Meteorología (Palma)
En 1860 era yo asiduo concurrente a la tertulia del brigadier del ejército español don Antonio Vigil, quien, después de la capitulación de Ayacucho, tomó servicio con los republicanos y alcanzó a investir la clase de general. Era nacido en el norte del Perú, y murió casi nonagenario, con reputación de valiente y entendido militar y de caballero honrado a carta cabal.
Decíame una noche Vigil que todo hombre lleva en sí la intuición de la forma como ha de herirlo la muerte, y que esa intuición se revela hasta en las palabras favoritas. Y como para probármelo, me contó lo que yo, a mi manera, voy a contar a ustedes.
El brigadier arequipeño don Juan Ruiz de Somocurcio que, como subjefe del mariscal Valdés, capituló en Ayacucho, debió ser soldado de mucho ñeque, cuando, a pesar de su condición de americano, llegó a investir tan alta clase militar en diez y siete años de carrera, principiada, como cadete, en 1806. Casi no hubo batalla ni acción de guerra en el Alto Perú en que no se encontrara. -Guaqui, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, Viluma y Zepita fueron campos en los que, dice Mendiburu, ostentó su bravura. Sus ascensos todos no fueron, pues, hijos del favor, sino conquistados en regla.
Aunque vivió desde niño en los cuarteles, nadie oyó jamás a Somocurcio una de esas palabrotas o tacos redondos de que tanto abusaban (y abusan, digámoslo claro) los militares, y especialmente los españoles, magüor no visten uniforme. Dícese que mal puede ganar batallas general que a tiempo no sabe echar un terno.
Si yo fuera el obispo Villarroel escribiría que Somocurcio entró en el cuartel; pero el cuartel no entró en él.
El brigadier Somocurcio tenía afición a la meteorología, y a ella pedía prestadas palabras cuando le era preciso hablar gordo.
¿El asistente demoraba en lustrar las botas? «¡Rayos! -exclamaba su señoría.- ¿Vienen o no vienen esas botas? ¡Mil rayos!»
¿Se hacía el asistente remolón para ir a desempeñar un recado? Pues no faltaba un «¡Granizo! ¿Vas o te hago ir más que de prisa? ¡Granizo!»
El asistente no había ensillado el caballo? Pues don Juan Ruiz de Somocurcio se convertía en tempestad deshecha, y todo se le volvía gritar: «¡Rayos y truenos! ¡Malo centella te parta, tunante!»
¿Daba un tropezón y se lastimaba un callo? «¡Relámpagos! «¡Mil relámpagos!»
Sólo delante de Valdés amainaba un poco la tormenta. Cuando el español, por cualquier futesa, soltaba un.... «¡Ca...rámbano!» (se entiende, sin dirigirse a Somocurcio, que era su segundo y a quien estimaba muy cordialmente), el arequipeño lo interrumpía diciendo con brío: «¡Nubes y lluvia, mi general» Valdés desarrugaba el ceño, tendía la mano a Somocurcio, y contestaba:
-Vamos, don Juan, que siempre ha de tener usted a mano el chaparrón para apagar la candela.
El brigadier se había casado en 1816, y en los siete años transcurridos hasta el día de la batalla de Ayacucho, tal vez no excedían de seis meses, por junto, los pasados en su hogar. Por eso el general La-Mar, que era, muy arraigo y apreciador de Somocurcio, se interesó con Sucre para que, libre de la condición de prisionero, le permitiera residir en Arequipa al lado de su esposa.
El 3 de enero de 1835, hallándose el viajero en la pampa de Langui, camino del Cuzco a Arequipa, se desencadenó una furiosa tormenta, y don Juan Ruiz de Somocurcio pereció herido por un rayo.
Vivió y murió meteorológicamente.