Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro II

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APULEYO

EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)

Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco

Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)


LIBRO SEGUNDO


[1] Tan pronto como se disipó la noche y empezó a alumbrar el sol del nuevo día, salté de mi cama con el más vivo deseo de conocer todas las rarezas y maravillas del país. «¡Cómo!, iba yo diciendo, ¡estoy en mitad de esta Tesalia, tierra clásica de hechizos, y célebre, sólo por eso, en el mundo entero! Así, pues, dentro de los muros de esta ciudad, ocurrieron los sucesos de que nos hablabla, durante el viaje, el buen Aristómenes.» Y sin embargo, no sabiendo hacia donde dirigir mis deseos y mí curiosidad, iba fijándome en todo con cierta inquietud. Todo lo que iba viendo se me figuraba que no era en realidad tal como se me aparecía a la vista. Figurábame que, por el poder infernal de ciertos conjuros, todo debía haberse metamorfoseado. Al dar con una piedra creía ver un hombre petrificado; si veía pájaros, eran hombres alados; los arboles del paseo eran también hombres cubiertos de follaje; las fuentes, al manar, se escapaban de un cuerpo humano; me parecía que las estatuas y las imágenes se disponían a andar: las paredes, a hablar; los bueyes y demás animales, a presagiar el porvenir, y que, del cielo, del mismo cielo, y de la inflamada órbita del sol, descendían, de repente, algunos oráculos.

[2] Esta imbecilidad llegaba a la estupidez, y mi curiosidad era realmente una enfermedad. Iba y venía por todas partes sin encontrar huellas ni señal de nada que me tranquilizara. Sin embargo, yendo de puerta en puerta con el aire abandonado de un pordiosero, y el paso incierto de un borracho, encontreme de pronto, sin saber cómo, en el mercado de comestibles. Precisamente pasaba una dama, y apreté el paso para alcanzarla; iba rodeada de muchos criados. El oro que brillaba en sus joyas y en su vestido de encaje, indicaba claramente que era una mujer aristocrática. A su lado iba un hombre de edad avanzada, que exclamó al verme: «¡Eh!, sí, es él, es Lucio», y corrió a abrazarme. Luego murmuró al oído de la dama algunas palabras que no entendí. «Acercaos, prosiguió, y saludad a vuestra madre.—No me atrevo, respondí, porque no conozco a esta señora.» Y al instante, subiéndome el color a las mejillas, retiré la cabeza atrás y retrocedí unos pasos. Mas ella, dirigiéndome una mirada, dijo: «Lo ha heredado de sus padres: tiene el mismo aire de nobleza que su madre Salvia; por lo demás, tiene muy gallarda presencia y reúne todos los elementos de una hermosura completa. No es demasiado alto; es esbelto sin ser delgado; su tez tiene buen color; tiene el pelo rubio y ensortijado naturalmente; sus ojos, aunque azules, son vivos; su mirada tiene la viveza del águila, y esta mirada es siempre brillante, cualquiera que sea la dirección en que mire; su andar es noble sin afectación.»

[3] Y añadió: «Soy yo, mi querido Lucio, quien te ha criado con sus propias manos. ¿Podía ser de otro modo? No solamente soy pariente de tu madre, sino que somos también hermanas de leche. En efecto, las dos somos descendientes de la familia de Plutarco: hemos mamado al mismo tiempo de una misma nodriza: hemos crecido juntas como dos hermanas: y, ahora, únicamente diferimos en la posición social, puesto que ella ha hecho un brillante matrimonio, y yo lo contraje con un artesano. Soy la propia Byrrhene [---], de que tanto has oído hablar, sin duda, a los que te educaron. Acepta, pues, confiado, la hospitalidad de mi casa: o mejor, haced en ella, desde ahora, como si estuvierais en la vuestra.» Mientras iba hablando desapareció mi sonrojo. «Madre mía, le dije, no puedo abandonar a mi huésped Milon, puesto que no tengo de él queja alguna. Pero os haré la corte asiduamente, tanto como pueda, sin faltar a los debidos miramientos. Cada vez que se repita este viaje, únicamente iré a alojarme en vuestra casa.» Durante estas escaramuzas y otras de igual carácter, anduvimos algunos pasos y llegamos a la casa de Byrrhene.

[4] Servíale de entrada una magnífica galería cuadrada, en cuyos ángulos se elevaban columnas que remataban en estatuas de la Victoria. Tenían las alas desplegadas y se sostenían sobre una bola perfectamente esférica. Lejos de andar, apenas si besaban sus pies aquellas movibles superficies; diriase que descansaban un instante para remontar su vuelo. En el centro de este recinto había una estatua de Diana, de mármol de Paros. Era una hermosa obra; el aire hacía flotar el ropaje de la Diosa; su paso era vivo, como adelantándose a recibir a los visitantes, y su majestuoso carácter inspiraba profunda veneración. Por todos lados la rodeaban perros, esculpidos en piedra, de mirada amenazadora, orejas tiesas, narices dilatadas y las fauces prestas a devorar: si por allá se hubiese oído un ladrido, se podría creer que salía de sus bocas. Como detalle, que os pintará cómo el genial artista se había excedido a sí mísmo en su obra, bastará deciros, que estos perros tenían la cabeza y el pecho inclinados hacia adelante, descansando en sus dos patas delanteras, mientras que las dos de atrás parecían estar corriendo. Detrás de la dehesa, elevábase, en forma de, gruta, un macizo de rocas tapizado con musgo, césped, flexibles lianas y algunos arbustos que, a trechos, salían como flores de piedra. El reflejo de la estatua proyectábase al interior, gracias a la transparencia del mármol. Por los bordes de las rocas colgaban frutas y racimos tan admirablemente esculpidos, que el arte rivalizaba con la naturaleza: hubierais jurado que en la época de la vendimia se les podría comer, cuando el otoño les hubiera dado color y madurez; y mirando los riachuelos, que en suaves ondulaciones escapaban de los pies de la diosa, habríais creído que estos frutos, como uvas suspendidas de la vid, presenta ban la ilusión del movimiento. A través del follaje percibíase un Acteón de piedra, encorvado, que esperaba ávidamente que la diosa viniese a bañarse en la fuente de la gruta, y que empezaba ya a metamorfosearse en ciervo.

