejemplares y que los demás seres participan de las ideas es contentarse con palabras vacías de sentido, es formar metáforas poéticas. El que trabaja en su obra, ¿tiene necesidad para esto de tener los ojos fijos en las ideas? Un ser cualquiera puede ser, puede hacerse, sin que nada le haya servido de modelo. Y así, exista o no Sócrates, puede nacer un hombre como Sócrates. La misma consecuencia resultaría evidentemente aun cuando Sócrates fuese eterno. Habría, además, muchos modelos de una misma cosa, y por consiguiente muchas ideas. Así, para el hombre habría el animal, el bípedo, el hombre en sí.

Hay más aún. No sólo las ideas serían modelos de los objetos sensibles, sino que serían también modelos de ellas mismas; tal sería el género en tanto que género de ideas; de donde se sigue que la misma cosa sería a la vez modelo y copia. En fin, no es posible, al parecer, que la esencia exista separadamente de aquello de que es la esencia. ¿Cómo entonces es posible que las ideas que son las esencias de las cosas tengan una existencia separada?

Se dice en el Fedón que las ideas son las causas del ser y del devenir. Pues bien, aun cuando hubiese ideas, no habría producción si no hay una causa motriz. Y, además, hay una multitud de cosas que devienen: una casa, un anillo, por ejemplo, y no se pretende que existan ideas de ellas; de donde se sigue que los seres respecto de los que se admiten ideas son susceptibles de ser y de devenir, mediante la acción de causas análogas a las que obran sobre las cosas que acabamos de hablar, y que no son las ideas las causas de estos seres.

Por lo demás, es posible, valiéndose de este modo de refutación que acabamos de emplear, y por medio de argumentos todavía más concluyentes y más rigurosos, acumular, contra la doctrina de las ideas, una multitud de argumentos semejantes a los que acabamos de indicar.


Parte VI

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Hemos fijado el valor de la teoría de las ideas, y ahora debemos examinar las consecuencias de la teoría de los números considerados como sustancias independientes y como causas primeras de los seres.

Si el número es una naturaleza particular; si para el número no hay otra sustancia que el número mismo, como lo pretenden algunos, en tal caso cada número difiere necesariamente de especie; éste es primero, aquél entra en segunda línea. Y, por consiguiente, o hay una diferencia inmediata entre las mónadas, y una mónada cualquiera no puede combinarse con otra mónada cualquiera, o todas las mónadas se siguen inmediatamente, y una mónada cualquiera puede combinarse con otra mónada cualquiera (esto tiene lugar en el número matemático, porque en el número matemático no hay ninguna diferencia entre una mónada y otra mónada), o unas pueden combinarse y otras no pueden (si admitimos, por ejemplo, que la díada es la primera después de la unidad, que la tríada lo es después de la díada, y así sucesivamente para los demás números, que hay contabilidad entre las mónadas de cada número particular, entre las que componen la primera díada, después entre las que componen la primera tríada, luego entre las que componen cada uno de los otros números; pero que las de la díada ideal no son combinables con los de la tríada ideal, y que lo mismo sucede con los demás números sucesivos, se sigue de aquí que mientras que en los números matemáticos el número dos, que sigue a la unidad, no es más que la adición de otra unidad a la unidad precedente, el número tres la adición de otra unidad al número dos, y así de los demás, en los números ideales, por el contrario, el número dos, que viene después de la unidad, es de otra naturaleza e independiente de la unidad primera, y la tríada es independiente de la díada, y así de los demás números), o bien entre los números hay unos que están en el primer caso, otros que son números en el sentido en que lo entienden los matemáticos, y otros que están en el último de los tres casos en cuestión. En fin, o los números están separados de los objetos, o no están separados; existen en las cosas sensibles, no como en la hipótesis que hemos examinado más arriba, sino en tanto que constituyan las cosas sensibles los números que residen en ellas, y entonces, o bien entre los números hay unos que existen y otros que no existen en las cosas sensibles, o bien todos los números existen en ellas igualmente.

Tales son los modos de existencia que pueden afectar los números, y son necesariamente los únicos. Los mismos que asientan la unidad como principio, como sustancia y como elemento de todos los seres, y el número como producto de la unidad y de otro principio, todos han adoptado alguno de estos puntos de vista, excepto el de la incompatibilidad absoluta de las mónadas entre sí. Esto no carece de razón. No puede imaginarse otro caso fuera de los enumerados.

Hay quien admite dos especies de números, los números en que hay prioridad y posterioridad (que son las ideas) y el número matemático fuera de las ideas y de los objetos sensibles; estas dos clases de números están igualmente separadas de los objetos sensibles. Otros sólo reconocen el número matemático, que consideran como el primero de los seres, y que separan de los objetos sensibles. El único número para los pitagóricos es también el número matemático, pero no separado, y él, en su opinión, constituye las esencias sensibles. Organizan el cielo con los números, sólo que éstos no se componen de mónadas verdaderas. Atribuyen la magnitud a las mónadas. Pero como la unidad primera puede tener una magnitud, nace de aquí una dificultad que, a nuestro parecer, no resuelven. Otro filósofo sólo admite un número primitivo ideal; otros identifican el número ideal con el número matemático.

