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Mezclilla: 07

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II

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Tómase en estos tiempos la opinión por ciencia, de un clásico español; y bien puede asegurarse que esa mala costumbre de hace siglos sigue prevaleciendo, porque la mayor parte de los autores que pretenden enseñar algo, nos dan por ciencia lo que opinan. En materia de crítica literaria esto es lo corriente, y se llega a tal extremo, con el atrevimiento a que convidan la aparente libertad del gusto y la vaguedad y anarquía de las doctrinas estéticas, que muchos preceptistas y críticos no vacilan en predicar como dogmas y reglas aprensiones subjetivas, preferencias personales que no llegan siquiera a la categoría de opiniones racionalmente adquiridas y de una verdad probable. Es claro que la crítica en nuestros días no puede todavía -ignoro si podrá más adelante- llamarse científica, en la rigorosa acepción de la palabra, pero sí puede tener ciertas condiciones que le den un valor objetivo, garantías de imparcialidad y método, elevándola a la altura, en punto a sus cualidades de conocimiento reflexivo, a que llegan otras doctrinas, como, v. gr., la sociología, la economía, la filosofía del derecho, etc., etc., que tampoco son rigurosamente ciencia, aunque los más así las llamen. Pues tal carácter semicientífico -si puede hablarse así- no lo tiene la crítica literaria en la mayor parte de los escritores de este género, aun los más alabados, porque con el escepticismo que en tales asuntos reina, y el poco celo que en realidad se muestra por aclarar este orden de conocimientos, los más avisados, no los más ingenuos, juzgan que es preferible manifestar originalidad y fuerza de ideas, exquisito y dificilísimo gusto, que procurar un criterio general que pueda ser norma común, por todos, grandes y pequeños, reconocida, y acatada. Si a esta tendencia se, añade el justificarla; por lo que toca a la actualidad, el estado de crisis, en que hoy vive toda filosofía y toda ciencia antropológica especialmente, y el espíritu de independencia que en toda clase de lectores y aficionados predomina, hay motivo suficiente para comprender que los críticos más despiertos aspiren, más que a crear una verdadera ciencia de aplicación, a sugerir ideas y emociones con la propia genialidad; mas esto puede tolerarse en los pocos que confiesan, directamente o de otro modo, su propósito, no en los que insisten en que su opinión, su preferencia, su gusto subjetivo, es regla, es dogma, es ciencia. Entre estos últimos se puede contar a los más, incluyendo a los mejores; entre los otros figura Renán, v. gr., con su famosa y fecundísima teoría del dialoguismo, y su criterio amplio y comprensivo, así en historia, como en filosofía, como en arte, y figuran también algunos jóvenes franceses que, cual Paul Bourget y Jules Lemaître, predican y practican análoga doctrina y crítica, la crítica sugestiva. Ya se sabe que la crítica de Paul Bourget es más que otra cosa, estudio, experimento psicológico; pues la de Lemaître, sobre todo en su propósito, tiende a la expansión, a aumentar la facilidad de ver y de admirar, y a ejercitar esta potencia de expresar la emoción, de reflejar la idea adquirida, que es al crítico de buena cepa lo que la visión directa e inmediata de lo bello natural a la inspiración del artista. Sí: hay un modo de crítica (podría decirse un modo de arte), que el espectador sensible e inteligente puede ejercer, y consiste en una especie de producción refleja; el espectador es aquí como una placa sonora, como un eco; así como los rayos del sol arrancaban vibraciones que parecían quejidos a la estatua famosa de Egipto, así en el crítico de este género el entusiasmo producido por la contemplación de lo bello arranca una manera de comentario, de crítica expansiva, benévola (en la acepción más noble de la palabra), optimista, que hace ver más que ve el espectador frío y pasivo, y expresar bien, con elocuencia, lo que se admira y se siente. La crítica de este modo -que no es la única legítima, ni siquiera la más necesaria,- hay que tomarla como lo que es; no hay que atribuirle pretensiones dogmáticas que no viene; y con esta advertencia puede dejársele ser subjetiva, personalísima, cuasi-lírica, que no por eso dejará de ser útil, no estimándola por lo que no quiere ser. En este sentido ha examinado el citado Lemaître el último drama de Renán, v. gr., y los discursos de Dumas y Leconte de Lisle acerca de Víctor Hugo, y un drama de Tolstoï, que a él le parece sublime y a ciertos corresponsales rusos se les antoja obra grandiosa, pero tétrica y disparatada.

La crítica que no tiene disculpa, la que no puede menos de hacer daño, es la que sin ser menos subjetiva pretende representar la rigurosa aplicación de una regla, de un canon científico a las obras del arte; la que no se inspira en el entusiasmo, sino en la prevención; la, que, lejos, de querer ver mucho, todo lo que hay, se tapa un ojo, o mira por un tubo; la que no quiere ser lince sino miope voluntario. La crítica que Brunétière, usa generalmente, la que ha empleado ahora al juzgar a Baudelaire, es de esta clase; detestable como ella sola.

Después de haber leído por segunda vez las Flores del mal, me parece imposible que un hombre de seso y de buena fe diga que allí no hay más que vulgaridades. Al leer ahora ese libro me proponía, no sólo estudiar la obra de Baudelaire, sino penetrar los motivos que con ocasión de esa obra pudo tener Brunétière para decir lo que dijo, he ido buscando las huellas de la vulgaridad, de la petulancia, de los cien defectos que el crítico ha ido señalando, y este propósito mío me hizo ver la gran injusticia que había en leer así a un hombre como Baudelaire. Leyéndole con esa intención, con esa prevención retórica, fría, maligna, no se le puede entender siquiera; entender, digo, así, al pie de la letra, no ya penetrar todo su sentido y sentimiento, que para eso se necesita mucho más. Hay versos en las Flores del mal en que parece que el autor adivina a esa clase de lectores secos, ciegos y sordos, para el caso verdaderos idiotas; más de una vez se vuelve contra ellos, ora displicente, ora melancólico ya airado, ya compasivo.

Así, por ejemplo, en su poesía CXXXIII (edición definitiva, pág. 307), que es como el prólogo de la parte especialmente titulada Flores del mal, dice de este modo:



EPIGRAPHE POUR UN LIVRE CONDAMNÉ


 Lecteur paisible et bucolique,
 Sobre et naïf homme de bien,
 Jette ce livre saturnien,
 Orgiaque et melancolique.
 

 Si tu n'as fait ta rhétorique
 Chez Satan, le rusé doyen.
 Jette!, tu n'y comprendrais rien,
 Ou tu me croirais histerique.
 

 Mais si, sans se laisser charmer,
 Ton œil sait plonger dans les gouffres,
 Lis moi, pour apprendre a m'aimer;
 

 Ame curieuse qui souffres
 Et vas cherchant ton paradis,
 Plains-moi!... Sinon... je te maudis!