[5] Mientras con placer infinito, admiraba yo en sus menores detalles estos en cantadores objetos, díjome Byrrhene: «Todo lo que ves, es tuyo.» Y así hablando, mandó que se retirase su séquito y nos quedamos a solas. Cuando así fue: «Juro, por esta diosa, mi querido Lucio, dijo, que nada puede igualar la viva inquietud que me inspiras y el deseo que tengo de velar sobre ti, porque te amo como si fueras mi hijo. Guárdate, guárdate con firmeza de los peligrosos artificios y de los detestables atractivos de esta Pánfila, la esposa de Milon, vuestro huésped; es una hechicera de primer orden; está graduada de maestra en hechizos sepulcrales. Por medio de varillas, guijarros y otros chirimbolos, sobre los cuales sopla, puede precipitar los astros desde lo alto del empíreo a las profundidades del Tártaro y al caos primitivo. Apenas ve un joven de rostro agraciado, se enamora de su belleza, y, desde este instante, sus ojos y su corazón no se separan de él, le prodiga caricias, se apodera de su espíritu y le ata para siempre con sus amorosos lazos. »Y a los que se muestran poco complacientes o desdeñosos, les cobra odio y les transforma en piedras, corderos, carneros u otra clase de animal, a algunos les aniquila absolutamente. Esto me da miedo para ti, y por eso creo mi deber advertírtelo, para que te pongas en guardia: ella tiene siempre a su disposición filtros ardientes y, tú, por tu edad y tu graciosa presencia, la cautivarás.» Esto me dijo Byrrhene con solicitud.

[6] ¡Oh, fuerza de la curiosidad! Apenas hube oído pronunciar el nombre de esta hechicera, que me había seducido siempre, lejos de pensar en precaverme de Pánfila, sentí, por el contrario, deseos de ir a rogarle que me iniciara en su arte a cualquier precio; me impacientaba por hundirme en este abismo. Mi afán rayaba en delirio de tal modo, que, desprendiéndome de las manos de Byrrhene como de una cadena, y díciéndole bruscamente, ¡adiós! volé a la casa de Milon.


Corriendo como un loco, iba diciendo: «¡Vamos, Lucio, serenidad y atención! He aquí la ocasión tan deseada; tus constantes votos se realizan; vas a saturarte de esos maravillosos cuentos. Despréndete de infantiles temores, emprende resueltamente; este negocio y no le dejes escapar; pero evita toda intriga amorosa con tu huéspeda; respeta religiosamente la cama nupcial del honesto Milon. Que todos los ataques se dirijan contra Fotis, la joven sirviente: la picarona no es nada fea, le gusta la broma y yo no soy menos taimado que ella. Anoche, al ir a acostarme, me acompañó muy amablemenle a mi habitación, me colocó en la cama con mucho cuidado, y me abrigó con mucho mimo: besome luego en la frente y dio a entender con su mirada, que sentía abandonarme; y varias veces se detuvo para contemplarme una vez más. Acepta de buen grado el presagio, y el cielo sea en tu ayuda. Sí, salga lo que saliere, debes probar fortuna con Fotis.»

[7] En mitad de este soliloquio llego a la puerta de Milon, bien empapado de mi proyecto. Precisamente no estaban en casa ni Milon ni su mujer, únicamente mi adorada Fotis, ocupada en preparar para los amos un manjar, que prometía ser delicioso, según el olor que desprendía la cacerola. Vestida con un traje de lino muy limpio, sujeto a la garganta por una cinta roja, daba vueltas al asador con las manos más lindas y graciosas del mundo, y mientras hacía esta operación encorvaba y enderezaba dulcemente su cuerpo con las más agradables y alteradoras ondulaciones. A su vista quedé inmóvil y estupefacto; mis sentidos, tan tranquilos un momento antes, se inflamaron al punto. «Mi adorada Fotis, le dije por fin, ¡con qué atractivo, con qué gracia balanceas la cacerola y tu cuerpo! ¡Qué deliciosa comida preparas! ¡Feliz como nadie en el mundo aquel a quien, permitas probarlo con la punta del dedo!» La picara, tan sagaz como bonita: «Apartaos, dijo, mi pobre muchacho; apartaos de mis ascuas; una sola chispa que os alcance arderéis hasta la médula y nadie podrá apagar vuestro fuego, como no sea yo, cocinera acomodaticia que tan bien sabe manejar la cacerola como el catre.»


