Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro IV
APULEYO
EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)
Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco
Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)
CUARTO LIBRO
[1] Era ya medio día, poco más o menos, y picaba el sol con sus más ardientes rayos, cuando hicimos alto en un pueblecillo donde tenían algunos amigos nuestros bandidos. Por lo menos así me lo figure por asno que fuese, al notar sus saludos, su larga conversación y sus mutuos festejos. Sacaron de mi lomo diversos objetos que les regalaron y, según cuchichearon, creo que les advertían que eran procedentes de un robo. Pronto estuvimos libres de nuestra carga y para que pudiéramos pacer libremente y a la ventura, nos llevaron a un cercano prado. Yo no me decidí a quedarme en compañía del otro asno y de mi caballo durante su comida: tanto más cuanto estaba yo muy poco acostumbrado a comer heno. Pero viendo detrás del establo un pequeño jardín, me dirigí a él resueltamente, pues el hambre me mataba, y aunque sólo hallé legumbres crudas me harté de ellas hasta reventar. Dirigiendo luego fervorosas súplicas a todas las divinidades del cielo, miré si en algún lado, en los jardines inmediatos, veía algún rosal en flor. Mi aislamiento me hacía confiar firmemente en que si hallaba tan preciosa medicina, podría, gracias a estar solo y a las malezas que me ocultaban, no ser visto de nadie mientras se verificaría mi cambio de animal cuadrúpedo en criatura humana.
[2] Flotando en este mar de reflexiones vi un poco lejos, en un valle agradablemente sombrío, un espeso bosque, y, en mitad de él, entre diversas plantas que esmaltaban una encantadora alfombra de verdura, brillaban con vivo escarlata unas soberbias rosas. Ya me figuraba en mi imaginación (que no era completamente asnal) estar viendo el florido bosque de Venus y de las Gracias, bajo cuya misteriosa sombra desarrolla sus divinos destellos la flor de Cititerea. Invocando, pues, a la divinidad que preside los acontecimientos agradables, me tendí al galope, y, en verdad, ni yo mismo me conocía; mejor que un asno, parecía un corredor de las Olimpiadas. Pero por soberbio, por rápido que fuese este arranque, no debía modificar mi mala fortuna. ¡Dios mío! Al llegar a la meta no encontré estas rosas tiernas y delicadas, bañadas con precioso néctar y con lagrimas de una diosa, estas rosas que nacen entre adoradas espinas en los zarzales; ni encontré siquiera el delicioso valle que esperaba. Encontreme en una larga hilera de apretados árboles cuyo follaje es parecido al del laurel, y que producen una flor inodora, de cáliz alargado y color rojo pálido. Reconocí ser el árbol que el vulgo ha bautizado, a pesar de su falta de aroma, con el nombre de laurel-rosa y cuya flor es un veneno mortal.
[3] En tan fatal coyuntura iba voluntariamente a devorar aquel rosal venenoso, acabando así mis sufrimientos. Pero al tiempo que (no muy presuroso) me acercaba a él para comer algunas flores, apareció un hombre, jardinero del cercado cuyas legumbres había devorado y se dirigió furioso hacia mí enarbolando un enorme palo. Me tomó por su cuenta y me molió. Por poco me mata: por fortuna, tuve el buen juicio de ayudarme a mí mismo y levantando los cuartos traseros le enderecé una serie de coces que le dejaron malparado y tendido en el borde del coto vecino. Y hecha esta hazaña apreté a correr. Pero una mujer, la suya creo yo, estaba en una altura cercana y al ver caer a su marido casi muerto corrió hacia mí gritando dolorosamente para excitar la compasión de los vecinos e interesarles incontinenti en mi muerte. En efecto, todos los ciudadanos atraídos por sus lamentos, van en busca de sus perros, les azuzan y caen sobre mí, por todos lados, dispuestos a descuartizarme. Imaginaba llegada ya mi última hora, viendo la espantosa jauría de enormes dogos, capaces de batirse con leones y osos, abalanzarse sobre mí furiosamente. Me acomodé a las circunstancias; dejé de huir, y, retrocediendo, entré en la cuadra donde me istalaron a la llegada. Los campesinos detuvieron, no sin trabajo, sus perros, me asieron, me ataron con una fuerte correa, a una argolla de la pared y empezaron a aporrearme. Allí hubiese yo acabado mis días, si mi estómago, alterado por los golpes y lleno de legumbres crudas, no hubiese hecho una violenta contracción, tan enérgica, que despedí como un cohete cierta materia que, salpicando a unos y alejando a otros con su poco agradable olor, no dejó terminar su operación a los apaleadores.
[4] A la caída del sol los bandidos nos cardaron de nuevo, a mí especialmente, y nos sacaron de la cuadra. Hacía mucho rato que andábamos; yo no podía ya con mi carga ni con los palos que menudeaban sobre mi pellejo; tenía los cascos gastados, cojeaba y apenas podía sostenerme. Llegamos, por fin, a un riachuelo que serpenteaba suavemente, y encantado con tan feliz hallazgo, decidí tenderme en tierra cuan largo era. Determiné resueltamente no menearme, aunque me matasen a palos o a puñaladas. Realmente, débil como me hallaba y más muerto que vivo, me pareció lo más acertado despedirme de esta vida; discurrí que los bandidos se aburrirían de esperar y con la prisa de huir distribuirían mi carga, entre los otros dos animales, y dejarían el cuidado de vengarles cruelmente a los lobos y a las águilas, que harían presa en mí.
