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Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro I

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APULEYO

EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)

Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco

Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)


LIBRO PRIMERO

[1] Voy a presentaros aquí, en ordenado conjunto, diversas fábulas del género milesiano. ¡Ojalá halaguen con agradable murmullo vuestros oídos benévolos! Si os dignáis recorrer este papyrus egipcio, sobre el cual se ha paseado la punta de una caña del Nilo, veréis, admirados, cómo las humanas criaturas cambian de figura y condición, para tomar de nuevo, más tarde, su primitivo estado. Empiezo. Pero antes dediquemos unas pocas palabras al autor. El Himeto, en la Ática, el istmo de Efiro [Éfira] y Tenaros [Ténaro], en Esparta, tierras felices consagradas para siempre en libros más felices todavía, fueron la cuna de mis antepasados. Allí aprendí la lengua griega, primera conquista de mi infancia. Lleváronme luego a la capital del Lacio; y obligado a conocer la lengua de los romanos, para seguir sus estudios, sólo alcancé poseerla después de penosos esfuerzos, sin auxilio de maestro alguno. Ante todo solicito, pues, vuestra indulgencia si salen de mi pluma de novel escritor algunas locuciones de sabor exótico o forense. Por lo demás, este cambio de idioma armoniza perfectamente con la índole de este libro, puesto que trata de metamorfosis. Empiezo una fábula de origen griego. ¡Atiende, lector! Te va a gustar.


[2] Iba yo, por asuntos de negocio, a Tesalia (porque, por línea materna, soy oriundo de esta región; y consideramos alta gloria poder contar entre nuestros abuelos al célebre Plutarco y a su sobrino Sexto, el filósofo). Después de subir elevadas montañas, descender a numerosos valles, atravesar muchas frescas praderas y fértiles llanuras, observé que el caballo blanco del país que yo montaba, estaba extraordinariamente fatigado. Yo también estaba ya harto de ir sentado y tuve ganas de ir un rato a pie. Salto del caballo; limpio cuidadosamente con unas hojas el sudor del animal; le paso la mano por las orejas; le quito la brida y le hago avanzar lentamente, muy despacio, para darle tiempo a evacuar cierta función natural que, como es sabido, alivia al caballo, desembarazándole de líquidos superfluos. Luego, mientras el animal, con la cabeza baja, iba andando y buscando su almuerzo en los prados que íbamos bordeando, vi delante de nosotros, a pocos pasos, dos compañeros de viaje, a los que pronto me uní como tercero. Procuraba yo averiguar de qué hablaban, cuando uno de ellos exclamó, soltando la carcajada: «No me contéis, por Dios, tantas mentiras y necedades.» Ante esta exclamación, yo, que siempre fui ávido de novedades, no pude menos que decir: «Verdaderamente, no: bueno será que me pongáis al corriente de vuestra conversación. No es que yo sea curioso: pero me gusta instruirme en todo; por lo menos, en lo posible. Al mismo tiempo, como esta cuesta es dura de subir, una historia agradable e interesante hará más suave el camino.»


[3] «¡Sí, continuó el primer interlocutor, todo ello es mentira! Tanto valdría sostener como verdad palmaria que bastan ciertas palabras dichas entre dientes por un mago, para que los ríos se vuelvan rápidamente atrás, que el mar quede inmóvil y encadenado, que cese, por encanto, de soplar el viento, que se detenga el sol, que la luna eche espuma, que las estrellas se desprendan, que desaparezca el día y que reine la noche sin interrupción.» «Entonces, yo, tomando la palabra ya con más aplomo, dije: Por favor, amigo mío, vos que habéis comenzado esta historia, tened la amabilidad de terminarla, si ello no os causa molestia. Cuanto a vos (dije al otro), que la rechazáis tercamente, sin deteneros a juzgarla, os digo que tal vez es toda, ella pura verdad. ¡Pues qué! ¿No sabéis, por ventura, lo que es una detestable prevención? Cosas hay que nos parecen falsedades porque jamás las habíamos oído, ni visto, y hasta nos parece que traspasan el alcance de nuestra inteligencia, pero examinándolas con atención, observamos que no sólo son fáciles de concebir, sino también de ejecutar.

[4] Me bastará deciros que anoche, cenando en compañía, comiendo a más y mejor y sin precaución ninguna una enorme empanada de queso, se me pegó al gaznate un pedazo de esta pasta tierna y pegajosa; se me detuvo la respiración y por poco me ahogo. Pues bien, en Atenas, hace poco, frente al pórtico de Pecilo [Stoa Poikile o Poecile], he visto con mis propios ojos a un charlatán tragándose, por la punta, un espadón de caballería horriblemente afilado. Al cabo de un momento, por unos pocos ochavos, hundióse hasta las entrañas un chuzo de cazador, por el extremo peligroso. Del fondo de las entrañas de este infeliz subíale el mango hasta el pescuezo. Un niño de movimientos dulces y agraciados saltó sobre el tablado, torciéndose y retorciéndose con tales evoluciones, que parecía no tener huesos ni nervios. Nos quedamos admirados: parecía el caduceo del dios de la medicina brotando débiles ramas, recortadas, y la serpiente fecunda enlazándose en él en apretados repliegues. Pero veamos, compañero, puesto que habíais comenzado, continuad el hilo de vuestra historia; yo os creeré por dos, y en la primera posada que encontremos os invito a comer. ¡Y negocio concluido!»