[8] Y diciendo esto se echó a reír. Yo, sin embargo, antes de abandonarla, recorrí todo su cuerpo con amorosa mirada. Pero, ¿para qué hablar de otras diversiones, si no acostumbro a prestar atención más que a la cabeza y a los cabellos? En público es lo que contemplo con más placer y en privado es lo que me proporciona mas deleite. Me basta para establecer tal preferencia, el que esta parte principal, tan visible y aparente, impresiona nuestra primera mirada: además, el efecto que los lujosos vestidos producen con sus vivos colores al resto del cuerpo, únicamente la belleza natural puede realizarlo en el cabello. Último argumento: la mayor parte de las mujeres, para hacer admirar su gracia y su hermosura, rechazan los vestidos, arrojan los velos y gozan enseñando sus encantos al desnudo, sabiendo que cautivarán más admiradores con la rubicundez de su piel que con el oro de sus más caras joyas, y sin embargo (¡qué blasfemia voy a proferir!, que jamás veamos semejante horror), privad de sus cabellos a la mujer más bella y admirable: privad a su rostro de este encanto natural: en vano habrá ella descendido del cielo, nacido en el mar o salido del seno de las olas; en vano será la misma Venus en persona, rodeada de su cortejo de Gracias y de un enjambre de amorcillos, Venus armada de su cinturon, exhalando los más dulces perfumes, destilando bálsamos; si se presenta calva no enamorara ni al propio Vulcano.

[9] Habladme de una cabellera cuyo color sea tan agradable como perfecto su brillo; cuyos destellos irradien vigorosamente a la luz del sol o lo reflejen con dulzura, presentando variados cambiantes, según los diversos accidentes de la luz. Unas veces serán cabellos rubios, cuyo dorado, menos deslumbrador en la raíz, tomará el color de un rayo de miel; otras veces serán negros, como el azabache, que disputaría los matices azulados del cuello del pichón. Perfumados con las esencias da Arabia, delicadamente peinados, recogiéndose en la nuca, ofrecen al amante que viene a verlos, la imagen de su rostro, y sonríe de placer. Otras veces trenzados en apretado rodete, coronan la cabeza; otras veces libremente esparcidos, se escampan ampliamente sobre las espaldas. Finalmente, el peinado es un adorno tan ventajoso, que a pesar del oro, los más soberbios trajes, los diamantes y demás seducciones con que se presenta coquetamente adornada una mujer, si su cabellera está descuidada no habrá quien alabe su vestir. En mi adorada Fotis buscaba yo menos los encantos de su tocado que un decente abandono que la embellecía extraordinaria mente: sus cabellos, abundantes, se reunían en lo alto de su cabeza, de donde se desvanecían graciosamente para caer alrededor de su cuello, formándole un collar de hermosos bucles.

[10] Me fue imposible soportar por más tiempo la tortura de tan embriagadora voluptuosidad, e inclinándome hacia su cuello, recogí, en el mismo nacimiento de sus hermosos cabellos, un beso más dulce que la miel. Volvió la cabeza, y dándome de través una mirada de las más asesinas: «0h, oh, muchacho, estas golosinas traen su amargura. Cuidado en abusar; te arriesgas a que la bilis se te ponga agria una temporada.—¿Qué me estas diciendo, mi adorada, cuando por una sola caricia, que me devolverá la vida, estoy dispuesto a dejarme asar de pies a cabeza en tu brasero?» Al decir esto abracé fuertemente a la amable Fotis. Mi ardor despertó el suyo y pronto rivalizó conmigo en ternura y transportes amorosos. Sus labios, casi cerrados, exhalaban un delicioso perfume y me inspiraban los más ardientes deseos: «Yo muero, exclamé; mejor dicho, ya estoy muerto, si no tienes piedad de mí.» A estas palabras respondió redoblando sus caricias: «Anímate, tu llama ha encendido otra mayor y Fotis es tu esclava. No retardemos inútilmente nuestros placeres: a la hora de encender las antorchas estaré en tu habitación; vete y prepárate bien, porque quiero luchar vigorosamente contigo, con todas mis fuerzas.»

[11] Después de tales propósitos y otros semejantes, nos separamos. A mediodía trajéromne de parte de Byrrhene algunos obsequios de bienvenido; un lechoncito, cinco gallinas y un pellejo de excelente vino añejo. Llamé a Fo tis y le dije: «Toma, he aquí a Baco comunicando vigor a Venus y prestándole sus armas. Bebámonos hoy todo este vino, ahoguemos en él una reserva que helaría nuestros transportes y que nuestro amor aumente en coraje y fortaleza. ¿Qué necesitamos para pasar una noche sin dormir, en el mar de Paphos? Aceite en la lámpara y abundante vino.» Pasé el resto del día en el baño y volví, según me había suplicado el honesto Milon, a ocupar mi puesto en el raquítico mueble que él apellidaba su mesa. Evité, en lo posible, las miradas de su esposa, no olvidando los avisos de Byrrhene y si alguna vez la miré, fue con indecible sobresalto como si estuviera contemplando las olas del Averno. Pero a cada momento volvía la cabeza para ver a Fotis que nos servía, v al verla sentíame animoso. Llegada la noche dijo Pánfila contemplando la lámpara: «Mañana lloverá mucho.» Preguntole su marido en qué se fundaba. «La lámpara lo señala», respondió. Milon echose a reír diciendo: «Así, pues, tenemos una sibila en la persona de nuestra lámpara puesto que desde su hogar, como desde un observatorio, contempla el sol y todo lo que pasa en la región celeste.»