[5] Pero tan hermoso proyecto fue deshecho por la implacable fortuna. El otro asno caló mis ideas y me tomó la delantera; simuló un cansancio imponderable y, dejándose caer con toda su impedimenta, se tendió como un muerto. Ni palos ni porrazos le convencieron a levantarse; llegaron a lograrlo asiéndole de la cola, orejas y piernas, pero el no quiso aguantarse en pie. Al fin, los bandidos, hartos de habérselas con un difunto, decidieron no retardar su huida, ni inquietarse por un asno muerto, tan muerto como una piedra. Distribuyeron su carga entre el caballo blanco y yo, y sacando sus sables, cortáronle los corvejones. Apartáronle un poco del camino y desde una gran altura le precipitaron, palpitante todavía, al fondo del valle. La suerte que afligió a mi desventurado compañero de fatigas, hízome discurrir profundamente, y resolví renunciar al fraude y a la picardía, sirviendo a mis amos como un asno honrado. Comprendí, además, por sus palabras, que pronto nos íbamos a detener y descansar de la marcha en un punto donde tenían establecida su vivienda. Efectivamente, después de subir una ligera cuesta, llegamos a destino. Nos quitaron los paquetes, para ocultarlos en la casa, y una vez libre de la carga, me revolví en el polvo, a manera de baño, para desentumecer mis miembros.
[6] Y ahora es la ocasión y el lugar oportuno para describiros la cueva y el paraje habitado por los bandidos. Al mismo tiempo haré un ensayo de mi talento, y podréis juzgar claramente si mi inteligencia era de asno también. Figuraos en el seno de una tenebrosa selva una imponente montaña de extraordinaria altura; enfrente rocas escarpadas, y por tanto, inaccesibles, y en medio, profundas y espaciosas lagunas. Estas lagunas, rodeadas de maleza, forman una defensa natural alrededor de los flancos de la montaña. De su cumbre precipítase, en impetuosos torbellinos, una fuente, que vomita en forma de cascada sus argentinas aguas. Divídese luego en infinidad de riachuelos, que se convierten al llegar al valle en apacibles ríos, de manera, que todo el recinto queda rodeado por un lago o pequeño mar. Al pie mismo de la montaña hay la entrada de la cueva, protegida por una fuerte torre. A cada lado un parque, para guardar los ganados, cerrados por fuertes empalizadas. Llégase a la puerta de la cueva siguiendo tortuosos setos, que sirven de muralla, verdaderos caminos de bandidos, palabra de honor. En todos los alrededores no vi habitación alguna, a excepción de una
pequeña cabaña, toscamente hecha de cañas. Según supe más tarde, allí hacía la guardia, durante la noche, el bandido que le correspondía en turno.
[7] Se deslizaron, pues, los forajidos uno a uno por este sendero, y al llegar a la puerta nos ataron fuertemente y empezaron a apostrofar en tono de burla a una vieja, encorvada al peso de los años, que era la encargada de proveer a los cuidados de la cuadrilla. «Hola, mala bruja, oprobio de este mundo y deshecho del otro (caso nuevo y único). ¿Así tienes que pasar el tiempo, divirtiéndote y no haciendo nada? ¿No es hora de que podamos descansar de tantas fatigas y peligros? ¿Nada tienes preparado? ¿No tienes otra preocupación que engullir el vino a torrentes y llenar el pozo sin fondo de tu barriga?» A estas palabras la vieja respondió temblando y con voz aguda y cascada: «Perdonadme, señores y dueños míos; mas todo está dispuesto; tenéis comida abundante y deliciosa, pan a discreción, vino, cuanto queráis, vasos limpios, y, según costumbre, agua caliente para el baño.» Calló la vieja, y los bandidos se desnudaron completamente, reconfortándose al calor de la lumbre; bañáronse luego en agua caliente, diéronse fricciones de aceite y se sentaron a la mesa, abundantemente servida.
[8] Apenas sentados, llegaron otros individuos, en mucho mayor numero, que a la legua olían a ladrones, puesto que llegaban también cargados con su botín de oro y plata en moneda, vajilla fina y tejidos finos, con aplicaciones de oro. Después de tomar su baño, sentáronse junto a los otros. Sortearon los que debían estar al servicio de la mesa. Comieron y bebieron sin tasa ni medida. Carnes, verduras, pan, vino... todo lo despacharon. Siguieron luego las chanzas escandalosas, el cantar en medio de la gritería y los más groseros chistes. Parecía aquello el festín de los centauros y de los feroces lápithes de Tebas y la Tesalia. Uno de ellos, el más fornido, tomó la palabra: «Vuestra expedición, dijo, ha dado por resultado asaltar valientemente el domicilio de Milon de Hipatía [Hípata]. Además del considerable botín que debemos a nuestro valor, hemos vuelto a casa sin perder un solo hombre, y, respetando los presentes, con dos cabezas más. En cambio, vosotros, entre toda la Beocia, sólo habéis cobrado una miseria y habéis dejado morir, por añadidura, a vuestro jefe, el intrépido Lamaco [---]. ¡Ah!, con qué gusto daría yo todo el botín que habéis traído por tenerle otra vea a mi lado. Pero, en fin; su excesiva bravura le ha perdido y ahora tomará asiento en el templo de la gloria, entre los más grandes reyes y los más valientes capitanes. En cuanto a vosotros sois unos ladrones muy discretos: sólo entráis en tugurios de esclavos, o atacáis tímidamente una casa de baños o alguna pobre vivienda de alguna vieja.»
[9] Uno de los últimamente llegados, le respondió: «¿Eres tú el único que ignora que las más importantes casas son Las más fáciles de saltear? Tienen muchos criados, pero se preocupan más de salvar el pellejo que de los caudales del dueño. Pero ved lo que pasa en una casa de mediana condición, de pocas pretensiones. Ocultan muy cuidadosamente su dinero, a veces una considerable fortuna, y la defienden con entereza y la conservan con peligro de su vida. En fin, mi relato os lo probará.
»Llegados apenas a Tebas, la de las siete puertas, indagamos escrupulosamente la fortuna de cada casa, preliminar indispensable en nuestra profesión. Supimos que un banquero, llamado Cryseros [Crísero] poseía cuantiosos caudales, y que por temor a los cargos públicos ocultaba cuidadosamente su excesiva opulencia; que vivía solo, retirado en una modesta casita, pequeña, pero bien fortificada; que era sucio y sólo vestía de harapos, velando incesantemente sus sacos de oro. Decidimos lanzarnos desde luego sobre él, contando que un solo hombre pronto estaría despachado y nos apoderaríamos fácilmente de sus riquezas.