Los mismos sistemas aparecen con relación a las longitudes, a las superficies, a los sólidos. Hay unos que admiten dos clases de magnitudes: las magnitudes matemáticas y las que proceden de las ideas. Entre los que son de distinta opinión, hay unos que admiten, pero les atribuyen algo más que una existencia matemática; éstos son los que no reconocen ni las ideas números, ni las ideas; otros admiten las magnitudes matemáticas, pero les atribuyen algo más que una existencia matemática. No toda magnitud se divide en magnitudes, según ellos, y la díada no se compone indistintamente de cualesquiera mónadas. El número lo constituyen las mónadas. Todos los filósofos están de acuerdo en este punto, excepto algunos pitagóricos, que pretenden que la unidad es el elemento y el principio de todos los seres; éstos atribuyen la magnitud a las mónadas, como hemos dicho precedentemente.

Hemos demostrado de cuántas maneras se podían considerar los números; y acabamos de ver la enumeración completa de las diversas hipótesis. Todas estas hipótesis son inadmisibles, pero probablemente unas los son más que otras.


Parte VII

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Necesitamos examinar, por lo pronto, como nos hemos propuesto, si las unidades son combinables o incombinables; y caso de que sean combinables, de cuántas maneras lo son. Es posible que una unidad cualquiera sea incombinable con otra unidad cualquiera, o bien que las unidades de la díada en sí sean incombinadas con las de la tríada en sí, y que las unidades de cada número primo sean igualmente incombinables entre sí. Si todas las unidades son combinables y no difieren, se tiene entonces el número matemático, no hay más número que éste, y no es posible que las ideas sean números. Porque ¿qué número serían el hombre en sí, el animal en sí, o cualquiera otra idea? No hay más que una sola idea para cada ser, una sola idea para el hombre en sí, una sola igualmente para el animal en sí, y por lo contrario, hay una infinidad de números semejantes y que no difieren. No sería, por tanto, esta tríada más bien que aquella otra la que fuese el hombre en sí. Por otra parte, si las ideas no son números, es imposible que existan, porque ¿de qué principios podrían venir las ideas? El número viene de la unidad y de la díada indefinida; estos son los principios y elementos del número; pero no se puede afirmar un orden de prioridad ni de posterioridad entre los elementos y los números.

Si las unidades son incombinables, si toda unidad es incombinable con toda unidad, entonces el número matemático no puede existir (porque el número matemático se compone de unidades que no difieren, y todas las operaciones que se hacen con el número implican esta condición), ni el número ideal (porque la primera díada no se compondrá de la unidad y de la díada indefinida). Después, en los números, hay un orden de sucesión, dos, tres, cuatro. En cuanto a la díada primera, las unidades que la componen son coetáneas bajo la relación de la producción, ya sea, como lo ha dicho el primero que trató esta cuestión, porque resulten ellas de la desigualdad hecha igual, o ya sea de otra manera. Por otra parte, si una de estas dos unidades es anterior a la otra, será anterior igualmente al número dos compuesto de dos unidades; porque cuando de dos cosas, la una es anterior, la otra posterior; el compuesto de estas dos cosas es anterior a la una y posterior a la otra. En fin, puesto que hay la unidad en sí, que es la primera, y luego la primera unidad real, habrá una segunda después de aquélla, y luego una tercera; la segunda después de la segunda, es la tercera después de la primera, y entonces las unidades serán anteriores a los números que las comprenden. Por ejemplo, es preciso que una tercera unidad se una a la díada antes que se tenga el número tres, y que una cuarta se añada a la tríada, después una quinta, para obtener los números siguientes.

Ninguno de los filósofos de que se trata ha podido decir que las unidades sean incombinables de esta manera. Sin embargo, así resulta de sus principios. Pero esto es contrario a la realidad. Es natural decir que hay anterioridad y posterioridad en las unidades, si hay una unidad primera y un primer uno; y lo mismo de las díadas, si hay una primera díada. Porque después de lo primero, es natural, es necesario que haya el segundo; y si hay un segundo, es preciso que haya un tercero, y así sucesivamente. Mas por otra parte es imposible afirmar que después de la unidad primera y en sí, hay al mismo tiempo una primera unidad, una segunda unidad, y una díada primera. Porque se admite una primera mónada, una primera unidad, y jamás se habla de segunda ni de tercera; se dice que hay una primera díada, y no se admite una segunda, una tercera. Es evidente que no es posible, si todas las unidades son incombinables, que el mismo número dos, que el tres, existan; y lo mismo puede decirse de los demás números.