[12] Tomé entonces la palabra: «Estos son los primeros datos en materia de adivinar; nada de esto debe extrañarnos: por pequena que sea esta llama y aunque la hayan encendido manos mortales, no deja de simpatizar con este potente hogar, este fuego celeste de que forma una mínima parte. Y lo que debe ocurrir en la bóveda celeste lo sabe y nos lo anuncia por presagio divino. Actualmente hay en mi pueblo, en Corintio [---], un extranjero, caldeo, que cada día causa emoción a toda la ciudad por sus sorprendentes respuestas y se gana la vida publicando los secretos del porvenir. Indica el día más conveniente para contraer un matrimonio feliz; para echar los cimientos de una construcción duradera; para negociar con ventaja; el día en que, viajando, encontraréis más gente por el camino; qué otro es a propósito para embarcarse, etc. etc. Yo mismo le pregunté qué me ocurriría en este viaje, y me auguró cosas maravillosas; que alcanzaría una brillante reputación, que mis aventuras servirían de texto a una larga historia, de fábula inverosímil, y que yo sería el héroe de un libro.»


[13] «¿Qué tipo tiene vuestro caldeo, dijo Milon echando a reír, y cómo se llama?—Es un hombre de elevada estatura, muy moreno, le respondí. Se llama Diófano [---]. Pues es el mismo, dijo Milon, y no es posible que sea otro. También ha hecho aquí numerosos presagios a varias personas y había reunido ya un capital algo regular cuando la fortuna le volvió la espalda, o mejor dicho, se puso a perseguirle cruelmente. Un día, rodeado de numerosa muchedumbre, distribuía sus profecías en la galería de espectadores. Un negociante llamado Cerdón adelantose para saber qué día debía emprender un viaje. Diófano señaló el día y el otro había ya sacado de su bolsa cien denarios para pagar la profecía, cuando de pronto un joven de distinguido aspecto se acercó al adivino por la espalda, le quitó la capa y al momento en que volvía la cabeza abrazole el joven fuertemente y le beso con efusión. »Diófano, después de abrazarle también, le hizo sentar a su lado y este encuentro inesperado le sorprendió y turbó de tal modo que se le olvidó la operación que estaba practicando. «Mucho tiempo ha, dijo el recién llegado, que te esperaba.—Llegué anoche mismo, respondió el joven; pero explícame, hermano mío, qué tal te ha ido e viaje así por mar como por tierra, después de tu precipitada salida de la isla de Eubea.»

[14] A esta pregunta, nuestro inconmensurable Caldeo Diófano, fuera de sí y perdiendo los estribos, dijo: «¡0jalá que los enemigos de nuestra patria y los míos, tengan un viaje tan funesto! Fue una verdadera odisea. Nuestro buque, agotado por varios temporales, sin timón, fue arrojado violentamente contra la costa y se hundió en un momento: apenas pudimos salvarnos a nado, perdiendo todo el ajuar. Lo poco que más tarde pudimos recoger gracias a la caridad de unos desconocidos o al buen afecto de nuestros amigos, nos fue robado por una cuadrilla de ladrones y queriendo mi hermano único, Arisuat [Arignoto], rechazar su ataque cayó el pobre degollado a mis pies.» Mientras hacía esta narración con profundas muestras de dolor, Cerdón, el negociante, había cogido de nuevo el dinero destinado a pagar la profecía y había huido como un gamo. Sólo entonces Diófano, como si despertara de un profundo sueño, vio el perjuicio que le acarreaba su imprudencia, en particular cuando vio que todoa los que le rodeábamos estábamos riendo a mandíbula batiente. «¡Mas, en fin, señor Lucio, quiera el cielo que por rara excepción os haya dicho el caldeo la verdad! Os deseo prosperidades de toda suerte y deseo que vuestro viaje continúe bajo los mejores auspicios.»

[15] Durante la charla de Milon, que nunca acababa, suspiraba yo por lo bajo y me impacientaba contra mí mismo por haber provocado una conversación tan inoportuna que me hacía perder buena parte de la noche y los deliciosos frutos que esperaba de ella. Finalmente, echando la capa al toro, dije a Milon: «Que Diófano se las componga como pueda, y que vaya recorriendo mar y tierra cuanto guste; yo estoy todavía fatigado de la jornada de ayer, y permitidme que me retire en seguida a descansar.» Me despedí de él y entré en mi habitación, donde encontré los galantes preparativos de la más apetitosa cena.


En efecto, la cama de los criados había sido dispuesta lo más lejos posible de mi puerta, sin duda para que nuestros propósitos amorosos no tuvieran otro testigo que la noche. Frente a mi cama se levantaba un velador cargado con los restos suculentos de la comida y dos copas de buen tamaño con vino hasta la mitad; al lado de una botella de cuello ensanchado con desahogada abertura, para que manara fácilmente el líquido embriagador; dignos preludios gastronómicos del combate que iba a librarse en honor a la más hermosa de las diosas.

[16] Apenas estuve en la cama, mi querida Fotis, que había acostado ya a su ama, corrió hacia mí tirándome ramos de rosas y deshojándose algunas en su seno. En seguida, después de haberme enlazado con guirnaldas y cubierto de flores en medio de las más tiernas caricias, tomó una de las copas, y acabando de llenarla con agua tibia me la ofreció a que la bebiera. Pero antes de haberla vaciado del todo me la quitó dulcemente y la llevó a su boca, y fijos sus ojos en los míos, bebió el resto a pequeños sorbos: otra, otra y otras varias libaciones fuimos saboreando, hasta que quedé hecho una sopa, y comunicándose el desorden de mi imaginación a toda mi persona, quise mostrar a Fotis la impaciencia con que contenía mi ardor. «Ten piedad de mí, le dije, ven en mi auxilio. ¿No veis que estoy preparado? Desde el primer encuentro de este combate que me has declarado, sin la intervención del fecial, el cruel Cupido me ha atravesado bruscamente el corazón con una flecha: me duele mucho; no puedo resistir mas tiempo sus ataques. Pero para hacerme completamente feliz empieza por desatar la cabellera, y que sus ondulantes rizos floten en libertad durante los ataques.»