[5] »—Aprecio en lo que vale vuestra protesta, me respondió, pero no vuelvo a empezar ya toda mi relación; y os juro, desde luego, por este divino Sol que nos alumbra, que nada contaré cuya exactitud no pueda comprobarse. Ninguna duda os quedara, a uno y otro, dentro de breves días, al llegar al primer pueblo de la Tesalia. A cada paso os contarán esta aventura. Por haber ocurrido en público anda ya de boca en boca. Pero antes es preciso que sepáis quién soy, cuál es mi país y cuál es mi profesión. Yo soy eginense [de Egio], soy negociante de miel [del Etna], de queso y otros productos de esta clase para posaderos; y, en mis excursiones, recorro en todos sentidos la Tesalia, la Etolia y la Beocia. Habiendo tenido noticia de que en Hypatia [Hípata], la ciudad más importante de la Tesalia, estaba en venta, a precio ventajoso, una partida de quesos frescos de excelente calidad, me dirigí allí apresuradamente para comprarla. Pero salí de casa como se dice vulgarmente, con mal pie, y, como ocurre a menudo, se me escapó el negocio que tenía calculado. Habían sido vendidos la víspera, a un gran negociante llamado Lupo [Lobo]. Sentime fatigado por este viaje tan rápido como inútil y el mismo día por la tarde me fui a los baños públicos.


[6] »De pronto veo a Sócrates, un compatriota mío, sentado en el suelo y apenas cubierto con una mala capa hecha jirones. A duras penas se le podía reconocer; de tal modo le habían desfigurado la suciedad, la miseria y la delgadez; parecía uno de esos pordioseros rechazados por la fortuna, que piden limosna por las calles. En tal estado se hallaba que, a pesar de nuestra amistad y de conocerlo muy bien, estuve indeciso hasta acercarme mucho a él. —¡Oye! Sócrates, le dije, ¿qué te pasa? ¡qué aspecto!, ¡qué vergüenza! Tu familia te cree ya muerto y enterrado: tus hijos tienen ya tutores jurídicos por disposición del pretor; tu mujer dispuso tus últimas honras y después de consumirse largo tiempo entre duelo y lágrimas, hasta perder casi la vista a fuerza de llorar, ha cedido <deberá ceder> a las suplicas de sus padres reemplazando la tristeza de tu casa por los placeres de unas nuevas nupcias. Y aquí te estoy viendo yo, confuso, como un espectro del otro mundo. »Aristómenes, me dijo, qué poco conoces los insondables caprichos de la fortuna, sus volubles favores y sus extraños embates. Diciendo esto cubriose el rostro con sus harapos para ocultar su humillación y su vergüenza, con lo cual dejo al descubierto desde el ombligo a los muslos. No pude aguardar por más tiempo la vista de una miseria tan espantosa, y le tendí la mano para que se levantara.


[7] Él se obstinaba en continuar con la cabeza tapada.—No, me decía, no: deja que la fortuna goce largo tiempo del trofeo que ella misma se ha levantado. Por fin logré que me siguiera, y, al mismo tiempo, me apresuré a vestirle con parte de mi traje. En seguida, le metí en un baño, dispuse yo mismo lo necesario para perfumarle y enjugarle y, a fuerza de frotar, hice desaparecer la espesa capa que le cubría. Una vez le tuve limpio, a pesar de sentirme muy fatigado, le acompañé a su posada, sosteniendo penosamente sus decaídos miembros. Le puse en una mullida cama para que reaccionase: le di alimentación abundante, vino fortificante y palabras de consuelo. No regateé nada. »Pronto le dieron ganas de charlar y reír; vinieron en seguida palabras atrevidas y hablaba más que un costal de nueces. De repente, arrancando de lo más hondo del pecho un doloroso suspiro y golpeándose furiosamente la frente, exclamó: -¿Hay alguien más miserable que yo? Corriendo tras el placer de un espectáculo, inmerecidamente alabado, de gladiadores, he venido a parar a este lamentable estado. Bien sabes que me fui a Macedonia para una ventajosa operación comercial. Gracias a mi actividad volvía a los diez meses con un importante beneficio, y, poco antes de llegar a Larisa, seguí por un atajo para ir a este espectáculo, cuando en un profundo y solitario desfiladero, fui asaltado por una cuadrilla de malhechores. Sólo logré escapar de ellos abandonándoles todo lo que llevaba. Reducido a la más espantosa miseria logré aún refugiarme en la casa de una vieja tabernera llamada Meroé [Méroe], que era una mujer de mundo. Le expliqué, en tono lastimero, todo lo que recordé de mi larga historia, mi larga ausencia, mis inquietudes al regresar a mi casa. Acogiome cariñosamente y partió gratuitamente conmigo, al principio una excelente mesa, muy luego, en amoroso vértigo, su misma cama. ¡Cabe más desgracia! Paso una noche, una sóla noche con ella, y, sin mas tardar, heme aquí embrujado por esta asquerosa vieja. Hasta el traje que generosamente me respetaron los bandidos pasó a su poder; el escaso jornal que podía sacar llevando sacos a cuestas, que todavía tenía yo fuerzas bastantes, se lo entregaba también; y finalmente esta excelente mujer y mi mala fortuna me han traído al estado en que me viste hace poco.