[10] Dicho y hecho: al obscurecer rondábamos ya su casa. Pero no creímos prudente atacarla todavía, ni abrirla violentamente, temiendo que el ruido de derribar la puerta alarmase el vecindario y nos jugaran una mala partida. Entonces, nuestro ilustre jefe Lamaco, sin consultar más que su arrojo, deslizó cautelosamente la mano por el agujero de la llave y procuró hacer saltar el cerrojo. Pero Cryseros, el más malvado y astuto de todos los bípedos, nos vigilaba hacia rato y seguía todos nuestros movimientos. Con paso quedo y sin chistar avanzó muy despacio, y con un largo clavo atravesó la mano de nuestro camarada hundiéndolo luego fuertemente en el madero de la puerta. En seguida, dejándole ensartado como un estornino, subióse a la azotea de su tugurio y empezó a gritar con todas sus fuerzas, pidiendo socorro a los vecinos, llamando por su nombre a cada uno, diciendo que se trataba de la salvación de todos y pregonando que ardía su casa. Así alarmó a todo el mundo y todos corrieron a atajar el peligro que les amenazaba.
[11] Henos aquí entre dos alternativas igualmente peligrosas: ¿nos dejábamos prender?, ¿abandonábamos a nuestro compañero? La coyuntura nos inspiró un remedio heroico que fue aprobado por nuestro bravo capitán. En el punto donde el brazo se une al hombro, le practicamos la amputación del miembro prisionero y lo dejamos abandonado; cubrimos la herida con lienzo, para que la sangre que chorreaba no descubriera nuestra pista y huimos llevándonos lo que quedaba de Lamaco. »Corríamos gran peligro; en todo el barrio se había producido un espantoso tumulto; nos iban a prender. Aterrorizados, solo pensábamos en huir, y él, no pudiendo seguir nuestra carrera, se rezagaba peligrosamente. ¡Cuánta sublimidad de espíritu y que indomable energía desplegó! Nos conjuraba por el brazo derecho del dios Marte, por la fe del juramento, a que librásemos a un hermano de armas como él de las torturas del cautiverio. Un bandido de corazón heroico, decía, no puede sobrevivir a la perdida del brazo con que ejercía el saqueo y el asesinato. Seré muy feliz si puedo morir herido por un camarada. Y como a pesar de sus excitaciones nadie tenía valor para cometer este parricidio voluntario, tomó su sable con la mano que le quedaba y, después de besarlo repetidamente, lo hundió con todas sus fuerzas en mitad de su pecho. Entonces, llenos de veneración por el heroísmo de nuestro comandante, envolvimos cuidadosamente su cadáver en un lienzo y confiamos su custodia a los abismos del mar.
[12] Y en este inmenso piélago flota insepulto nuestro querido Lamaco. Por lo menos, este héroe tuvo un final digno de sus muchas virtudes. »Pero, Alcimo, a pesar de su exquisita prudencia, no pudo librarse de los rigores de la fortuna. Asaltó la mala barraca de una vieja, mientras dormía, y escaló su habitación. En lagar de deshacerse de ella estrangulándola, empezó echando a la calle, donde los esperábamos, todos los muebles, hasta dejar la casa desmantelada. NO queriendo abandonar ni la mala cama donde dormía la vieja, tirola al suelo, y cogió la manta para echarla abajo: pero la maldita vieja se echa a sus pies llorando:—Hijo mío, sollozaba, ¿por qué quitas los harapos a esta pobre vieja, para darlos a los ricos vecinos de enfrente? Engañado por esta advertencia, que era una hábil estratagema, Alcimo creyó ser verdad y temió que lo que había arrojado abajo y lo que iba a soltar todavía, fuera a parar a la casa de enfrente y no a manos de sus compañeros. Subiose a la ventana para examinar con atención la casa vecina, escudriñando, de paso, si era a propósito para un saqueo en regla. Así, pues, sin precaución alguna, se abalanzó para poder ver bien, y entonces, la malvada vieja, aprovechó aquel momento en que guardaba un difícil equilibrio y sólo pensaba en tomar vistas. Diole un empujón que, si no muy vigoroso, era imprevisto, y le hizo dar un salto mortal, cabeza abajo. Notad que la altura era considerable, y que fue a dar contra una enorme piedra que había junto a la casa. Se deslomó y se rompió no sé cuántas costillas, echaba sangre por la boca, y murió sin tener tiempo de sufrir mucho: vivió lo estrictamente necesario para relatarnos, con apagada voz, el mal paso que había dado. Seguimos, para su sepelio, el mismo procedimiento que para el anterior, y enviamos a nuestro camarada a hacer digna compañía a Lamaco.
[13] »Castigados con esta doble pérdida, renunciamos a nuestras empresas en Febas [Tebas] y nos trasladamos a la ciudad próxima, Platea. Pronto llegó a nosotros la noticia de que un personaje muy conocido, llamado Demócaro, iba a presentar una lucha de gladiadores. Era un hombre de gran categoría, por su nacimiento y por su fortuna; su liberalidad era extremada, y organizaba espectáculos públicos, con un esplendor digno de sus riquezas. ¿Qué genio, que elocuencia podría reproducir con adecuadas palabras los distintos cuadros que ofrecían los numerosos preparativos? Aquí, gladiadores famosos por su fuerte brazo; allá, cazadores de extraordinaria ligereza; más allá, culpables que iban a morir, sirviendo de pasto a las fieras. Había también una máquina, sostenida en su pivote, con tornos de madera artísticamente labrados: especie de casa rotativa, adornada con alegres pinturas y con cómodas habitaciones para presenciar el espectáculo de la caza. Además, ¡cuántas y cuan variadas bestias! Porque, Demócaro había llegado al punto de mandarse enviar del extranjero estos nobles animales, destinados a devorar los reos. »Pero el atractivo principal de esta magnífica representación, eran los enormes osos, que con grandes dispendios, se había procurado. Eran en número considerable, pues además de los que había cogido él en sus cacerías, había adquirido algunos por fuertes sumas, y todavía sus amigos le habían regalado otros más.