[17] En un instante retiró los cubiertos. Consintió luego, a petición mía, en desatar las trenzas de su cabellera, que ofrecía el más lindo desorden, y presentome la deliciosa imagen de Venus adelantando sobre las ondas del mar. Sus encantos quedaban algo velados por la celosa mano que los ocultaba; pero comprendí que mejor era un gesto de coquetería que la alarma del pudor. «¡Al combate!, gritó; despliega todas tus fuerzas; porque ni quiero rendirme ni emprender la retirada; vamos, acércate si eres hombre valiente; ataca con energía; triunfa para sucumbir; el combate de hoy no será jamás visto.» Y dando rienda suelta a nuestros transportes, satisfizo por fin mi impaciencia; hasta que una muelle languidez enervó nuestros espíritus, nos precipitamos uno en brazos del otro para confundir nuestras almas moribundas. Estas luchas, y otras semejantes, nos condujeron al amanecer sin que hubiésemos pensado en dormir un solo punto. A menudo, Baco animaba nuestras fuerzas, vigorizando nuestro ardor, y así gozábamos de nuevos placeres. Este encuentro fue seguido de varios otros que organizamos de un modo semejante.


[18] Por fortuna, cierto día, Byrrhene insistió vivamente para que cenara en su casa, y aunque yo lo rehusé cuanto pude, no quiso dar oído a mis excusas. Necesite hablar de ello a Fotis y pedirle consejo, puesto que era mi oráculo. Aunque pesarosa por tenerme lejos, aunque sólo fuera un palmo, concediome, sin embargo, de buen grado, esta pequeña tregua de amor. «Poro por lo menos, me dijo, procura levantarte temprano de la mesa, porque entre los jóvenes de la nobleza hay una cuadrilla de camorristas que diariamente ponen en alarma la ciudad, y verás, por otra parte, hombres asesinados en mitad de la calle. Las guardias no logran impedir estas escenas. Precisamente tu brillante posición, y el poco miramiento que se guarda a los extranjeros, te expone a cualquier alevosía.—Quédate tranquila, querida Fotis, le dije; sin contar que prefiero las delicias que tú me brindas a todos los festines del mundo, puedes tener, además, la seguridad de que prevendré las alarmas que me indicas, regresando temprano. Por lo demás, no iré solo, porque irá a mi lado mi fiel espada y llevaré mi pasaporte.» Con estas prevenciones me fui al banquete,


[19] donde hallé gran cantidad de convidadosde la alta aristocracia a que pertenecía Byrrhene. Las camas, de una extremada magnificencia, eran de madera de limonero incrustada de marfil, y las sábanas eran bordadas. Había gran surtido de vasos, tan varios por sus elegantes formas como únicos por su valor; en unos, el cristal era hábilmente cincelado: en otros, brillaba con mil facetas, en otros, los destellos de la plata y los chispeantes fuegos del oro; también algunas copas, maravillosamente talladas en ámbar para servir en grandes festines. Todo lo imaginable estaba reunido allí. Había numerosos pinches de cocina magníficamente vestidos. Los abundantes platos eran servidos con la gracia mas gentil por muchachas; niños de rizado cabello, y elegante uniforme, presentaban a cada instante el vino añejo en vasos hechos de piedras preciosas. Cuando llevaron las lámparas se animó la mesa; hubo un fuego graneado de sonrisas, chanzas y chascarrillos. Byrrhene dirigiome así la palabra: «¿Te encuentras bien en nuestro país? No sé si me engaño al creer que no hay en otra ciudad alguna templos, baños, ni edificios particulares mejores que los nuestros. Poseemos, además, en alto grado, todas las comodidades apetecibles. Para quien busca el reposo, hay libertad completa, y el extranjero que viene para negocios, halla aquí tanto comercio como en Roma; así como si tiene hábitos apacibles, goza de una tranquilidad tan completa como en el campo. En una palabra, para toda la provincia, nuestra ciudad es un nido de delicias.

[20] —Tenéis mucha razón, señora, le respondí. No creo haber jamás encontrado en parte alguna la libertad de que aquí se goza; pero me dan miedo las tenebrosas e inevitables acechanzas de los hechiceros. Se dice que ni los sepulcros, están al abrigo de ciertas profanaciones. Sobre las mismas tumbas van a robar ciertos despojos; trozos de cadáver, para hacer caer las más espantosas desgracias sobre la cabeza de los vivientes. Viejas hechiceras hay, que en el mismo momento en que se preparan los funerales de un difunto, se apresuran a robar el cadáver antes que lo sepulten.» Uno de los concurrentes añadió: «Es más aun; ni los vivos están seguros. Una aventura por el estilo, ocurrió a no sé quién: fue mutilado y desfigurado completamente.» A estas palabras, los comensales estallaron en una gran risa. Todas las caras, todos los ojos se dirigieron a un hombre que estaba escondido en un rincón de la sala. Confuso por la obstinación con que todos le miraban, murmuraba impaciente, y quería levantarse para salir. «No, mi querido Telefronte, le dijo Byrrhene, siéntate otra vez, y con tu habitual amabilidad, explícanos una vez más tu historia, a fin de que mi estimado hijo Lucio tenga el placer de oírla de tu boca.—Vos, señora, respondió, sois siempre fiel a vuestros santos y bondadosos hábitos: pero hay personas cuya insolencia es insoportable.» Dijo estas palabras muy emocionado, pero a fuerza de insistir y de conjurarle por lo que más estimara en el mundo, logró Byrrhene hacerle hablar.