[8] »A fe mía <¡Pólux!>, le respondí, que bien has merecido lo más cruel que haya en el mundo, si es que algo puede serlo más aún que tu última aventura. ¡Cómo! ¡Abandonar su casa y tus hijos por tan vergonzosos placeres, por el pellejo de una vieja deteriorada <por una puta putera>! -¡Cállate, cállate!, dijo poniéndose un dedo sobre los labios y mirando espantado por todos lados, por sí alguien nos escuchaba, -¡cuidado! es una mujer sobrenatural; si eres imprudente, corres peligro de atraerte alguna mala ventura. ¿Por qué? esta omnipotencia, esta reina de taberna, que clase de mujer es, al fin y a la postre? —Es hechicera y adivinadora: tiene poder para hacer bajar la bóveda celeste, suspender la tierra en el espacio, poner las aguas duras, hacer perder el temple a las montañas, evocar los dioses infernales, hacer descender los dioses a la tierra, obscurecer los astros y alumbrar el propio Tártaro. »Por favor, le respondí, retira este cuadro trágico, oculta esta decoración de teatro, y habla en romance vulgar. –¿Cuantos milagros quieres que te esplique, llevados a cabo por ella? ¿Uno, dos, un centenar? Inspirar una pasión violenta hacia su persona, no sólo a los habitantes de este país, sino también a los de la India, a los pueblos de las dos Etiopias y a los mismos antipodas, es una pequeña muestra de su poderío, puros pasatiempos. Escuchad lo que llevó a cabo en presencia de varios testigos.

[9] Uno de sus amantes forzó a otra mujer, y ella, con una sola palabra, le convirtió en castor. Como este animal salvaje, para no ser cogido, se libra de la persecución do los cazadores, cortándose él mismo los órganos genitales, hizo que le ocurriese este accidente a él, en castigo de haber cortejado a otra mujer. Segundo hecho: a un tabernero de su vecindad, y por tanto, competidor suyo, le convirtió en rana; el pobre viejo tiene hoy su residencia en uno de sus propios toneles, y allá, hundido en las heces, sigue llamando cortésmente a los que eran sus parroquianos. Un tercero, un abogado, pleiteó contra ella: le cambió en cordero, y con esta figura sigue informando hoy día. Otra vez tuvo un amante, cuya mujer se permitió chancearse con ella. La infeliz estaba encinta, y ella la condenó a la esterilidad: secó en sus entrañas el fruto que llevaba, y la dejó en perpetua preñez. Hace diez años, como todo el mundo sabe, que la pobre criatura eatá paseando su carga: tiene el vientre tenso como si fuera a alumbrar un elefante.


[10] El daño que hizo a esta mujer y el que había hecho a multitud de personas, acabaron por excitar la opinión publica. Convínose una vez, en que, el día siguiente, se vengarían todos de ella, destrozándola, sin piedad, a pedrada limpia. Por la virtud de sus hechizos, tuvo noticia de este proyecto: y así como la famosa Medusa, al concederle Creón un día de plazo, consumió toda la familia del viejo rey, su hija y ella misma en las llamas que brotaban de una corona, así ella, Meroé, después de llevar a cabo al pie de una tumba ciertas devociones sepulcrales (me lo contó ella misma, hace pocos días estando borracha), los encerró a todos en su casa con esta fuerza misteriosa que triunfa de los dioses: durante dos días no pudieron forzar las cerraduras, ni derribar las puertas, ni taladrar los muros. Finalmente, una vez apaciguados, pidieron clemencia de común acuerdo, prometiéndole, con los juramentos más espantosos, que no se permitirían jamás contra ella violencia alguna, y que siempre irían en su auxilio y la salvarían si alguien iba a molestarla. Con estas condiciones dejóse ablandar y libertó a todo el pueblo. Pero al que había organizado aquella conjura, una noche que estaba muy tranquilo en su casa, hízola desaparecer, es decir, las paredes, terreno, cimientos, etc., y lo transportó a otro país, cien leguas lejos, sobre la cima de una escarpada montana, completamente árida. Luego, como las casas que allí ya estaban no dejaban espacio para el nuevo vecino, echó la casa frente al portal de la ciudad, y se fue tan tranquila.