[14] La conservación de estos animales le costaba muy caro y los alimentaba espléndidamente. Tanto esplendor y tanto brillo en los preparativos de una fiesta pública, no podía escapar a la influencia del celoso destino. El largo cautiverio fatigó a los osos; adelgazaron con el calor; la inactividad les entumeció y una peste les atacó súbitamente. Murieron casi todos. En varias calles hubierais visto tendidos por el suelo estos animales moribundos. Parecía un naufragio. El bajo pueblo y los mendigos, que han de comer lo que pueden sin escrúpulo y no tienen dinero con que procurarse alimentación exquisita, aprovecharon esta conyuntura para hacer provisión. »Las circunstancias nos inspiraron a Bábulo y a mi un expediente ingenioso. Como si fuese para comérnoslo, llevamos para casa al oso mayor y más gordo que vimos. Le quitamos hábilmente el pellejo, conservando cuidadosamente las garras y dejando intacta la cabeza del animal hasta la nuca. Rascamos la cara interior de la piel para adelgazarla, la espolvoreamos con ceniza y la tendimos al sol a secar. Y mientras la celeste llama le quitaba la grasa, nos regalamos sólidamente con su carne. Después de esto, organizamos nuestra próxima expedición, bajo fe de juramento, del siguiente modo: »Convinimos en que uno de nosotros, superior a los demás por su energía de carácter, más que por su fuerza bruta, y que supiera obrar, sobre todo, por propio impulso, se cubriría con la piel de oso y aprovecharía la obscuridad de la noche para introducirse en casa de Demócaro y facilitar luego la entrada a los restantes.
[15] Esta chistosa mascarada sedujo a varios en la cuadrilla, pero la lección recayó, por unanimidad, en Trasileo. Y él aceptó los riesgos de la empresa. La piel, ya suave, flexible y ligera, se le adaptó perfectamente. En seguida los otros cosimos a maravilla las dos orillas del forro, y para disimular la hendidura del pliegue, no muy visible, aplanamos los pelos que arrancan a derecha e izquierda. Por debajo de la mandíbula, junto al sitio por donde habíamos cortado la piel, introdujimos la cabeza de Trasileo, y, finalmente, para que pudiera respirar, le dispusimos unos agujeros frente a la nariz, y otros en los ojos para ver. Nuestro valiente camarada, metamorfoseado en bestia, entró en una jaula, que adrede habíamos comprado por poco dinero, muy resuelto y decidido. »La operación así empezada continuó del siguiente modo.
[16] Supimos que Demócaro tenía un íntimo amigo llamado Nicanor, tracio de nacimiento. Hicimos una carta simulando que este último le mandaba, para contribuir al esplendor de los juegos, las primicias de su caza. Llegada la noche, y a favor de las tinieblas, presentamos a Demócaro la falsa misiva y <a> Trasileo en su jaula. El hombre quedó maravillado del tamaño del animal, y encantado de la generosidad de su amigo, que tan oportunamente se acordaba de el. Nos mandó regalar, a tocateja, por la satisfacción que le causábamos, diez monedas de oro. »El atractivo de la curiosidad, que arrastra siempre hacia lo nuevo, congregó multitud de personas y reunió alrededor del animal gran afluencia de admiradores. Pero Trasileo tenía todavía el buen humor de poner a raya, de vez en cuando, su curiosidad, pegando amenazadores saltos. Todos celebraban sin cesar la inaudita suerte de Demócaro, que, después de perder tantas bestias, hallaba ocasión de reparar en lo posible tanta desgracia. Ordena que lleven al instante el oso a sus posesiones, teniendo mucho cuidado en el transporte. Entonces le dirigí la palabra:
[17] –Cuidado, señor; el ardor del sol, y la larga distancia, fatigarán al animal; le mezclarán con los otros y tiene muy mal genio. ¿No le encontraríais en vuestra propia casa un sitio desahogado, bien ventilado, en la proximidad de algún estanque u otro lugar fresco? Vos sabéis, sin duda, que estos animales viven escondidos en cuevas húmedas, en colinas muy frías, y no lejos de cristalinas fuentes. Estas advertencias surtieron efecto. Repasó en su memoria los osos que había perdido, y acogiéndose a mis consejos, nos dio permiso para colocar la jaula donde a nosotros nos pareciese mejor.—Por lo demás, añadí, todos estamos dispuestos a pasar la noche aquí, junto a la jaula.—No es necesario que os molestéis, respondió: casi todos mis criados conocen, hace tiempo, los cuidados que necesitan los osos.
[18] Le saludamos y nos fuimos. »Al salir del recinto de la ciudad descubrimos un cementerio apartado del camino, en lugar solitario y oculto. Abundaban en él los ataúdes carcomidos y tan antiguos, que estaban semiabiertos. Era la morada de los difuntos, que eran ya polvo y ceniza. Abrimos buen número de estos sarcófagos para inventariar nuestro futuro botín. Luego, con arreglo a la táctica de nuestra gente, esperamos la oportunidad de una noche sin luna. En el instante en que el sueño se apodera del hombre, y en que su primera influencia sorprende y cautiva fuertemente su espíritu, nuestra cuadrilla, armada de puñales, estaba ya a la puerta de Demócaro, con la exactitud de un compromiso. Por su parte, Trasileo, aprovechando con inteligencia el instante más propicio a los bandidos, salió de su jaula. En un abrir y cerrar de ojos cose a puñaladas <a> todos los guardianes que estaban dormitando; despacha en seguida al portero y toma las llaves. Abre la puerta, entramos a escape, y henos ya dentro de la casa. Nos indica un granero, en donde había visto depositar, la víspera, muchas joyas. Forzamos la puerta del granero y ordeno a cada compañero apoderarse de todo el oro y plata que se pueda e ir a ocultarlo inmediatamente en el cementerio, y volver, sin perder tiempo, a cargar de nuevo.—Para salvaguardia de todos, les dije, yo permaneceré solo frente a la puerta de la casa, y mientras vais y volvéis, vigilaré, como buen centinela, lo que ocurra. Yo contaba con mi oso, que debía pasear la figura por todos los rincones para hacer morir de miedo a cuantos, por casualidad, estuvieran despiertos. En efecto, ¿qué hombre hubiese tenido suficiente valor e intrepidez para no emprender la fuga, y encerrarse en su habitación con siete llaves, aterrorizado, viéndose, de noche, frente a un monstruo de esta talla?