Que las unidades todas difieran o no entre sí, es preciso que los números se formen necesariamente por adición; y así el número dos resultará de la unidad unida a otra unidad; el número tres del número dos aumentado con una unidad y lo mismo sucederá con el número cuatro. Conforme a esto, es imposible que los números sean producidos, como se ha dicho, por la díada y la unidad. La díada, en efecto, es una parte del número tres, éste del número cuatro y, en el mismo caso, están los números siguientes. El número cuatro se dice que encierra dos díadas, procedente de la primera díada y de la díada indeterminada, ambas diferentes de la díada en sí. Pero si la díada en sí no entra como parte en esta composición, será preciso decir entonces que una segunda díada se ha unido a la primera; y la díada, a su vez, resultará de la unidad en sí y de otra unidad. Sí es así, no es posible que uno de los elementos del número dos sea la díada indeterminada, porque ella no engendra más que una unidad, y no la díada determinada. Además, fuera de la díada y de la tríada en sí, ¿cómo podrá haber otras tríadas y otras díadas? ¿Cómo podrán componerse de las primeras mónadas y de las siguientes? Todo esto no es más que una pura ficción, y es imposible que haya por el pronto una primera díada y en seguida una tríada en sí, lo cual es una consecuencia necesaria, sin embargo, si se admite la unidad y la díada indeterminada como elementos de los números. Si la consecuencia no puede ser aceptada, es imposible que sean éstos los principios de los números. Tales son las consecuencias a que se ve uno conducido necesariamente y a otras análogas, si todas las unidades son diferentes entre sí.

Si las unidades difieren en los números diferentes y son idénticas entre sí sólo en un mismo número, también en este caso se presentan dificultades no menores en número. Así, en la década en sí se encuentran diez unidades; pero el número diez se compone de estas unidades, y también de dos veces el número cinco. Y como esta década no es un número cualquiera, porque no se compone de dos números cinco cualesquiera, ni de cualesquiera unidades, es de toda necesidad que las unidades que la componen difieran entre sí. Si no difieren, los dos números cinco que componen el número diez no diferirán tampoco. Si estos números difieren, habrá diferencia igualmente en las unidades. Si las unidades difieren, ¿no habrá en el número diez otros números cinco, no habrá más que los dos números en cuestión? Que no haya otros, esto es absurdo; y si hay otros, ¿qué número diez no hay otro número diez fuera de él mismo? Por otra parte, es de necesidad que el número cuatro se componga de díadas que no se toman al azar; porque se dice, es la díada indeterminada la que mediante su unión con la díada determinada, ha formado dos díadas. Con aquello que ha tornado es con lo que podía producir díadas.

Además, ¿cómo pueden ser la díada una naturaleza particular fuera de las dos unidades, y la tríada fuera de las tres unidades? Porque, o bien la una participa de la otra, como el hombre blanco participa de lo blanco y del hombre, aunque sea distinto de ambos; o bien la una será una diferencia de la otra, así como hay el hombre independiente del animal y del bípedo. Además, hay unidad por contacto, unidad por la mezcla, unidad por posición; pero ninguno de estos modos conviene a las unidades que componen la díada o la tríada. Pero así como los hombres no son un objeto uno, independientemente de los dos individuos, lo mismo sucede necesariamente respecto a las unidades. Y no podrá decirse que el caso no es el mismo, por ser indivisibles las unidades; los puntos son también indivisibles y, sin embargo, los dos puntos, tomados colectivamente, no son una cosa independiente de cada uno de los dos. Por otra parte, no debe olvidarse que las díadas son unas anteriores, otras posteriores, y los demás números son como las díadas. Porque supongamos que las dos díadas que entran en el número cuatro sean coetáneas; por lo menos son anteriores a las que entran en el número ocho; ellas son las que han producido los dos números cuatro que se encuentran en el número ocho, así como ellas mismas habían sido producidas por la díada. Conforme a esto, si la primera díada es una idea, estas díadas serán igualmente ideas. El mismo razonamiento cabe respecto de las unidades. Las unidades de la primera díada producen las cuatro unidades que forman el número cuatro; por consiguiente, todas las unidades son ideas, y hay por tanto ideas compuestas por ideas. Por consiguiente, es claro que los mismos objetos de que estas unidades son ideas, se compondrán de la misma manera; habría, por ejemplo, animales compuestos de animales, si hay ideas de los animales.