[11] —Me estás contando, amigo Sócrates, cosas tan, sorprendentes como terribles. Te confieso, amigo, que empiezo á estar ya intranquilo; mejor dicho, espantado. No es que yo sienta escrúpulos, no: es como si me dieran puñaladas. ¡Dios mío! ¡si algún demonio del infierno le hiciera sospechar los propósitos que hemos tenido! Acostémonos cuanto antes, y, sin esperar el alba, reparadas nuestras fuerzas por el sueño, escaparemos lo más lejos posible.»


Antes de terminar yo estas palabras, ya el bueno de Sócrates, cediendo a la fatiga del día y a los efectos del vino, a que no estaba ya acostumbrado, se había dormido y roncaba profundamente. »Encerreme en mi habitación, aseguré las cerraduras, tuve la previsión de colocar mi camaranchón contra la puerta, a manera de barricada, y me tendí. El miedo no me dejó, al principio, cerrar los ojos, y era ya más de media noche, cuando empecé a dormir. Apenas lo hube logrado resonó un estrépito infernal, que indicaba no ser cosa de ladrones. Abriéronse las puertas, mejor dicho, se hundieron, y los goznes saltaron a pedazos. Con la violencia del fenómeno, mi pobre catre, que tenía una pata carcomida, dio consigo y conmigo en el santo suelo, cogiéndome debajo y dejándome prisionero, sin poderme menear.

[12] Reconocí entonces que ciertas causas producen, naturalmente, efectos que contrastan con ellas. Y así como ocurre a veces, que una persona llora de alegría, así yo, con un miedo que no me dejaba respirar, no pude detener una sonora carcajada al ver a Aristómenes convertido en tortuga. En esta humilde posición, al abrigo protector de mi cama, esperaba yo, mirando de reojo, el final de esta aventura, cuando vi adelantarse dos mujeres de avanzada edad, una de ellas cou una lámpara encendida, la otra con una esponja y una espada. Con estos adminículos colocáronse alrededor de Sócrates, que tranquilamente dormía. »Levantó la voz la que llevaba la espada, y dijo: «Helo aquí, hermana Pauthia [Pantia], mi querido Endymion, mi bien amado, el que noche y día ha jugado con mi tierna juventud; el que, desdeñando el fuego de mi pasión, no contento todavía con difamarme con sus calumnias, se prepara a huir lejos de mí: ¡tendré que llorar, nueva Calypso, en eterna viudez, la partida y las bellaquerías de este nuevo Ulises!» »Extendiendo luego la diestra para señalarme a su hermana Panthia: «Y este caritativo consejero, este Aristómenes, que ha propuesto la huida, que está ahora a dos dedos de la muerte, tendido en tierra, mirándonos, ¿se figura que me habrá podido ofender impunemente? Algún día... pero no, ahora mismo va a ser castigado por sus sarcasmos de ayer y su curiosidad de hoy.

[13] Al oír estas palabras sentí ansias mortales, cubrióme un sudor frío y sobrecogióme un temblor tal, que, hasta el camaranchón, agitado en violento vaivén, bailaba sobre mis espaldas. »La dulce Panthia, respondió: –Hermana mía, a este ¿por qué tardarnos tanto en despedazarle, como hacen las bacantes? o bien, ¿por qué no le atamos como Dios manda, y luego le castramos? —No, dijo Meroé, porque bien veo que Sócrates se refería a aquella en todo lo que me ha contado, no; á este le dejaremos la vida para que cubra con un puñado de tierra el cuerpo de ese miserable.» »Luego, haciendo colgar a la derecha la cabeza de Sócrates, le hundió, en el lado izquierdo del cuello, la espada entera, hasta la empuñadura: y al brotar la sangre acercó una pequeña odre cuidadosamente para que no se perdiera una sola gota. »He aquí lo que vi con mis propios ojos. Para apurar, sin duda, hasta el fin, la horrible religión de su sacrificio, la tierna Meroé, después de haber hundido la mano derecha por la herida, hasta las entrañas de la victima escarbó hasta dar con el corazón de mi desgraciado compañero. Por él habíanle cortado el gaznate en redondo; su voz, o mejor, un silbido sordo y apagado, se escapaba por la llaga, y el aire de sus pulmones hacía subir la sangre a borbotones, a la superficie de su enorme herida, Panthia, cerrando esta herida con la esponja: «Esponja, amiga mía, le decía, tú que has nacido en el mar, guárdate de pasar por las orillas.» Terminada esta operación, levantan la cama que me tenía sepultado, y poniéndose con las piernas abiertas, frente a mi cara, empezaron a desaguar hasta inundarme y dejarme empapado de hediondos orines.