[19] Todo estaba, pues, dispuesto conforme a las reglas de la más saludable prudencia. Pero sobrevino un incidente que nos aburrió. Mientras yo, oído alerta, esperaba la vuelta de mis compañeros, avanzó suavemente un pequeño criado que algún demonio había despertado sin necesidad. Cuando vio que el oso iba y venía tranquilamente por todas las habitaciones, volviose atrás sin hacer ruido y previno a toda la gente de la casa de lo que pasaba. Pronto se reunieron, todos los criados, en gran número; llenaban toda la casa. Antorchas, linternas, bujías, cirios y otras luces, brillaban en las tinieblas de la noche. Todo este tropel de gente iba armado; iban con garrotes, chuzos, espadas y otras armas, y guardaban los corredores y pasos principales. Ayudábanles también perros de presa; allí estaban, olfateando, con el pelo enhiesto, y los otros les azuzaban para disponerlos a embestirnos.
[20] »Entonces, suavemente, mientras el tumulto sigue en aumento, toco retirada y me escurro de la casa. Pero, oculto detrás de la puerta, vi perfectamente la resistencia maravillosa que Trasileo oponía al ataque. En efecto, a pesar de estar mal herido, el cuidado de su gloria y el de nuestros intereses, el recuerdo de su antiguo valor, le daban fuerzas para resistir al Cerbero y sus amenazadoras fauces. Sosteniendo hasta morir el papel de que se había voluntariamente encardado, tan pronto retrocedía como alargaba la cabeza; y gracias a sus maniobras y a sus variadas evoluciones pudo, al fin, escapar de la casa. Pero no bastaba encontrarse libre y en la calle: era preciso huir. Imposible. En la primera encrucijada todos los mastines del barrio se juntan con los demás de la casa, que salieron en su persecución, y no le fue posible pasar. ¡Qué funesto y deplorable espectáculo fue para mí ver a nuestro pobre Trasileo sitiado, bloqueado por esta furiosa jauría, que le despedazaba a mordiscos!
»Finalmente, pude dominar ya mi vivo dolor, y me mezclo con los grupos que se habían formado. Y como único medio de salvar a mi compañero, sin dar a sospechar nada, me dirigí a los que capitaneaban el alboroto, diciendo:—¡Qué lástima! ¡Qué tremenda desgracia! ¡Aquí estamos echando a perder un hermoso animal, una bestia rara.
[21] Pero de ningún alivio sirvieron a mi pobre camarada todos los recursos de mi oratoria. Un vigoroso mocetón sale disparado de su casa, y con la rapidez del rayo le hunde un cuchillo en mitad del pecho. Imítanle otros; pronto la muchedumbre, perdiendo el miedo, cae sobre él y le agujerea por todos lados. Era preciso que el intrépido Trasileo, gloria de nuestra época, terminara su existencia, digna de la inmortalidad. Pero murió sin que el sufrimiento le arrancara un solo grito, ni un chillido, que pudiese hacer traición al juramento hecho. Los mordiscos le habían descuartizado, estaba agujereado como una criba y persistía en gruñir imitando al oso. ¡Con qué heroísmo soportó su desgracia! ¡Qué inmarcesible gloria conquistó al entregar su vida al destino! »Y, no obstante, era tal el terror y el miedo que se había apoderado de aquella gente, que al salir el sol, ¿qué digo?, al medio día, nadie se había atrevido a tocar con la punta del dedo aquel animal, allí tendido sin vida. »Finalmente, después de mucha incertidumbre y temores, un carnicero, más atrevido que los demás, abrió el vientre del oso y arrancó la piel a la heroica fiera. He aquí cómo perdimos a Trasileo; pero su gloria no morirá jamás. Nos apresuramos a recoger el botín que los muertos nos habían guardado con mucha discreción, y abandonamos pronto el territorio de los plateos, repitiendo frecuentemente esta sabia reflexión; no hay que extrañar que la honradez haya desaparecido de este mundo, porque despreciando nuestra depravación se ha retirado, hace tiempo, a los infiernos y a los cementerios. El peso de nuestros paquetes y la fatiga, del viaje nos ha puesto en grave aprieto, tres compañeros faltan a la lista; he aquí el botín que traemos.»
[22] Terminada esta relación, tomaron copas de oro y con vino generoso hicieron libaciones a la memoria de sus difuntos camaradas. Entonaron luego un himno en honor del dios Marte, y en seguida se durmieron todos.
Cuanto a nosotros, la vieja nos repartió cebada fresca a discreción. Para mi caballo fue esta pitanza una verdadera comida de sacerdote salio. Y toda la cebada fue para él, porque, aunque al principio comí un poco de ella, bien machacada y hervida a fuego lento, en cuanto vi en un rincón unos mendrugos, que dejaron abandonados los de la cuadrilla, los devore ávidamente; hacía un siglo que no había comido, y creo que ya se ponían telarañas en mi paladar. A media noche se levantaron los ladrones y se prepararon a salir. Vestidos con distintos atavíos, armados unos hasta los dientes, disfrazados otros de fantasmas, desaparecieron pronto. Yo continué mascando a mas y mejor, sin que el sueño lograra vencerme, ni flaquear siquiera, y aunque antiguamente, cuando era Lucio, con uno o dos panes tenía bastante, ahora eran tales las necesidades de mi estómago y su vasta capacidad, que me estaba entreteniendo con la tercera gavilla, cuando me causó gran sorpresa ver apuntar la luz del nuevo día.