Finalmente, establecer una diferencia cualquiera entre las unidades, es un absurdo, una pura ficción; digo ficción, porque esto va contra la idea misma de la unidad. Porque la unidad no difiere, al parecer, de la unidad, ni en cantidad, ni en cualidad; es la necesidad que el número sea igual o desigual; todo número, pero sobre todo el número compuesto de unidades. De suerte que, si no es ni más grande ni más pequeño, es igual. Ahora bien, cuando dos números son iguales y no difieren en nada, se dice que son los mismos. Si no fuese así, las díadas que entren en el número diez podrían diferir a pesar de su igualdad; porque, ¿qué razón podría haber para decir que no difieren? Además, si toda unidad unida a otra unidad forma el número dos, la unidad sacada de la díada formará, con la unidad sacada de la tríada, una díada, díada compuesta de unidades diferentes; y entonces esta díada, ¿será anterior a la tríada o posterior? parece que debe más bien ser necesariamente anterior, porque una de estas dos unidades es coetánea de la tríada, y la otra coetánea de la díada. Es cierto, en general, que toda unidad unida a otra unidad, ya sean iguales o desiguales, forman dos: como el bien y el mal, el hombre y el caballo. Pero los filósofos de que se trata no admiten ni siquiera que esto tenga lugar en cuanto a las mónadas. Sería extraño, por otra parte, que el número tres no fuese más grande que el número dos: ¿se admite que es más grande? Pero hemos visto que era igual. De suerte que ni diferirá del mismo número dos. Pero esto no es posible, si hay un número que sea primero, otro que sea segundo; y entonces las ideas no serán números, y bajo esta relación tienen razón los que dicen que las unidades difieren; en efecto, si fuesen ideas no habría, como dijimos más arriba, más que una sola idea en la hipótesis contraria. Si, por el contrario, las mónadas no difieren, las díadas, las tríadas, tampoco diferirán; y entonces será preciso decir que se cuenta de esta manera: uno, dos, sin que el número siguiente resulte del precedente unido la otra unidad, sin lo cual el número no sería ya producido por la díada indeterminada y no habría ya ideas. Una idea se encontraría en otra idea, y todas las ideas serían partes de una idea única.

Los que pretenden, por tanto, que las unidades no difieren, razonan bien en la hipótesis de las ideas, pero no en absoluto. Necesitan suprimir muchas cosas. Ellos mismos confiesan que, sobre esta cuestión, cuando contamos y decimos, uno, dos, tres, ¿el segundo número no es más que el primero unido a una unidad, o bien es considerado aparte en sí mismo? Confesarán, digo, que es dudoso. Y en realidad podemos considerar los números desde este doble punto de vista. Es, pues, ridículo admitir que hay en los números tan gran diferencia de esencia.


Parte VIII

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Ante todo es bueno determinar qué diferencia hay entre el número y la unidad, si es que la hay. Sólo podría haber diferencia bajo la relación de la cantidad o bajo la de la cualidad; pero no se puede aplicar aquí ni uno ni otro supuesto; sólo los números difieren en cantidad. Si las unidades difieren en cantidad, un número diferiría de otro, aun conteniendo la misma suma de unidades. En seguida, ¿las primeras unidades serían las más grandes o serían las más pequeñas? ¿Irían creciendo o sucedería lo contrario? Todas estas hipótesis son irracionales.

Por otra parte, las unidades tampoco pueden diferir por la cualidad, porque no pueden tener en sí ninguna modificación propia; en los números, en efecto, se dice que la cualidad es posterior a la cantidad. Por otra parte, esta diferencia de cualidad no podría venir sino del uno o del dos; pero la unidad no tiene cualidad, y el dos sólo tiene cualidad en tanto que es una cantidad, y por ser esta su naturaleza puede producir la pluralidad de los seres. Si la mónada puede tener cualidad de cualquiera otra manera, sería preciso comenzar por decirlo; debería determinarse antes, porque las mónadas deben necesariamente diferir; y si esta necesidad no existe, ¿de dónde puede proceder esta cualidad de que se habla? Es, pues, evidente, que si las ideas son números, no es posible que todas las mónadas sean absolutamente combinables, como no lo es que sean todas incombinables entre sí.

Lo que otros filósofos dicen de los números no es más verdadero; quiero hablar de los que creen que las ideas no existen, ni absolutamente, ni en tanto que números; pero que admiten la existencia de los seres matemáticos, pretendiendo que los números son los primeros seres, y que tienen por principio la unidad en sí. Sería un absurdo que hubiese, como quieren, una unidad primera, anterior a las unidades realizadas, y que la misma cosa no tuviese lugar también respecto de la díada y de la tríada, porque las mismas razones hay en ambos casos. Por lo tanto, si lo que se hay en ambos es exacto, y si se admite que el número matemático existe solo, no tiene la unidad por principio. Esta unidad, en efecto, debería necesariamente diferir de las otras mónadas; y por consiguiente, la díada primitiva diferiría igualmente de las demás díadas, y lo mismo sucedería con todos los números sucesivamente. Si la unidad es principio, el punto de vista de Platón, relativamente a los números, es mucho más verdadero, y es necesario decir con él que hay también una díada, una tríada primitiva, y que los números no son combinables entre sí. Por otra parte, si se admite esta opinión, ya hemos demostrado todas las consecuencias absurdas que de ella resultan. Sin embargo, es preciso optar entre una y otra de estas dos opiniones. Si ni la una ni la otra son verdaderas, no será posible que el número exista separado.

Es evidente, conforme a esto, que el tercer sistema que admite que el mismo número es a la vez el número ideal y el número matemático, es el más falso de todos porque este sistema reúne él solo todos los defectos de los otros dos. El número matemático no es ya verdaderamente el número matemático; pero como se transforma hipotéticamente su naturaleza, se ve uno forzado a atribuirle otras propiedades, además de las propiedades matemáticas; y todo lo que resulta de suponer la existencia de un número ideal, es verdadero igualmente respecto a este número considerado de esta manera.

