Mezclilla: 09

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IV[editar]

No cabe duda que a la fama actual de Baudelaire le hubiese convenido que hace algunos años no se hubiese hablado tanto de él, y que por parte de admiradores y de adversarios hubiera habido menos exageración. Cuando apareció su obra, se le tuvo por más satánico que es; hoy la impresión general de un lector atento, despreocupado y nuevo, será que... Baudelaire, no debe parecer tan espantoso a los timoratos ni tan sublime a los que admiran en él lo que llaman algunos estéticos, como Vischer, el sublime de la mala voluntad. Gracias a esas exageraciones, los críticos y lectores amigos de rectificar entusiasmos ajenos pueden seguir, y seguirán con ciertos aires de justicia, la senda que Brunétière les señala; y si, más prudentes que él, no extreman el juicio displicente, influirán en la opinión general, y el crédito de nuestro poeta bajará un poco. Pero, pasando tiempo, cuando ya nadie se acuerde de la persecución ni de la apoteosis, las Flores del mal quedarán a la altura que deben estar, entre los buenos libros de la verdadera poesía francesa de este siglo, como obra de arte en que se pueden admirar muchos primores.

Acompañan a la edición definitiva de las Flores del mal, a más de una larga Noticia de Teófilo Gautier, tan interesante, variada y pintoresca como descosida e incompleta, varias cartas y artículos dedicados al libro cuyo apéndice forman. Los artículos son de Thierry (Eduardo), F. Dulamon, Barbey d'Aurevilly y Carlos Asselineau respectivamente; el artículo de Asselineau es el más largo; el más importante el de Barbey d' Aurevilly, que, como suele, pinta el ingenio y el carácter de Baudelaire con paradojas, antítesis e ideas raras, pero siempre elocuente y nervioso. El panegirista del héroe del dandysmo es también el que más exagera, y dando al libro una trascendencia moral que siempre buscan, primero que todo, los escritores de sus ideas, los católicos radicales, llamémoslos así, contribuye Barbey d'Aurevilly no poco a dislocar la cuestión crítica y a llenar al lector bonachón de aprensiones de olor a azufre, si bien Barbey cree olfatear detrás del azufre, incienso. Acaba el elegante y originalísimo escritor católico, diciendo que después de semejante libro, las Flores del mal, no le queda al autor otro camino que hacerse cristiano... o pegarse un tiro. Como se ve, esto no es crítica de arte; aquí se considera las Flores del mal como un documento para la salvación, como un acto, no como pura representación bella. Algo parecido hacen, en un sentido o en otro, los demás críticos citados, así como los autores de las cartas que son para sendas epístolas, Sainte-Beuve, A. de Custine y Emilio Deschamps, el cual, lleno de entusiasmo, escribe además una defensa de las Flores del mal en verso, que parece prosa. Es claro que la carta de Sainte-Beuve tiene más miga que toda la prosa que acompaña al libro; aquí se nota ya ese justo medio de admiración, que es lo que conviene a Baudelaire; pero el perspicaz y algo ladino autor de Volupté habla más del alcance moral de estas poesías que de su valor intrínseco de obras de arte.

En general, la crítica, antes y ahora, no ha hecho casi más, respecto de este libro que fue piedra de escándalo, que estudiar su trascendencia, ya con relación a la sociedad, ya con relación al alma del autor. Y uno de los aspectos extratécnicos que con más insistencia se ha tratado es el de la porción de sinceridad que habrá o no habrá en las Flores del mal, aún hace pocos días que incidentalmente un ilustre escritor español, espejo de críticos, el ilustre Valera, hablaba con burla y tedio de la pose de Baudelaire.

Y ya está soltada la palabra: la pose, es decir, la afectación, la comedia, una postura rebuscada para hacerse interesante; esto es lo que más se le echa en rostro.

Como puede ver cualquiera, todos estos críticos que se salen del libro para penetrar las intenciones del autor, sus probables flaquezas, y para estudiar las consecuencias sociales y morales de sus afirmaciones o de su ejemplo, ya las defiendan, ya las ataquen dejan a un lado la cuestión propiamente crítica.

Este defecto es generalísimo en la censura moderna. Flaubert se quejaba de él enérgicamente en sus confidencias epistolares con Jorge Sand; Heine, como Flaubert, como Zola, como tantos otros, fue víctima del mismo procedimiento. Un hombre de tanto talento como Gervintis, el famoso historiador de nuestro siglo, juzga al gran poeta del Reisebilder con el criterio bajo, interesado y mezquino de un prosaico y vulgar hombre de Estado, metido a censor de artistas; y aun Gervinus tiene la disculpa de que él atiende, por razón de su objeto general, a la trascendencia social de la obra del poeta; Einrich y tantos otros, sin tal disculpa, incurren en el mismo defecto.

Hace pocos días Anatolio France, en un disparatado artículo chauvinista, condenaba la última novela de Zola (no terminada) en nombre... ¡de los reclutas rurales de Francia!