[23] Finalmente, con el instinto de la propia conveniencia, que tanto caracteriza a los asnos, dejé esta ocupación, con mucho sentimiento, por cierto, para ir a apagar mi sed en el vecino arroyo. No tardaron en volver nuestros bandidos. El temor y la inquietud les salían a la cara. Nada, absolutamente, traían como botín; ni una capa; pero empuñaban todos la espada, y, con toda clase de precauciones, conducían una muchacha sola que, por la nobleza de sus rasgos, su aspecto decentísimo, se veía fácilmente que era persona distinguida. Era un cacho de mujer capaz de tentar, palabra de honor, a un asno como yo. Lloraba amargamente, se arrancaba los cabellos y desgarraba las vestiduras. Cuando los bandidos la hubieron entrado en la cueva, procuraron calmar su llanto tranquilizándola: «Señorita, le decían, vuestra vida y vuestro honor están seguros; tened sólo un poco de paciencia para que nos salga bien el negocio. La necesidad nos obliga a este oficio. Vuestros padres, por el contrario, nadan en la opulencia, y por avaros que fueran, no titubearán en pagar el rescate de su hija.»
[24] Estas palabras, y otras parecidas, que continuamente le repetían, no lograron calmar el dolor de la joven; por el contrario, con la cabeza entre las rodillas, lloraba sin cesar. Entonces los ladrones mandaron entrar a la vieja, ordenándole que se instalase cerca de ella y le hablase con dulzura para consolarle en lo posible. Y volvieron a salir a sus correrías. Sin embargo, la vieja no encontraba manera de mitigar el llanto de la muchacha; se lamentaba en alta voz y sollozaba continuamente, agitada y convulsa, hasta tal punto que las lágrimas humedecieron mis mejillas. «¡Desgraciada de mí, decía: verme abandonada, teniendo una familia como la mía, numerosos parientes, adictos criados, y tan venerables padres! ¡Suerte cruel!, ¡ser víctima de un secuestro: ¡ser cautiva!, ¡estar encerrada entre estas rocas, como el último esclavo!, ¡estar privada de todas las dulzuras en que he nacido y en que me han criado! ¡Quién sabe si voy pronto a morir! ¡Ay!, ¡en medio de estoa crueles verdugos, entre tales bandidos, en esta execrable sociedad de asesinos, cómo detenerse mis lagrimas!...» Así se lamentaba. Al fin, abatida por el dolor, y anudada su garganta, cedió a la fatiga que agobiaba su cuerpo: cayeron sus párpados, y se desmayó.
[26] Poco hacía que había cerrado los ojos, cuando se despertó bruscamente, como una poseída, empezando otra vez a lamentarse más amargamente aún, a golpearse el pecho y su encantadora cara. Por más que la vieja le preguntaba la causa de su nueva desesperación, nada lograba. «Está decidido, decía suspirando profundamente; estoy perdida, irrevocablemente perdida; no hay esperanza de salvación; renuncio a ella. La cuerda, el hierro, un precipicio; he aquí entre qué he de elegir.» Enfadose entonces la vieja, y con aire severo, «Demonio, le decía; ¿por qué lloras así? ¡Quiero que me lo expliques! Después de echar un sueño, ¿para qué empezar de nuevo el lloriqueo? ¿Crees, amiga, que así privarás a mis valientes dueños de la elevada suma que importa tu rescate? Si continúas así, acabaremos mal. Nadie escucha ya tus lamemos, los bandidos son poco sensibles a estas músicas, y son capaces de tostarte viva.»
[26] Tembló la niña al oír estas palabras, y besando la mano de la vieja: «¡Gracias, madre mía! ¿No conserváis sentimientos humanitarios? No, no quiero creerlo. Con la experiencia de los años, con estas venerables canas, no es posible que se haya agotado vuestro corazón. Juzgad de mi infortunio; es un verdadero drama. »Era yo la prometida de un apuesto mozo, de los más aventajados entre los suyos, que la ciudad entera consideraba hijo adoptivo. Éramos, además, primos, y contaba tres años más que yo. Desde la más tierna infancia crecimos juntos, sin abandonarnos jamás, vivíamos en la misma casa, y el mismo techo cobijaba nuestros lechos. Unidos por una santa afección, nos dimos tempranamente promesa formal de matrimonio. Nuestros padres asintieron, y los documentos necesarios para la boda estaban dispuestos. Rodeada de numerosos parientes y deudos, celebraba públicamente un sacrificio en el templo e inmolaba víctimas a los dioses. La casa entera, tapizada con laurel, iluminada con las antorchas nupciales, resonaba con cantos de himeneo. Apoyándome en su seno, mi pobre madre gozaba adornándome con mi traje de boda, a cada momento me besaba dulcemente, y en sus ensueños, llenos de ternura, veía ya sus adorados nietos. De pronto, asaltaron la casa los asesinos, puñal en mano, sembrando el terror con sus amenazadoras figuras. Pero no se prepararon a robar o a matar. Júntanse en apiñado grupo y se lanzan en la habitación donde estábamos. »Ninguno de nuestros amigos pensó en rechazarles ni a presentar la menor resistencia. Yo, pobre niña, me desmayé aterrorizada; quedé sin conocimiento, y aprovecharon este momento para arrancarme cruelmente a los brazos y el regazo de mi madre. Así fue interrumpida nuestra boda. Como la de Protesilao o la de la hija de Athrax. [---]
[27] »Pero el funesto sueño que acabo de sufrir ha renovado en mí aquellas emociones y ha llevado al colmo mis desdichas. Me ha parecido que me arrancaban violentamente de mi casa paterna, de mi habitación, de mi misma cama, para llevarme a un inmenso desierto. Imploré el nombre de mi infortunado esposo, y él, viéndose privado de mis abrazos, cubierto aún de perfumes y coronado de flores, fue siguiendo mis huellas, mientras yo huía involuntariamente. Gritaba con furia y desesperado, al ver que le robaban su bella mitad; pedía al pueblo que le auxiliara. Pero uno de los ladrones, harto de ver que tenazmente nos perseguía, levantó una enorme piedra, y arrojándola al infeliz, asesinó a mi amado... Esta aterradora visión me ha despertado, con espanto, de mi funesto letargo.»