El sistema de los pitagóricos presenta, desde un punto de vista, menos dificultades que los precedentes; pero desde otro tienen algunas otras que le son propias. Decir que el número no exista separado es suprimir ciertamente un gran número de consecuencias imposibles que nosotros hemos indicado; pero admitir, por otra parte, que los cuerpos se componen de números, y que el número componente es el número matemático, he aquí lo que es imposible. En efecto, no es cierto que las magnitudes sean indivisibles; precisamente porque son indivisibles es por lo que las mónadas no tienen magnitud; ni ¿cómo es posible componer las magnitudes con elementos indivisibles? Pero el número aritmético se compone de mónadas indivisibles; y sin embargo, se dice que los números son los seres sensibles; se aplican a los cuerpos las propiedades de los números como si vinieran de los números. Además, es necesario, si el número es un ser, en sí, que lo sea de alguna de las maneras que hemos indicado, pero no puede serlo de ninguna de ellas. Por lo tanto, es evidente que la naturaleza del número no es la que le atribuyen los filósofos que le consideran como un ser independiente.

No es esto todo: ¿es cada mónada el resultado de la igualdad de lo grande y de lo pequeño, o preceden unas de lo grande y otras de lo pequeño? En este último caso no viene cada número de todos los elementos del número, y por lo tanto las mónadas son diferentes; porque en las unas entre lo grande, en las otras lo pequeño, que es por su naturaleza lo contrario de lo grande. Por otra parte, ¿cuál es la naturaleza de las que forman la tríada? Porque en este número hay una mónada impar. Por esto mismo, se dirá se admite que la unidad ocupa un medio entre el par y el impar. Sea así; pero si cada mónada es el resultado de la igualdad de lo grande y de lo pequeño, ¿cómo la díada constituirá una sola y misma naturaleza estando compuesta de lo grande y de lo pequeño? ¿En qué diferirá de la mónada? Además, la mónada es anterior a la díada, porque su supresión lleva consigo la de la díada. La mónada será necesariamente una idea de idea, puesto que es anterior a una idea, y la mónada primera procederá de otra cosa. La mónada en sí es la que produce la primera mónada; lo mismo que la díada indeterminada produce el número dos.

Añádase a esto que es de toda necesidad que el número sea infinito o finito, porque se forma de él un ser separado; y es, por lo tanto, necesariamente un ser en una u otra de estas dos condiciones. Por lo pronto, no puede ser infinito, y esto es evidente, porque el número infinito no sería par ni impar, y todos los números producidos son siempre pares o impares. Si una unidad llega a unirse a un número par, se hace impar; si la díada indefinida se junta a la unidad, se tiene el número dos; y se tiene un número par, si dos números impares se juntan.

Además, si toda idea corresponde a un objeto, y si los números son ideas, habrá un objeto sensible o de cualquiera otra especie que corresponderá al número infinito. Pero esto no es posible conforme a la doctrina misma, ni conforme a la razón. En la hipótesis de que nos ocupamos, toda idea tiene un objeto correspondiente; pero si el número es finito, ¿cuál es el límite? No basta afirmarlo; es preciso dar la demostración. Si el número ideal no pasa de diez, como algunos pretenden, las ideas faltarán bien pronto; si, por ejemplo, el número tres es el hombre en sí, ¿qué número será el caballo en sí? Los números hasta diez son los únicos que pueden representar los seres en sí, y todos los objetos deberán tener por idea alguno de estos números, porque sólo ellos son sustancias e ideas. Pero faltarán números para los demás objetos, porque no bastarán ni siquiera para las especies del género animal. Es evidente también que si el número tres es el hombre en sí, siendo todos semejantes, puesto que entran en los mismos números habrá entonces un número infinito de hombres. Si cada número tres es una idea, cada hombre es el hombre en sí; si no, habrá solamente el ser en sí, correspondiendo al hombre en general. Además, si el número más pequeño es una parte del más grande, los objetos representados por las mónadas componentes serán parte del objeto representado por el número compuesto. Y así, si el número cuatro es la idea de un ser, del caballo o de lo blanco, por ejemplo, el hombre será una parte del caballo si el hombre es el número dos. Es, pues, un absurdo decir que el número diez es una idea, y que el número once y siguientes no son ideas. Añádase a esto que existen y se producen seres de los que no hay ideas. ¿Por qué, pues, no hay también ideas de estos seres? Las ideas no son, por tanto, causas. Por otra parte, es un absurdo que los números hasta el diez sean más bien seres e ideas que el mismo número diez. Es cierto que estos números, en la hipótesis que discutimos, no son engendrados por la unidad, mientras que sucede lo contrario con la década; y esto quieren explicarlo diciendo que todos los números hasta el diez son números perfectos. En cuanto a todo lo que se liga a los números, como el vacío, la analogía, el impar, son, según ellos, producciones de los diez primeros números. Atribuyen ciertas cosas a la acción de los principios, como el movimiento, el reposo, el bien, el mal; y todas las demás cosas resultan de los números. La unidad es el impar, porque si fuese el número tres, ¿cómo el número cinco sería el impar? En fin, ¿hasta qué límite llega la cantidad para las magnitudes y las demás cosas de este género? La línea primera es indivisible, después la díada, y después los demás números hasta la década.