[14] »Apenas salieron de la habitación, las puertas, sin señal alguna de violencia, tomaron de nuevo su antigua posición, los goznes se colocaron otra vez en su sitio; los batientes, frente a los barrotes; y las cerraduras en sus respectivas puertas. ¡Pero yo, en qué estado me hallaba, tendido en tierra, sin respirar apenas, desnudo, helado, mojado, como el niño que acaba de salir del claustro materno! ¿Pero, qué digo? Yo estaba muerto; sobrevivía a mí mismo, era un póstumo, o por lo menos, un hombre que lo tiene ya todo preparado para subir al patíbulo. ¿Qué será de mí, mañana, me preguntaba yo, cuando verán a mí compañero degollado? Por más que me, esfuerce en decir la verdad, ¿lo encontrarán verosímil? Por lo menos, debíais haber gritado ¡auxilio! si un mocetón como vos es incapaz de ponerse frente a una mujer. ¿Han degollado un hombre a vuestro lado, y no habéis dicho nada? ¿Y cómo no os han degollado a vos también? ¿Por qué el asesino, con refinada crueldad, no, ha sacrificado también al que estaba contemplando su crimen, para suprimir todo testigo comprometedor? Pues vaya, ya que habéis escapado de la muerte, id a reuniros con vuestro camarada. Mientras seguía yo tan intrincadas reflexiones, se acercaba rápidamente el alba. Por esto me pareció lo más prudente escapar furtivamente y ponerme en camino, aunque fuera, a tientas. Tomo mi corto equipaje y pongo la llave en la cerradira. ¡Allí fue el maldecir las puertas y su incorruptible fidelidad! Espontáneamente habíanse desprendido de sus goznes durante la noche, y sólo al cabo de una hora, tras no pocos esfuerzos, y probando cien veces la llave, conseguí abrirlas.

[15] —¡Eh!, grite: abridme la puerta del patio; quiero partir antes de salir el sol. El portero, tendido al pie de la püiMia, se desperezó, diciendo: —¿Qué hay? ¿no sabéis que los caminos están llenos de ladrones? ¿por qué querer marchar de noche? A fe mía que sí vos lleváis algún grave peso sobre la conciencia, y tenéis ganas de perder la cabeza, sabed que las nuestras no son simples calabazas. No tengo ganas de que, por vos, me la corten. —Poco tardará en ser de día, respondí; y por otra parte, a un pobre viajero como yo, ¿qué pueden robarle los ladrones? ¿Ignoráis, imbécil, que los diez atletas más vigorosos del mundo son incapaces de desnudar a un solo hombre que este desnudo? El portero, rendido de sueño y volviéndose del otro lado, dijo: ¿Qué sé yo si sois vos quien ha cortado el cuello a vuestro compañero que trajisteis anoche aquí, y ahora queréis escapar para poneros a salvo? En este momento (todavía me encuentro en él), vi abrirse la tierra hasta lo más profundo del Tártaro y al hambriento Cerbero, prestó a devorarme. »Entonces comprendí que Meroé no me había conservado la vida por compasión, no; sino que, malvada, me reservaba para la cruz.

[16] Entre de nuevo en mí habitación, discurriendo el mejor procedimiento para aniquilarme. Pero fatalmente, no tenía otro instrumento suicida que mi camastrón. ¡Caro camastrón!, exclamé, tú, a quien quiero más que todo, que conmigo has sufrido tantos infortunios, que has sido, como yo, testigo de las escenas de esta noche, eres el único cuyo testimonio podré evocar en mi cruel situación, en garantía de mi inocencia. Quiero morir en seguida; facilítame el camino de la tenebrosa morada. Diciendo esto, desaté la cincha que le servía de fondo, y fijándola por uno de sus extremos al dintel de la ventana (después de hacer un nudo en el otro), subo sobre la cama y paso mi cabeza por el lazo corredizo. Al dar puntapié al apoyo, para que mi peso apretara el lazo y quitarme así la respiración, la cuerda, vieja y medio podrida, se rompió de golpe y fui a dar de bruces contra Sócrates, que estaba tendido junto á mi cama; resbalo sobre su cuerpo, y henos aquí a los dos por el suelo.