[21] Entonces, arremolinando una porción del mantel, para apoyar cómodamente el codo, irguiose en su asiento y extendió la diestra, colocando los dedos a estilo de orador; es decir, cerrados los dos últimos y presentando los otros hacia adelante, así como amenazando con el pulgar. Luego, sonriendo satisfecho, habló así Telefronte: «Todavía tenía yo tutor, cuando abandoné Mileto para ir a los juegos olímpicos y con la intención de venir al mismo tiempo a visitar esta provincia de que tanto había oído hablar. Después de recorrer la Tesalia entera, llegue, ¡ay, de mí! a Larisa, para desgracia mía. Corriendo por todas partes, y buscando el modo de aliviar mi apurada situación, puesto que mis caudales para el viaje se habían evaporado ya, distinguí, en mitad de una plaza, un viejo de elevada estatura. Estaba subido cu una piedra, y gritaba en alta voz: —¿Quién quiere guardar un muerto? ¿Cuánto dinero pedís? Entonces, dirigiéndome al primero que topé:—¿Qué significa esto?, le pregunté. ¿Los muertos de este país. tienen la costumbre de escapar?—Calla, me respondió, eres joven, eres extranjero y veo que no conoces el país. Estás en la Tesalia, donde las hechiceras tienen la costumbre de mutilar a mordiscos el rostro de los cadáveres para sus operaciones mágicas.

[22] —¿Y en qué consiste esta guardia de los muertos?—Ante todo, hay que velar muy atentamente toda la noche, siempre con los ojos muy abiertos, acechando, sin separarlos un punto del cadáver, y mucho menos, por tanto, volver la cabeza. Porque estas malditas brujas se transforman en cualquier clase de animales, se escurren a escondidas y son capaces de esquivar fácilmente las miradas del sol y de la justicia. Toman forma de pájaro, perro, ratón y hasta de mosca; luego, con sus terribles conjuros, sepultan al guardián en un profundo sueño, y es imposible enumerar completamente las tenebrosas mañas que discurre la fantasía de estas malditas hembras. Y, sin embargo, por tan peligroso oficio, no se suelen ofrecer más que cuatro o seis monedas de oro, ¡Ah... se me olvidaba! Si a la mañana siguiente, el guardián no entrega el cuerpo completo, tiene que sustituir las partes mutiladas con un pedazo de carne equivalente, que le cortan de la cara.


[23] «Enterado de esto, me revestí de coraje, avancé hacia el pregonero, y le dije:—No echéis más los bofes por la boca; el guardián que buscáis soy yo: veamos el precio. —Se os darán mil escudos. Pero tened cuidado joven; este cadáver es el hijo de uno de los primeros de la ciudad, y es preciso que esté bien garantido de estas infames harpías.—Recomendaciones inútiles, puras bagatelas: yo soy un hombre de hierro: jamás me duermo, y en cuanto a perspicacia, desafío a Argos y a Lynceo. Es decir: soy todo ojos. Apenas acabé de hablar, me condujo a una casa, en la que entramos por una puerta excusada, puesto que la principal estaba cerrada, y me encontré en una habitación cerrados, los postigos sin dejar filtrar un rayo de luz: me mostró una dama vestida de negro, que derramaba abundante llanto, y acercándose a ella, le dijo: «He aquí un hombre que valientemente se ha presentado y ha hecho precio para guardar el cadáver de vuestro esposo.» La viuda, entonces, apartando los cabellos que le caían sobre el rostro y dejando ver una cara hermosísima, aún en el dolor, detuvo su mirada sobre mí:—Os conjuro, me dijo, a que cumpláis vuestro ministerio con toda la vigilancia de que seáis capaz.—Estad tranquila, le respondí, supuesto que me dais un suplemento razonable.

[24] Quedamos de acuerdo, y levantándose, me acompañó a otra habitación, donde estaba el cadáver envuelto en un sudario de deslumbrante blancura, «Mandó entrar siete personas destinadas a servir de testigos, y al descubrir ella misma el cadáver, rompió en copioso llanto. En seguida, con El testimonio de los allí congregados, comenzó una minuciosa inspección de todos los miembros del difunto, ocultos hasta este instante, y uno de los concurrentes levantó el inventario. —Ya veis, me dijo, que la nariz está entera, los ojos en buen estado, los labios intactos, nada falta a la barba-¡Apelo, pues, a vuestro fiel testimonio! Y dichas estas palabras y firmado el inventarío se retiró. Pero yo la retuve diciéndole:—Señora, mandadme traer todo lo indispensable a mi misión.—¿Eh, qué decís?—Una gran linterna, respondí, aceite para que alumbre hasta el nuevo día, agua caliente, algunas botellas de vino, un vaso y los restos de vuestra cena. Pero ella, meneando la cabeza: —Vamos, me dijo, sois un impertinente. ¿Pues qué? En una casa tan afligida pedir comida, cuando largo tiempo ha que no se ha encendido la lumbre. ¿Os imagináis haber venido aquí para regodearos? ¿No haríais mejor en derramar abundantes lágrimas y poner cara compungida, como conviene al caso? Y esto diciendo, dirigiose a la criada:—Myrrina, trae inmediatamente una lámpara y aceite y una vez hayas encerrado al guardián sal de la habitación.