Además, si el número se ha separado, podría preguntarse ¿quién tiene la prioridad, la unidad o la tríada y la díada? En tanto que los números son compuestos, la unidad en tanto que el universal y la forma son anteriores, el número. Cada unidad es una parte del número, como materia: el número es la forma. Asimismo, desde un punto de vista el ángulo agudo es posterior al ángulo recto, porque se le define por el recto; desde otro, es anterior, porque es una parte de él, puesto que el ángulo recto pude dividirse en ángulos agudos. En tanto que materia, el ángulo recto, el elemento, la unidad son anteriores; pero bajo la relación de la forma y de la moción sustancial, lo que es anterior es el ángulo recto que se compone de la materia y de la forma; porque lo compuesto de la materia y de la forma se aproxima más a la forma y a la moción sustancial; pero bajo la relación de la producción, es posterior. ¿Cómo, por tanto, es la unidad principio? Es, se dice, porque es indivisible. Pero lo universal, lo particular, el elemento, son indivisibles igualmente, pero no de la misma manera: lo universal es indivisible en su noción; el elemento lo es en el tiempo. ¿De qué manera, por último, la unidad es un principio? El ángulo recto, acabamos de decir, es anterior al agudo, y el agudo parece anterior al recto, y cada uno de ellos es uno. Se dirá que la unidad es principio desde estos dos puntos de vista. Pero esto es imposible; lo sería por una parte, a título de forma y de esencia, y por otra a título del parte de materia. En la díada verdaderamente sólo hay unidades en potencia. Si el número es, como se pretende, una unidad y no un montón; si cada número se compone de unidades diferentes, las dos unidades se dan en él en potencia y o en acto.

He aquí la causa del error en que se incurre: se examina a la vez la cuestión desde el punto de vista matemático y desde el punto de vista de las nociones universales. En el primer caso se considera la unidad y el principio como un punto, porque la mónada es un punto sin posición; y entonces los partidarios de este sistema componen, como lo hacen también algunos otros, los seres con el elemento más pequeño. La mónada es la materia de los números, y así es anterior a la díada; pero bajo otra relación es posterior, siendo la díada considerada como un todo, una unidad, como la forma misma. El punto de vista de lo universal condujo a considerar la unidad como el principio general: por otra parte se le consideró como parte, como elemento: dos caracteres que no podrán encontrarse a la vez en la unidad. Si solamente la unidad en sí debe existir sin posición, porque lo que únicamente la distingue es que es principio y que la díada es divisible, mientras que la mónada no lo es, se sigue de aquí que lo que se aproxima más a la unidad en sí es la mónada; y si es la mónada, la unidad en sí tiene más relación con la mónada que con la díada. Por consiguiente, la mónada y la unidad en sí deben ser anteriores a la díada. Pero se pretende lo contrario; que lo que se produce primero es la díada. Por otra parte, si la díada en sí y la tríada en sí son ambas una unidad, ambas son la díada. ¿Qué es, pues, lo que constituye esta díada?


Parte IX

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Podría presentarse esta dificultad: no hay contacto en los números, no hay más que sucesión: ahora bien, ¿todas las mónadas entre las que no hay intermedios, por ejemplo, las de la díada o de la tríada, siguen a la unidad en sí? ¿La díada es anterior sólo a las unidades que se encuentran en los números siguientes, o bien es anterior a toda unidad? La misma dificultad tiene lugar respecto de los otros géneros del número, de la línea, de la superficie, del cuerpo. Algunos los componen con las diversas especies de lo grande y de lo pequeño: así componen las longitudes con lo largo y lo corto; las superficies con lo ancho y lo estrecho; los sólidos con lo profundo y lo no profundo, cosas todas que son especies de lo grande y de lo pequeño. En cuanto a la unidad considerada como principio de estos números hay diversas opiniones, las cuales están llenas de mil contradicciones, de mil ficciones evidentes y que repugnan al buen sentido. En efecto, las partes del número quedan sin ningún vínculo, si los principios mismos no tienen ninguno entre sí: se tienen separadamente lo ancho y lo estrecho, lo largo y lo corto; y si así fuese, la superficie sería una línea y el sólido un plano. Además, ¿cómo darse razón, en este sistema, de los ángulos, de las figuras, etc.? Estos objetos se encuentran en el mismo caso que los componentes del número; porque son modos de la magnitud. Mas la magnitud no resulta de los ángulos y de las figuras; lo mismo que la longitud no resulta de lo curvo ni de lo recto, ni los sólidos de lo áspero y de lo liso.

Pero hay una dificultad común a todos los géneros considerados como universales: se trata de las ideas que encierran un género. Y así, ¿el animal en sí está en el animal o es diferente de él? Si no existe separado de él, no hay dificultad; pero si existe independientemente de la unidad y de los números, como pretenden los partidarios del sistema, entonces la solución es difícil, a no ser que por fácil se quiera entender lo imposible. En efecto, cuando se considera la unidad en la díada, o en general en un número, ¿se considera la unidad en sí u otra unidad?