Pues a todos estos críticos artistas, o que de tales presumen, les da una lección buena un señor alemán, un ex ministro, Schäffle, que jamás tuvo pretensiones de dilettante ni de artista, que se contenta con ser gran sociólogo y economista; y dice el tal, en una obra muy larga, muy pesada y muy importante acerca del organismo de la sociedad, que la literatura tiene dos aspectos que no deben confundirse nunca (y que casi siempre se confunden): el social y el técnico; y que la historia y la crítica tienen que ser muy diferentes, en las letras, según se trate de uno u otro concepto. Nunca se insistirá bastante en tan grande y trascendental verdad. Así como no sirven para filósofos ni para críticos de filosofía los que admiten o desechan teorías y sistemas, no por su fuerza racional, sino por las consecuencias morales o inmorales, alegres o tristes, de orden o de desorden social que las teorías y sistemas traigan o parezca que traen consigo; así es mal crítico de arte el que juzga una obra de bella literatura por las intenciones del autor, por la oportunidad social, por el alcance moral, etc., etc.

Y si algún autor hay que más que todos rechace por su índole este modo de crítica mezclada, impura, es justamente Baudelaire.

Era el tal, como hace notar bien Gautier, muy amigo de metafísicas, razonaba mucho sus procedimientos, y tenía hasta para sus paradojas y sentimientos originalísimos toda una teoría intrincada y sutil. Para Baudelaire no era la poesía expresión inmediata y fiel del estado del alma, porque esto no era arte, según él; no había aquí la creación singular en que consiste la invención poética; muchos dicen que el gran poeta expresa su gran pasión, y Baudelaire negaba esto. Oigámosle a él mismo:

«El principio de la poesía es, estricta y simplemente, la aspiración humana a una belleza superior, y la manifestación de este principio está en un entusiasmo, una elevación del alma, del todo independiente de la pasión, qué es la embriaguez del corazón, y de la verdad, que es el alimento de la razón. Porque la pasión es cosa natural, hasta demasiado natural para no introducir un tono que hiere, discordante, en el dominio de la belleza pura; demasiado familiar y demasiado violenta para no escandalizar a los puros Deseos, a las graciosas Melancolías y a las nobles Desesperaciones que habitan las regiones sobrenaturales de la poesía.»

Claramente se ve en estas palabras, como en otras muchas que no copio, que poeta semejante no se retrata en sus versos tal como es, porque esto repugna a sus ideas de artista; dará de sí mismo aquello que sirve para el elemento ideal, puramente poético, no la pasión familiar, en toda su rudeza de verdad psicológica y fisiológica, que él cree ajena a la vida poético-literaria. Tendrá razón o no, pero no se trata de eso, sino de comprender que hay injusticia en considerar al autor de las Flores del mal como un poseur, que quiere hacernos creer que padece lo que no padece. No: él no tiene interés en engañarnos; es absurdo ir a pedirle cuentas de sus acciones con relación a sus versos. Él no dice que él, vecino de París, sea así, aquel poeta que canta las letanías del diablo; figurémonos que es otro, o que se trata de un gran monólogo dramático: ¿y que? ¿Está bien o está mal? ¿Ha producido ilusión o no? Esta es la cuestión. No se diga que allí hay amaneramiento y falsedad porque se haya averiguado que el autor no responde personalmente con sus pasiones de aquellos versos; si se averigua que el poeta no ha sentido aquello como artista, porque lo dice mal, porque son inverosímiles los afectos; de mal gusto, violento, humanamente falso aquel lirismo, entonces se podrá criticar. Pero esto no puede decirlo nadie que sea sincero. Figurándonos un hombre en las condiciones en que el poeta se pone, toda aquella poesía es tan natural como el misticismo de Lamartine, o la desesperación clásica de Leopardi.

Que se trata de un espíritu complicado, de un estilista que aspira a la novedad y a la fuerza original, porque sólo así cree que puede haber armonía entre su idea y su forma, es indudable. Pero ¿y eso qué? Las almas complicadas, los estilistas refinados, ¿no son producto tan natural como los Virgilios y los Bernardino de Saint Pierre? Nuestro enrevesado y graciosísimo D. Juan Valera es tan de carne y hueso como el Sr. D. Manuel J. Quintana, el cual admito que es un monumento nacional, pero a condición de que se me conceda que es un monumento monolítico, de una sola pieza y sin juegos. Admito que un hombre sea sincero, sintiendo el furor pimpleo en vista de que una expedición española va a propagar la vacuna en América bajo la dirección de D. Francisco Balmis. Pero admítase también que puede ser sincero el poeta que quiere asuntos nuevos y formas nuevas, y busca y rebusca y encuentra algo original e inaudito en sus pensares de pensares, como dice doña Emilia Pardo de Bazán; en su espíritu y en su temperamento de artista refinado, nacido en el centro de una sociedad compleja, riquísima en experiencia, que tiene el cerebro excitadísimo por grandes gastos nerviosos y que ve más que vio nunca el mundo y siente especies de dolores, sino nuevos, renovados y complicados hasta lo infinito.

En suma, llámese al poeta de esta sociedad decadente, si tanto nos pagamos de palabras, pero déjesele cantar, con el mismo derecho con que a otros se les deja imitar directamente el no ensayado canto de las aves.