[25] »Quedéme, pues, solo en compañía del muerto, frotándome los ojos para prevenirme del sueño y cantando para no tomar miedo. Llega el crepúsculo, luego la noche, en seguida, negra noche, luego la hora del más profundo sueño y finalmente la hora fatal de media noche. Me sentí sobrecogido de terror, que a cada instante aumentaba, cuando de pronto vi dibujarse una comadreja, que se detuvo frente a mí, lanzándome una mirada tan penetrante, que aquel animalejo me heló la sangre en las venas: tan atrevido se presentó. Al fin le dirigí la palabra: "¡Vete, bestia inmunda, a cazar ratones, tus semejantes, si no verás sin más tardanza la fuerza de mi brazo! ¿Te vas?» La comadreja dio media vuelta y salió de la habitación. Al cabo de un momento estaba yo sumido en el más profundo sueño, hasta el punto que el mismo dios de Delfos habría apenas distinguido cuál de los cuerpos yacentes era el difunto. Así, pues, privado del conocimiento y necesitando yo mismo otro guardián, estaba allá como si estuviera en el limbo.

[26] »Ya los gallos del vecindario anunciaban ruidosamente la llegada de la aurora. Despierto, por fin, y temblando y pavoroso me acerco al difunto: le descubro la cara, acerco la luz y me pongo a examinar detalladamente este rostro que me entregaron completo. De pronto la infeliz viuda, presa de gran angustia y deshecha en lágrimas, corrió seguida de los testigos hacia el cuerpo de su difunto esposo. Y después de besarlo largo tiempo lo examina detenidamente a la luz de la linterna. Luego, volviéndose, llama a su intendente Filodéspotes y le ordena pagar sin retardo tan excelente guardián:—Joven, me dijo luego, os quedo muy agradecida y sólo sé corresponder a vuestro meritorio servicio contándoos, en adelante, en el número de mis amigos. Encantado de tan inesperado negocio y extasiado ante aquel montón de oro que hacía yo sonar en mi mano,-No, señora, no, le dije. Consideradme más bien como criado vuestro y siempre que necesitéis de mis servicios mandadme con entera confianza. »Apenas hube hablado, todos los amigos de la viuda me llenaron de improperios, como profeta de desgracias, y pillando lo primero que les vino a mano me embistieron. Unos dábanme puñetazos en la cara, otros me azotaban cruelmente las espaldas, otros me hundían un par de costillas de un empujón, dábanme puntapiés, me arrancaban los cabellos y me rasgaban el vestido. Así me echaron de la casa, como al bello Adonis, o como al hijo de Caliope [---], gloria del monte Pimpla:

[27] apabullado y hecho pupa. »Mientras en una calle inmediata recobraba poco a poco el aliento y recordaba, aunque tarde, la torpeza y malos augurios contenidos en las palabras que proferí, confesando que, en conciencia, merecía mayor castigo todavía, terminaban los últimos lamentos y despedidas. La comitiva fúnebre se puso en marcha y, según, costumbre del país, iba seguido, en razón de su elevado rango, de un pomposo cortejo que atravesaba la plaza pública. Un viejo acercose precipitadamente al féretro, el desolado rostro bañado en lágrimas y arrancándose sus hermosos cabellos blancos. Con los dos brazos asiose al ataúd y con voz entonada, interrumpida a menudo por loa sollozos, dijo:—Ciudadanos, por lo más sagrado del mundo, en nombre de la piedad publica, vengad el asesinato de uno de vuestros hermanos y castigad con la última pena un ser infame y criminal: esta mujer, culpable del más horrendo crimen; porque ella y sólo ella ha envenenado a este desgraciado joven, sobrino mío, para favorecer un amor adúltero y apoderarse de sus bienes. Así habló el viejo y a todos iba repitiendo sus lamentos y sus quejas. El pueblo tomó interés por el suceso y pareciendo verosímil la acusación hizo causa común con el viejo. Pedían a grandes voces una hoguera; buscaban piedras y excitaban a los chiquillos contra la viuda. Pero ella, bañado el rostro en lágrimas de encargo y poniendo por testigos, con la mayor solemnidad que pudo, a todos los dioses, negó tan horrible imputación.

[28] »—Pues bien, replicó el viejo, encarguemos a la divina Providencia el cuidado de esclarecer la verdad. Hay aquí un egipcio, llamado Zaclas, profeta de primera categoría, que mediante una fuerte suma convino tiempo atrás conmigo en traerme, para breves instantes, un alma del infierno y reanimar un cuerpo después de muerto. »Diciendo esto hizo avanzar por entre la muchedumbre a un joven vestido con tela de lino, calzado con hojas de palmera y la cabeza completamente afeitada. Después de besarle largo rato las manos y abrazarle las rodillas, dijo:—¡Tened piedad de nosotros, divino pontífice, tened piedad de nosotros! Os conjuro por los astros del cielo, por los dioses infernales, por los elementos que componen el universo, por el silencio de la noche, por el trabajo que secretamente llevan a cabo las golondrinas cerca de Coptos, por las avenidas del Nilo, por los misterios de Memfis y por los sistros de Pharos, a que derraméis un poco de luz sobre estos ojos, cerrados para siempre; dejadles gozar un instante la luz del sol. No nos resistimos, no disputamos su presa a la madre tierra, sólo por la consoladora esperanza de vengarle pedimos unos momentos de vida para este cadáver. »El profeta, en virtud de esta invocación, aplicó por tres veces, sobre la boca del cadáver una hierba, luego otra sobre el pecho; luego, puesto de cara a Oriente dirigió, en voz baja, una oración al sol cuyo carro augusto recorría la bóveda celeste. Esta imponente escena impresionó a todos los espectadores, que pusieron viva atención en el milagro que iba a operarse.