Entonces, la vieja, correspondiendo a sus lágrimas con suspiros, respondió: «Tranquilízate, hija mía, y no te apures por las vanas ilusiones de un sueño, porque no sólo las imágenes que traza el sueño, de lo real, son falsas, sino que además las visiones anuncian a menudo lo contrario de lo que en sí representan. Así, el llanto, el castigo y aun a veces el asesinato, son presagio de felices sucesos. Por el contrario, la risa, llenarse la tripa de dulce o saborear los placeres de Venus, indican un pesar, una enfermedad u otra aflicción por el estilo. Pero yo sé cuentos muy interesantes; leyendas de mi infancia. Voy a contarte una que te distraerá mucho.» Y comenzó así:
[28] «Éranse, en cierto país, cuyo nombre no recuerdo, un rey y una reina que tenían tres hijas, las tres muy hermosas. Pero por encantadoras que fuesen las dos mayores era todavía posible hallar en el idioma de los mortales fórmulas de elogio adecuadas al valor de su encanto;
mientras que la menor era de una perfección tan rara, tan maravillosa, que no hay palabra alguna para expresarlo dignamente. Los habitantes del país, y aun los del extranjero, acudían a su palacio en considerable número, atraídos por la fama de tanto prodigio, y al contemplar su incomparable hermosura, quedaban confusos admirándola. Llevábanse la diestra mano a los labios, y con el índice atravesado sobre el pulgar se arrodillaban a sus pies para adorarla con religioso respeto, exactamente como si fuese la propia Venus.
»Extendiose la fama, en las ciudades inmediatas y comarcas de alrededor, de que la diosa salida del seno azulado del mar entre el rocío de las espumosas olas, se dignaba poner a la vista de los mortales su poder, o que, por lo menos, a consecuencia de la influencia creadora de los astros, la tierra, en competencia con el líquido elemento, había engendrado otra Venus con su flor de virginidad.
[29] Esta creencia fue extendiéndose rápidamente. De las islas inmediatas corrió esta voz a otros países y por fin extendiose por el mundo entero. De todas partes llegaban, después de largos viajes y dilatadas travesías por mar, innumerables personas ávidas de contemplar esta gloriosa maravilla. No iban ya las gentes a Gnido, ni a Paphos; no desembarcaban ya en Citerea para contemplar a la diosa. Suspendiéronse sus sacrificios, cerráronse los templos, fueron hollados los almohadones, abandonadas sus ceremonias. Nadie coronaba ya sus estatuas, y sus solitarios altares fueron deshonrados con una fría ceniza. A la hermosa niña dirigen ahora sus oraciones; bajo forma humana adoran hoy a la incomparable diosa, y al amanecer el día se ofrecen víctimas y festines a <---> Venus, se invoca su nombre. Y, sin embargo, ella no es Venus. Cuando aparece en la calle, el pueblo, a porfía, le ofrece guirnaldas, arroja flores a su paso, le dirige invocaciones. Al ver que los honores propios de los dioses eran vendidos tan extremadamente a una simple mortal, la verdadera Venus ardió en despecho. No pudo contener su indignación y moviendo la cabeza con estremecimientos de concentrada cólera, dijo para sí:
[30] —¿Quien, yo? ¡Yo, Venus, espíritu superior de la naturaleza, origen y germen de todos los elementos, yo, que fecundo el universo entero; yo, compartir con una muchacha los honores debidos a mi suprema categoría! ¡Así he de ser considerada! ¡Mi nombre, sagrado en el cielo, ha de ser profanado y hollado en la tierra! ¡Así, pues, los homenajes que se ofrecían a mi divinidad, he de compartirlos con otra! ¡Ver a los hombres dudando si es a ella o a Venus que deben adorar! ¿Y quien me representa a mí entre los mortales? ¿Una criatura de limitada vida? ¡Será inútil que el famoso pastor, cuya justa y sabia sentencia confirmó Júpiter, me prefiriese a las otras dos diosas, por mis invencibles encantos? ¡No; este triunfo no será dudoso! ¡Que tiemble, quienquiera que sea, que usurpe mis honores! ¡Venus hará que se arrepienta de su insolente hermosura!
»Llamó en seguida a su hijo, al niño alado cuya audacia y perversidad desafía la moral pública, y que armado de arco y flechas recorre, durante la noche, las casas forasteras, poniendo disgusto entre esposos, cometiendo impunemente los más graves desórdenes y no haciendo jamás una acción laudable. A pesar de que él, por su malicia innata, se inclina siempre al mal, todavía su madre le excita con palabras. Condújole a la ciudad en cuestión y presentó a sus ojos a Psiquis [---] (nombre de la joven doncella).
[31] Explícale cómo la belleza de esta muchacha rivaliza con la suya y las hablillas a que da lugar. Su indignación estalla en gemidos de despecho. »—Hijo mío, le decía, en nombre de la ternura que te une a mí, por las dulces heridas de tus flechas, por las sagradas llamas con que haces arder deliciosamente los corazones, venga a tu madre; pero, véngala plenamente y, como hijo obediente y respetuoso, castiga esta rebelde<< belleza. Por encima de todo, te dirijo una súplica, dígnate cumplirla: que esta niña se inflame, en la más violenta pasión, para el último de los hombres, para un infeliz condenado por la fortuna a no tener posición social, ni patrimonio, ni vida tranquila; es decir, para un ser tan innoble, que no haya otro más miserable, ni tanto, en el mundo entero.