Lo grande y lo pequeño constituyen, según algunos, la materia de las magnitudes; según otros, el punto (el punto les parece ser, no la unidad, sino algo análogo a la unidad), y otra materia del género de la cantidad, pero no cantidad. Las mismas dificultades se producen igualmente en este sistema. Porque si no hay más que una sola materia, hay identidad entre la línea, la superficie y el sólido; si hay muchas, una para la línea, otra para la superficie, otra para el sólido, ¿estas diversas materias se acompañan o no? Se tropezará por este camino con las mismas dificultades: la superficie, o no contendrá la línea o bien será una línea. Además, ¿cómo el número puede componerse de unidad y de pluralidad? Esto es lo que no se intenta demostrar. Cualquiera que sea la respuesta, se tropieza con las mismas dificultades que cuando se compone el número con la díada indefinida. Unos componen el número con la pluralidad tomada en su acepción general, y no con la pluralidad determinada; otros con una pluralidad determinada, la primera pluralidad; porque la díada es una especie de pluralidad primera. No hay ninguna diferencia, por decirlo así; los mismos embarazos se encuentran en los dos sistemas con relación a la posición, a la mezcla, a la producción y a todos los modos de este género.

Veamos una de las más graves cuestiones que puedan proponérsenos para su resolución. Si cada mónada es una, ¿de dónde viene? No es cada una de ellas la unidad en sí; es una necesidad, por tanto, que vengan de la unidad en sí y de la pluralidad o de una parte de la pluralidad. Pero es imposible decir que la mónada es una pluralidad, puesto que es indivisible; si se dice que vienen de una parte de la pluralidad, surgen otras dificultades. Porque es necesario que cada una de las partes sea indivisible o que sea una pluralidad; y en este último caso la mónada sería divisible y los elementos del número no serían ya la unidad ni la pluralidad. Por lo demás, no se puede suponer que cada mónada venga de la pluralidad y de la unidad. Por otra parte, el que compone así la mónada, no hace más que dar un número nuevo, porque el número es una pluralidad de elementos indivisibles. Además es preciso preguntar a los partidarios de este sistema si el número es finito o infinito. Debe ser, al parecer, una pluralidad finita, la cual, junto con la unidad, ha producido las mónadas finitas; una cosa es la pluralidad en sí, y otra la pluralidad infinita. ¿Qué pluralidad con y en qué unidad se dan aquí los elementos?

Las mismas objeciones podrían hacerse [con relación] al punto y al elemento con que se componen las magnitudes. No hay un punto único, el punto generador: ¿de dónde vienen, pues, cada uno de los demás puntos? Seguramente no proceden de cierta dimensión y del punto en sí. Más aún; no es siquiera posible que las partes de esta dimensión sean indivisibles, como lo son las partes de la pluralidad, con las cuales se producen las mónadas, porque el número se compone de elementos indivisibles y no de magnitudes.

Todas estas dificultades y otras muchas del mismo género prueban hasta la evidencia que no es posible que el número y las magnitudes existan separadas. Además, la divergencia de opinión entre los primeros filósofos, con relación al número, prueba la perpetua confusión a que les conduce la falsedad de sus sistemas. Los que sólo han reconocido los seres matemáticos son independientes de los objetos sensibles, han desechado el número ideal y admitido el número matemático, porque vieron las dificultades, las hipótesis absurdas que entrañaba la doctrina de las ideas. Los que han querido admitir a la vez la existencia de las ideas y la de los números, no viendo claramente cómo, reconociendo dos principios, se podría hacer el número matemático independiente del número ideal, han identificado verbalmente el número ideal y el número matemático. Esto, en realidad, equivale a suprimir el número matemático, porque el número es en tal caso un ser particular, hipotético, y no el número matemático. El primero que admitió que había números e ideas, separó con razón los números de las ideas. En este punto de vista de cada uno hay, por tanto, algo de verdadero; pero no están completamente en la verdad. Ellos mismos los confirman con su desacuerdo y sus contradicciones. La causa de esto es que sus principios son falsos, y es difícil, dice Epicarmo, decir la verdad partiendo de lo que es falso; porque la falsedad se hace evidente desde el momento en que se habla.

Estas objeciones y estas observaciones [con relación] al número son ya bastantes: mayor número de pruebas convencería más a los que ya están persuadidos; pero no persuadiría más a los que no lo están. En cuanto a los primeros principios, a las primeras causas y a los elementos que admiten los que sólo tratan de la sustancia sensible, una parte de esta cuestión ha sido ya tratada en la Física, y el estudio de los demás principios no entran en la indagación presente. Debemos estudiar ahora estas otras sustancias que algunos filósofos consideran como independientes de las sustancias sensibles. Los hay que han pretendido que las ideas y los números son sustancias de este género, y que sus elementos son los elementos y los principios de los seres, y es preciso examinar y juzgar sus opiniones sobre este punto. En cuanto a los que se admiten sólo los números y los hacen números matemáticos, nos ocuparemos de ellos más adelante; ahora vamos a examinar el sistema de aquellos que admiten las ideas, y ver las dificultades que lleva consigo.