[29] Yo me escurrí por entre la muchedumbre y poniéndome detrás mismo del féretro, sobre una piedra, lo contemplaba todo con gran interés. Ya el pecho sube y baja; ya se deja percibir el pulso; un soplo creador llena este cuerpo; ya no es un cadáver; es el mismo hombre que se levanta y toma la palabra. Así díjo:–¡Ah!, ¿por qué, por qué cuando he bebido ya las aguas del Leteo, cuando nadaba ya por la laguna Estigia me llamáis a los deberes de una existencia efímera? Cesad, por favor, cesad y devolvedme la calma del sepulcro. Tales fueron los acentos que brotaron de este cuerpo: pero el profeta animándose más le dijo:—No, explica toda la aventura al pueblo y corre el secreto velo de tu muerte. ¿Crees tú que mis conjuros no son capaces de invocar las furias?, ¿que no puedo hacer sufrir tormentos a tus fatigados miembros? El resucitado tomó nuevamente la palabra y dirigiéndose al pueblo:—Pues bien, dijo, las culpables magias de mi nueva esposa han causado mi muerte; víctima de un mortal brebaje he debido abandonar a un adúltero mi cama, tibia aún. »A estas palabras, su cara mitad, revistiéndose de audacia y presencia de espíritu refuta la acusación de su esposo con una sacrílega negación. El pueblo se entusiasma, animado por diversos sentimientos. Unos dicen que la mujer es una malvada y que hay que enterrarla viva inmediatamente al lado de su esposo; otros, por el contrario, dicen que no hay que poner fe en la denuncia de un embustero cadáver.

[30] Pero se disipó toda duda cuando el resucitado añadió:—Es la pura verdad, y gimió dolorosamente; «Voy a dar una prueba aplastante, señalando detalles que nadie más podría dar. Mientras este (y me señaló con el dedo) velaba sobre mí con una atención y con un celo extremados, viejas hechiceras quisieron apoderarse de mis restos. A este objeto se han presentado distintas veces, aunque siempre inútilmente, bajo variadas formas. Y no pudiendo engañar la actividad y la vigilancia de mi guardián, han derramado sobre él los vapores de Morfeo y le han sepultado en profundo sueño. Luego, llamándome por mi nombre, no han cesado de gritar hasta que mi yerto cuerpo y mis helados miembros han ido obedeciendo sus conjuros, después de largos y penosos esfuerzos. Este, que estaba vivo, pues de la muerte sólo tenía el sueño, oyó que le llamaban, porque lleva igual nombre que yo, y despertó sin saber lo que se hacía; como un fantasma fue maquinalmente a dar de bruces contra la puerta de la habitación, y, aunque estaba muy bien cerrada por un agujero que tenía, le cortaron la nariz y las orejas, siendo mutilado él en vez de yo. Por lo demás, para que todas las apariencias secundasen su latrocinio, las brujas le pusieron una nariz y unas orejas nuevas de cera. He aquí lo que le ha ocurrido a este infeliz a quien le han pagado menos la vigilancia que la mutilación. »Aturdido con estas palabras quise averiguar tal aventura; me cogí la nariz y me quedó en la mano; me palpé las orejas y me cayeron. Viendo entonces que todos me señalaban con el dedo, que todas las miradas se dirigían hacia mí y que iba a estallar una risa general y formidable, me escapé como supe, chorreando un frío sudor, entre las piernas de los espectadores. Desfigurado así para siempre y sentenciado al ridículo no pensé jamás en volver a mi patria, ni ver a mi familia. Dejándome caer los cabellos a los lados, oculto la mutilación de mis orejas y en cuanto a la nariz disimulo bastante bien la deformidad con este trapo embadurnado de ungüento.»

[31] Apenas terminó Telefronte su historia, los convidados, animados por el vino, empezaron sus bromas, y mientras los bebedores reclamaban las libaciones propias del caso para el dios de la risa, Byrrhene me habló así: «Mañana hay una solemne fiesta, por ser aniversario de la fundación de nuestra ciudad: y somos el único pueblo de la tierra que, en tal día, invocamos la protección del augusto dios de la risa. Tu presencia embellecerá, para nosotros, esta fiesta. ¡Cuánto deseo que tu peculiar alegría te inspire alguna broma galante en honor del dios, para que sea más divertido y completo el homenaje que ofrecemos a su poder!—Perfectamente, señora, le respondí. Vuestros deseos serán satisfechos, y ojalá encuentre yo materia que sienta toda la influencia de un dios tan poderoso.» Y después de esto, advirtiéndome un criado que era muy avanzada la noche, me levanté de la mesa medio borracho: saludé á Byrrhene y, tambaleándome, emprendí el regreso a mi casa.

[32] Pero en la primera plaza que atravesamos, una ráfaga nos apagó la luz, y con grandes apuros salimos de esta súbita obscuridad. Y únicamente después de innumerables tropezones, pudimos llegar a casa, muertos de cansancio. Íbamos a entrar, cuando tres vigorosos mocetones se precipitan con todas sus fuerzas sobre la puerta, sin que les turbara, al parecer, nuestra presencia. Por el contrario, se aporreaban desesperadamente y a mí me pareció que eran bandidos de los más peligrosos. Así, pues, saqué de debajo la capa la espada que llevaba oculta a prevención; me arrojo sin vacilar en medio de los tres, y a medida que se presentan ante mí, en tono provocativo, les hundo la hoja en el vientre, y caen muertos a mis pies, atravesados por numerosas heridas. El ruido de la pelea despertó a Fotis, que bajó a abrirme, y casi sin respiración, bañado en sudor, entré en casa. La lucha contra los tres bandidos, que bien merecía el triple Geryon, me dejó aniquilado. Acosteme inmediatamente y me dormí en seguida.