[17] »En el mismo instante entró el portero gritando con todas sus fuerzas: ¿Dónde estáis vos que tanta prisa teníais a media noche para marchar, y ahora estáis roncando entre sábanas? Mientras así hablaba, mi caída, o tal vez sus gritos estentóreos, despertaron a Sócrates, que se puso en pie, gritando: ¡Cuánta razón tienen los viajeros, en maldecir de los posaderos! Apuesto a que este impertinente entra aquí muy tranquilo, con intención de robar algo, y con sus espantosos gritos me ha sacado de un profundo sueño. Era cosa de ver con qué alegría y solicitud me levanté. En mi inesperada felicidad: ¡buen portero!, exclamé, he aquí mi compañero, mi padre, mi hermano, a quien esta noche decías, en tu borrachera, que yo había asesinado. »Diciendo esto, abracé fuertemente a Sócrates y le besé cordialmente. Pero él, extrañando el mal olor que yo esparcía, a causa del infame líquido con que me infeccionaron las brujas, me rechazó rudamente: ¡Atrás, dijo, qué hedor de repugnante escusado!; y riendo me preguntó quién me había tal perfumado. En mi apuro improvisé no sé qué chiste y, llevando su atención a otro asunto, le dije, golpeándole la espalda: En marcha. Es un placer viajar a primera hora. Tomo mi equipaje, pago al posadero el importe de nuestras camas, y henos aquí en camino.


[18] »Buena parte de él llevábamos ya recorrido, y el sol, salido ya, dejaba distinguir los objetos, cuando me puse a examinar con atención mezclada de ansiedad, el cuello de mi compañero, en el sitio donde había visto yo hundirse el hierro. ¡Imbécil! me dije a mí mismo; cómo me trastornó el vino y qué cosas tan raras he soñado! He aquí Sócrates: no tiene un solo arañazo: está en plena y perfecta salud. ¿Y la herida? ¿Y la esponja? ¿Y esta llaga tan profunda y sangrienta? ¿Dónde está todo ello? Dirigiéndome a él, le dije: Doctores muy dignos de crédito, afirman que los sueños tristes y pesados, deben ser atribuidos a los excesos de la mesa y a las orgías. Por haber tenido anoche poca continencia en la bebida, he pasado una noche horripilante; he creído ver monstruosidades y horrores: al punto de estar tentado a considerarme un ser inmundo y figurarme que aún chorreo sangre humana. —¡Sangre humana!, replicó Sócrates riendo; ;no, de ningún modo! ¡en todo caso, querrás decir orines! Por lo demás, yo he soñado que me cortaban la cabeza: he sentido un vivo dolor en la garganta y parecía que me arrancaban el corazón. »Aún en este momento, la respiración me es fatigosa, me tiemblan las rodillas, ando decaído y será menester que coma algo para confortarme. —He aquí tu almuerzo; está preparado. Dejo caer las alforjas de mis espaldas y le ofrezco pan y queso. —Sentemónos, añadí, al pie de este plátano.

[19] Y haciéndolo, atacamos de firme las providiones. Contemplándole atentamente algunos minutos, le vi comer con extraordinaria avidez; mas, de pronto, púsose pálido como un boj, y se desmayó. Adquirió un tinte cadavérico, y de tal modo se transfiguró su rostro, que, asustado, creía que nos rodeaban las furias de la noche anterior. Un pedacito de pan que tenía en la boca se me detuvo en la garganta, sin poder subir ni bajar. La multitud que pasaba en aquellos momentos aumentaba mi terror. ¿Es posible creer, en efecto, que yendo dos hombres juntos, si uno de ellos aparece asesinado, el otro no tiene culpa alguna? »Mientras tanto, Sócrates, que había tragado una buena cantidad de pan y la mitad de un excelente queso, fue presa de ardiente sed. A poca distancia de las raíces del plátano un riachuelo apacible, tranquilo como un hermoso lago, paseaba lentamente el cristal de sus argentinas aguas. —¡Toma!, exclame, regálate en esta pura fuente, blanca como la leche. Levantóse, buscó un sitio a propósito, y, arrodillándose, inclinó la cabeza, preparándose a beber con avidez. Había apenas tocado el agua con los labios, cuando advierto en su cuello una herida enorme que se abre; de repente sale por ella la célebre esponja y algunas gotas de sangre. Sócrates era ya un cadáver que iba a caer al río si, aguantándole por un pie, no le hubiese apartado del borde. Después de haber dedicado, en cuanto lo permitían las circunstancias, algunas lágrimas a mi pobre camarada, le di sepultura en un arenal, no lejos del río. ¡Aquella debía ser su última morada! Inmediatamente, tembloroso, atormentado por ansias horribles, huí por los senderos más extraviados, los mas solitarios; y renunciando a mi patria y a mi hogar, como si verdaderamente fuese yo un asesino, determiné desterrarme voluntariamente, y fui a establecerme en la Etolia, donde me casé de nuevo.»