Por lo pronto consideran las ideas a la vez, primero como esencias universales, después como esencias separadas, y por último como la sustancia misma de las cosas sensibles; pero nosotros hemos demostrado precedentemente que esto era imposible. Lo que dio lugar a que los que afirman las ideas como esencias universales las reunieran así en un solo género, fue que no atribuyeron la misma sustancia a los objetos sensibles. Creían que los objetos sensibles están en un movimiento perpetuo, sin que ninguno de ellos persista; pero que fuera de estos seres particulares, existe lo universal, y que lo universal tiene una existencia propia. Sócrates, como precedentemente dijimos, se ocupó de lo universal en sus definiciones; pero no lo separó de los seres particulares, y tuvo razón en no separarlo. Una cosa resulta probada por los hechos, y es que sin lo universal no es posible llegar hasta la ciencia; pero la separación de lo general de lo particular es la causa de todas las dificultades que lleva consigo el sistema de las ideas.

Algunos filósofos, creyendo que sí hay otra sustancia además de las sustancias sensibles, que pasan perpetuamente, era imprescindible que tales sustancias estuviesen separadas, y no viendo, por otra parte, otras sustancias, admitieron esencias universales; de suerte que en su sistema no hay casi ninguna diferencia de naturaleza entre las esencias universales y las sustancias particulares. Esta es, en efecto, una de las dificultades que lleva consigo la doctrina de las ideas.


Parte X

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Hemos dicho al principio, al proponer las cuestiones que debían resolverse, las dificultades que se presentan, ya se admita, ya se deseche la doctrina de las ideas. Volvamos a tratar este punto.

Si se quiere que no sean sustancias separadas a manera de seres individuales, entonces se anonada la sustancia tal como nosotros la concebimos. Si se supone, al contrario, que son sustancias separadas, ¿cómo representarse sus elementos y principios? Si estos elementos son particulares y no universales, habrá tantos elementos como seres, y no habrá ciencia posible de los elementos. Supongamos, por ejemplo, que las sílabas que componen la palabra sean sustancias, y que sus elementos sean los elementos de éstas; será preciso que la sílaba BA sea lo mismo que cada una de las demás sílabas, porque no son universales, y no son idénticas por una relación de la especie; cada una de ellas es una en número, es un ser determinado, es sola de su especie. Luego en esta hipótesis cada sílaba existe aparte e independiente, y si esto son las sílabas, lo mismo lo serán también sus elementos. De suerte que no habrá mas que una sola A, y lo mismo sucederá con cada uno de los otros elementos de las sílabas en virtud de este principio, según el que una misma sílaba no puede representar papeles diferentes. Si es así, no habrá otros seres fuera de los elementos, no habrá más que elementos. Añádase a esto que no hay ciencia de los elementos, pues no tienen el carácter de la generación, y la ciencia abraza lo general. Esto se ve claramente en las definiciones y demostraciones: no se concluiría que los tres ángulos de un triángulo particular son iguales a dos rectos si los tres ángulos de todo triángulo no fuesen iguales a dos rectos; no se diría que este hombre es un animal si no fuese todo hombre un animal.

Si, de otro lado, los principios son universales, o si constituyen las esencias universales, lo que no es sustancia será anterior a la sustancia, porque lo universal no es una sustancia, y los elementos y los principios son universales. Todas estas consecuencias son legítimas, si se componen las ideas de elementos, si se admite que independientemente de las ideas y de las sustancias de la misma especie hay otra sustancia separada de las primeras. Pero nada obsta a que con las demás sustancias suceda lo que con los elementos de los sonidos; esto es, que se tienen muchas A y muchas B, que sirven para formar una infinidad de sílabas, sin que por esto haya, independientemente de estas letras, la A en sí, ni la B en sí.

La dificultad más importante que debemos tener en cuenta es la siguiente: toda ciencia recae sobre lo universal, y es de necesidad que los principios de los seres sean universales y no sustancias separadas. Esta aserción es verdadera desde un punto de vista, y desde otro no lo es. La ciencia y el saber son dobles en cierta manera: hay la ciencia en potencia y la ciencia en acto. Siendo la potencia, por decirlo así, la materia de lo universal y la indeterminación misma, pertenece a lo universal y a lo indeterminado, pero el acto es determinado: tal acto determinado recae sobre tal objeto determinado. Sin embargo, el ojo ve accidentalmente el color universal, porque tal color que él ve es color en general. Esta A particular que estudia el gramático es una A en general. Porque si es necesario que los principios sean universales, lo que de ellos se deriva lo es necesariamente, como se ve en las demostraciones. Y si esto es así, nada existe separado, ni aun la sustancia misma. Por lo tanto, es cosa clara que desde un punto de vista la ciencia es universal y que desde otro no lo es.