»Así dijo, y con los labios entreabiertos, prodigó a su hijo largos y fervientes besos. Luego, dirigiéndose a la ribera que el mar baña con sus ondas y besando con sus rosados pies la húmeda superficie de las onduladas olas, sentose, y su carro avanzó majestuosamente por el azulado cristal del profundo Océano. »Al primer deseo que pasa por su mente, las divinidades del mar se apresuran a rodearla con sus homenajes, como si alguien se lo hubiese previamente mandado. Las nereidas, cantando en coro; Portuna, con su erizada azul barba; Salacia dejando caer abundantes peces de los pliegues de su vestidura; el pequeño Palemon, montado en un delfín; los tritones, que saltan entre las olas... Uno, arranca melodiosos acordes de su sonora concha; otro, con una tela de seda, le protege de los ardores del importuno sol; otro sostiene un espejo frente a los ojos de la diosa; otros nadan bajo el agua, dando impulso a su carroza... »Tal es el cortejo que acompaña a Venus cuando visita el ancho Océano.
[32] »Sin embargo, Psiquis, a pesar de su maravillosa hermosura, ningún fruto obtiene de tanta adoración. Todo el mundo la contempla, todos la colman de elogios, pero no hay un rey, ni un príncipe, ni aun un plebeyo que solicite su mano. Todos admiran, realmente, esta figura digna de una diosa, pero como admirarían una estatua. Tiempo hacía ya que sus dos hermanas, cuya belleza no había sido tan celebrada, habían hecho brillantes matrimonios con monarcas, mientras Psiquis, condenada al celibato, queda en la casa paterna llorando su soledad y su abandono. Los sufrimientos físicos uníanse a las heridas del corazón, y esta belleza, que había sido admirada por todos los pueblos, llegó a serle detestable. »Su infeliz padre se desesperaba. Creíase perseguido por la malevolencia de los dioses, y temeroso de su cólera, interrogó al antiguo oráculo del dios que se adora en Minonleto. Ofreció a esta poderosa divinidad oraciones y víctimas en favor de la abandonada doncella, implorando esposo para ella. Pero Apolo, le dijo en latín (a pesar de que el fundador del templo de Mileto fue un griego) las siguientes palabras:
[33] —Pon a tu adorable hija sobre una roca, pomposamente adornada, para una boda funeral. No esperes un yerno hijo de madre mortal, sino un espantoso dragón, cruel y horrible, que recorre velozmente el espacio, esparciendo por todas partes fuego y sangre, que impone pavor al mismo Júpiter y, terror de los dioses, hace retroceder las tenebrosas olas de la Estigia laguna. »El monarca, feliz en otro tiempo, regresó a su palacio, después de oír el divino oráculo, abatido y triste, explicando a la reina los funestos presagios del destino. »Extendiose la desolación y el llanto durante varios días; pero el fiel cumplimiento del oráculo se acercaba. Preparan ya, para la infortunada doncella, la pompa de su mortuorio himeneo. La antorcha nupcial es sustituida por negruzcos cirios de color de hollín y ceniza. El sonido de la flauta nupcial es reemplazado por los quejumbrosos acentos del lidio; y los alegres cantos del matrimonio se cambian en lúgubres gemidos. La joven desposada enjuga su llanto con el mismo traje de boda. La triste fatalidad que pesa sobre esta familia, excita la simpatía de la ciudad entera, y espontáneamente, el sentimiento popular decreta, con justo motivo, un duelo público.
[34] »Sin embargo, la necesidad de cumplir las órdenes del cielo, condujo a Psiquis al fatal suplicio que le era destinado. Cumpliose con profunda pena el ceremonial de este fúnebre himeneo, y fueron trasladados [---] estas vivientes mortajas, seguidas de todo el pueblo. Psiquis, la desventurada Psiquis, acompaña, no su boda, sino su propio cortejo fúnebre; y mientras sus padres, abatidos, vacilan en consumar este acto de inhumanidad, aliéntales su propia hija con estas palabras:—¿Por qué atormentáis vuestra desdichada vejez con el continuo llanto? ¿Por qué abreviar con no interrumpidos sollozos vuestra existencia, que es la mía? ¿Por qué deshonrar con lágrimas, por mi culpa, vuestro venerable rostro? Castigar vuestros ojos es matar los míos. ¿Por qué os arrancáis los cabellos? ¿Por qué desgarrar vuestro pecho el uno, la otra sus entrañas? ¡Estos serán, pues, los gloriosos goces que mi belleza os habrá causado! ¡La cruel envidia os alcanza con mortal furor; hasta ahora no lo comprendéis! Cuando todas las gentes me rendían honores de diosa, cuando una voz unánime me apellidaba segunda Venus, ¡ah!, entonces era cuando debíais gemir, derramar lágrimas y compadecerme ya, como herida de muerte. Hoy lo siento, lo veo, únicamente me ha perdido el nombre de Venus. Acompañadme, colocadme sobre la roca que el hado me señala. Tengo afán por cumplir este feliz matrimonio; tengo prisa, para conocer al noble esposo a que pertenezco. ¿Por qué retardarlo? ¿Por qué evitar la proximidad del que ha nacido para causar la admiración del mundo entero?
[35] «Así habló la doncella; calló luego y con paso firme confundiose con la muchedumbre que la seguía. Llegan ya a la roca destinada. Es una escarpada montaña, en cuya cumbre colocan a la muchacha y la dejan abandonada. Después de dejar junto a ella las velas nupciales que han servido para iluminar la ceremonia, y que son apagadas en medio de gran llanto; volvióse todo el mundo apesadumbrado a sus respectivos hogares. Los infelices padres, abatidos por tan dolorosa pérdida, se encerraron en el fondo de su palacio y se condenaron voluntariamente a eternas tinieblas.
»Psiquis, temblando de espanto en la cumbre de la montaña, lloraba a mares. De pronto, el delicado hálito de Céfiro agita amorosamente los aires y hace ondular las vestiduras de Psiquis, hinchando suavemente sus pliegues. Levantada sin violencia, siente Psiquis que una dulce brisa la arrastra suavemente. Resbala por una pendiente insensible hacia un profundo valle que está bajo sus pies, hasta hallarse muellemente recostada en mitad del césped esmaltado de flores.