[20] He aquí lo que nos contó Aristómenes. Mas su compañero, que desde las primeras palabras se negaba obstinadamente a prestarle fe insistía en lo mismo «¡Todo esto son cuentos, decía, fábulas raras! ¡Pocas mentiras hay tan absurdas!» Y dirigiéndose a mí, dijo: «Y a vos, señor, que según vuestro aspecto y modales debéis ser hombre instruido, ¿os parecen tales fábulas verosímiles? —Sabed, le respondí, que a mi modo de ver nada hay imposible, y que las leyes de la fatalidad presiden, todos los sucesos de este mundo. A vos, a mí, a cualquiera de nosotros, ¿no le ocurren cosas sorprendentes y casi sin ejemplo? Pues bien, contadlas a un ignorante y no las creerá. En cuanto a mí, no pongo la menor duda en la veracidad de vuestro compañero y le agradezco la distracción que nos ha procurado su historia. Es realmente divertida, y me ha disimulado la fatiga y el enojo de una larga jornada. Mi caballo se felicita también de tan propicia fortuna, que le permitió llegar a las mismas puertas de la ciudad, habiendo pagado los gastos de transporte mis orejas y no sus lomos.»

[21] Así terminó nuestra conversación, porque los dos amigos se dirigieron hacia la izquierda, hacia dos casas contiguas.


Yo me detuve en el primer mesón que encontré al paso y pregunté al punto a la mesonera, una vieja: "¿Es ésta la ciudad de Hypatía [Hípata]? —Sí, me respondió.—¿Conocéis a Milon [---], uno de los primeros de la ciudad?» Echóse a reír y dijo: «Verdaderamente, es el primero, porque vive a la puerta de la ciudad, en el barrio extremo.» «Bromas aparte, buena mujer, y decidme, os suplico, ¿qué hombre es y dónde vive.» «¿Veis allí abajo, estas ventanas que dan a la calle y tienen la puerta al otro lado, en la primera travesía? Pues allí vive vuestro hombre. Es un hombre cubierto de oro, pero sin rival en la avaricia, y todos hablan de él por su trato leonino. ¿Que os diré más? Se dedica a la usura, prestando dinero a elevado interés. Preocupado con sus caudales jamas sale de su casa, donde vive con su mujer digna compañera de tal avaro. Sólo hay en su casa una criada, y sale siempre vestido como un pordiosero.» Ante este retrato, solté a reír. «Es excesiva bondad y atención, por parte de Demeas, me decía, el recomendarme a un hombre en cuya casa no he de temer que me moleste el humo del hogar ni el del asado.»


[22] Así hablando, fui llegando hasta la casa cuya puerta estaba firmemente cerrada con fuertes aldabas. Llamo varias veces y se presenta, por fin, una muchacha, «¡Hola!, dijo, vos que tan recio llamáis, ¿sobre qué clase de prenda vais a pedir préstamo? ¿Ya sabéis que aquí no se admiten más que objetos de oro y plata? —Dadme una bienvenida menos humillante, respondile, y decidme si vuestro amo está en casa.—Sí, dijo, ¿y para qué lo preguntáis?—Le traigo una carta que le escribe desde Corinto el duumviro Demeas.—Mientras le aviso esperad aquí.» Y diciendo esto corrió el cerrojo y entró en la casa. Vuelta al cabo de un momento, me hizo entrar, diciendo que su amo me llamaba. La seguí y le halle tendido en uua raquítica cama. Precisamente iba a empezar su cena. Su mujer estaba sentada a sus pies, y sobre la mesa, que estaba puesta, no había nada. «He aquí, dijo señalándola, la hospitalidad que os ofrezco.—Os lo agradezco», le dije, y en seguida le entregué la carta de Demeas. Después de leerla rápidamente dijo: «Mucho me honra mi amigo Demeas recomendándome un huésped tan distinguido.»

[23] Al propio tiempo mandó a su mujer que se levantase, y me ofreció el puesto que ella dejó vacante. Como yo protestara cortésmente, me obligó, tirándome de la capa. «Sentaos aquí, me dijo, porque por miedo a los ladrones no tengo sillas, y no podemos procurarnos los muebles necesarios. Obedecí y continuó: «Vuestra elegante figura, este pudor verdaderamente virginal indican, a no dudarlo, que sois hombre de buena familia. Por lo demás, mi amigo Demeas así me lo dice en su carta. No os cause, pues, disgusto nuestra modesta morada. Vos dispondréis de esta habitación de aquí al lado, que, como veis, es muy decente. Aceptadlo con buen ánimo. El honor que hacéis a mi casa le acrecentará su valor; y será para vos una verdadera gloria si, contento con estos modestos penates, rivalizáis en virtudes con el gran Teseo, cuyo nombre lleva vuestro padre, y que no desdeñó la humilde hospitalidad de la vieja Hecala [---].» Luego llamando a la muchacha,«Fotis, le dijo, toma el equipaje del señor y colócalo con cuidado en la otra habitación. Trae luego del armario aceite para frotarse; lienzo para enjugarse y todo lo necesario al tocador; y luego acompañarás a nuestro huésped a los baños que estén más cerca: sin duda, está fatigado de tan largo y penoso viaje.»


[24] Para disponer mejor todavía su ánimo en mi favor: «No tengo necesidad de lo que me ofrecéis, le dije, traigo siempre estos objetos conmigo; en cuanto a los baños ya preguntaré por ellos. Hay una cosa que es lo más importante: y es que a mi caballo, que tan valientemente se ha portado, no le falte nada. Toma este dinero, Fotis, para comprarle heno y cebada.» Hecho esto y dispuesto mi equipaje en la habitación, fuime hacia el mercado para proveer a nuestra cena. Vi magnificos pescados en venta y, después de regatear, obtuve por veinte denarios lo que me querían vender en cien escudos. Al salir del mercado encontré a un tal Pytheas [---], que había sido condiscípulo mío en Atenas. No me conoció al primer momento, pero pronto se dirigió hacia mí y, abrazándome cordialmente: «Querido Lucio, me dijo, cuanto tiempo que no te había visto. En verdad, desde que salimos de Atenas y de los bancos de la escuela, cada uno por su lado. ¿Y qué te trae a este país extranjero?—Mañana te lo contaré, le respondí; ¿pero y tú, qué tal?... Te felicito, veo que tienes ujieres, documentos... un verdadero magistrado.—Estoy encargado, me respondió, de los aprovisionamientos en calidad de edil. Si deseas algún buen bocado, fácilmente te lo procuraré.» Le di las gracias puesto que iba ya suficientemente provisto para la cena con la compra de mi pescado. Pero Pytheas viendo mi cesta separó el pescado para examinarlo mejor. «¿Qué es este desecho? ¿Cuánto has pagado por esto?—Con mucho trabajo, le respondí, he podido arrancarlo a un pescador por veinte denarios.»

[25] Al oír estas palabras cogióme por la mano y me condujo de nuevo al mercado de comestibles: «¿Cuál de estos vendedores te lo ha vendido? Eso es burlarse de la gente.» Le indique un viejo bajito sentado en uu rincón. Al punto, en virtud de sus prerrogativas de edil, le apostrofó rudamente: «¿No dejaréis, pues, jamás de explotar así a nuestros amigos y a los forasteros, sin distinción ninguna? ¿Por qué vender tan caro este miserable pescado? Esta ciudad, flor de la Tesalia, la convertís, por el precio de los víveres, en un desierto. Pero me las vais a pagar. Y tú vas a saber cómo serán castigados los abusos mientras yo sea administrador.» Esparciendo mi boliche por el suelo obligó al oficial a que los pisoteara y los estrujase bajo sus pies. Satisfecho de este acto de severidad, mi amigo Pytheas me obligó en seguida a retirarme: «Querido Lucio, me dijo, me doy ya por satisfecho con la vergonzosa afrenta que ha recibido este infeliz viejo.» Consternado y estupefacto de esta escena, me dirigí hacia loa baños, privado, gracias al celo administrativo que había desplegado mi sabio condiscípulo, de mi dinero y de nuestra cena. Después de lavarme regresé a casa de Milon y entré en mi cuarto.

[26] La muchacha dijo que el amo me llamaba. Conociendo yo la parsimonia de Milon me excusé cortésmente diciendo que, por la fatiga del viaje, mejor necesitaba dormir que comer. Habiéndoselo dicho así Fotis, vino él mismo y cogiéndome me atrajo suavemente; como yo titubeara haciendo cumplidos, me dijo: «No os abandonaré hasta que me sigáis.» Y apoyando estas palabras con un juramento me obligó a ceder ante su tenacidad y seguirle hasta su mala cama, donde me hizo sentar. «¿Cómo va nuestro querido Demeas?, me dijo; ¿y su mujer, y sus niños?» De todo le hablé en detalle. Informóse luego con mucha curiosidad del motivo de mi viaje. Cuando se lo hube explicado minuciosamente, hízome mil impertinentes preguntas sobre mi país, los principales de mi ciudad, el gobernador... hasta que al fin se dio cuenta de que después de un viaje tan penoso y largo esta inoportuna conversación acababa de agotar mis fuerzas: me caía de sueño; dejaba las palabras a medio pronunciar y cuando empezaba una frase no sabía acabarla; tan aburrido y malparado estaba. Por fin, me permitió irme a la cama. Escapé por último a la hambrienta cena que este viejo ladrón me estaba dando con su charla, aplanado por el sueño, no por lo que hubiese comido; porque no hubo otra sopa que sus preguntas. Ya en mi cuarto me entregué en cuerpo y alma a las dulzuras de un descanso por el que suspiraba ardientemente.