Mezclilla: 17

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IV[editar]

Continúo hablando de la parte débil de esta novela; y dejando otras cosas de menor cuantía, voy a examinar las tachas que pongo a la composición. No gusta el autor de escribir libros muy largos, por miedo al cansancio de los lectores; pero es el caso que La Montálvez, o no debió ser como fue, o debió ser escrita en muchas más páginas. El tamaño de una obra de arte influye en el resultado; pues si en absoluto no se puede decir que es mejor lo poco que lo mucho, ni viceversa, cada asunto pide cantidad adecuada de materia; y así como sería insoportable una égloga de tres tomos, es imposible una epopeya en veinte versos. La Montálvez es la historia de una mujer desde que nace hasta que llega a la edad de los desencantos y de los castigos lógicos y sin indulto posible, que impone la realidad de la vida a los extravíos y al pecado; aún es más que esto: es la narración analítica de los antecedentes de herencia y de educación que preparan el carácter y la conducta de la protagonista, y es, por último, La Montálvez una elegía idílica (como el Idilio de Núñez de Arce), en que la madre culpable ve caer sobre la cabeza de una hija adorada el rayo engendrado por las propias pasiones y los propios vicios.

De modo que Pereda, para decirnos todo lo que se proponía, ha tenido que abarcar tres generaciones, y hablarnos del marqués de Montálvez y de su tiempo, y de su hija Verónica y de su tiempo, y de Luz, hija de Verónica y de su tiempo; y para ser exacto, añadiré que también se nos dice algo, y aun algos, del suegro del marqués, abuelo de Verónica y bisabuelo de Luz. Todo esto es muy legítimo y muy del gusto actual, y muy propio del propósito que guiaba al autor; pero tantos años aglomerados con más muchas digresiones necesarias, en un solo tomo de no mucha lectura, no cabían con anchura en tan poco espacio, y de la prisa con que el autor tiene que marchar para hablar de tantas cosas en 450 páginas, de pocas palabras cada una, se resienten la acción, los caracteres, las descripciones, el efecto plástico de las escenas dramáticas y cuantos elementos contribuyen a dar fuerza, intensidad de belleza a una novela analítica.

Desde los primeros capítulos se echa de ver que el autor tiene que recorrer muchas etapas y nos lleva con demasiado apresuramiento, lo cual no es lo mismo que la celeridad. Así, en uno de esos viajes baratos y de recreo ¡que Dios confunda!, los viajeros económicos visitan en pocos días y por poco dinero una nación entera, o dos, o tres; pero lo han visto todo y no han visto nada; las impresiones del viaje son débiles y borrosas, confusas sobre todo; como la prisa de la excursión no consistía en la velocidad del tren, que no era el rápido, sino en las pocas horas o los pocos días desatinados a visitar los pueblos y paisajes del itinerario, en el resultado total, en la impresión suprema, entran por más el monótono run-rún del traqueo ferrocarrilero, las molestias prosaicas de fondas, estaciones, aduanas, etc., etc., que las bellezas naturales o artísticas admiradas en unas y otras regiones.

En La Montálvez, desde el principio, digo, se nota algo de esto; Pereda, poeta primoroso, con el cual estamos acostumbrados a viajar a pie por costas y montañas, callejas, muelles y plazas, a pie, que es como viaja el verdadero aficionado a ver la naturaleza; Pereda, el artista del pormenor poético, de la parsimonia descriptiva, de los rasgos menudos, pero típicos, esta vez nos lleva en tren, si no rápido, correo, y por tierras que a él no le gustan, ni conoce tan bien como otras, y de las que quiere decir poco, porque tiene que andar mucho.

No sabe el lector cuándo va a parar o descansar; si en tal paraje espera detenerse y verlo todo despacio y saborear las bellezas a que el autor le tenía acostumbrado, pronto toca el desengaño, porque la locomotora silba de nuevo. «¡Viajeros al tren!» -grita Pereda, y allá vamos todos. Y a veces ¡qué saltos!, al llegar a la interesante historia del matrimonio de Nica, donde hay verdadera intensidad dramática, mucha valentía y hábil franqueza de color, episodio que recuerda y oscurece en gran parte otro muy parecido, en lo esencial de la Jacinta, de Luis Capuana (novela que los italianos tiene por notable); al llegar a tal historia, el lector se dice: ¡aquí nos detendremos!, estamos en el núcleo de la acción. Ahora iremos despacio, lo veremos todo con tiempo sobrado para interesarnos profundamente.

Pero aquí acaba la primera parte, y al comenzar la segunda hemos dado un brinco de muchos años, y de lo que en ellos sucedió a la heroína sabemos por una conversación de club muy bien escrita, pero rápida, descosida, como es natural, y, en suma, menos interesante de lo que sería la novela de aquel tiempo saltado, presentada por el autor a los lectores. Y siendo, en cierto modo, como se ha dicho con razón, libro de análisis La Montálvez, las peripecias de su existencia que el autor deja en el tintero son justamente las que mejor caracterizarían la vida, así interior como social, de una mondainede la calaña de Verónica. Todos aquellos viajes, llenos de escándalos y aventuras, aquellos caprichos de Mesalina (por no citar ejemplos históricos más próximos) que Pereda apenas hace más que enumerar, eran la parte más significativa del asunto, añadiendo lo que se refiere a las relaciones, posteriores al matrimonio, entre la adúltera y su cómplice Guzmán.

Leyendo los primeros capítulos de la segunda parte, apenas se explica el lector por qué va tan de prisa y da tales saltos el novelista; cuando la explicación (no la justificación) aparece, es cuando se penetra en lo que llamaré, sí no llamé ya, el idilio de Luz, lo mejor del libro con mucho; una preciosa pintura o poesía prerrafaélica, como ahora se dice, digna de un Rossetti. Pero el indicar las bellezas de la obra queda para el capítulo de los descargos; ahora estoy haciendo de fiscal; con que adelante.

Por lo mismo que hay tanto atrevimiento, que a mí me agrada, en el episodio de los amores casi místicos, y casi milagrosos de Luz, se exigía más tiempo, más espacio, más análisis para hacer que el lector, a fuerza de arte, pasara por todo.

Cuanto se refiere a la vida y muerte de Luz, sus paradisíacos amores, su exquisita sensibilidad, es de innegable belleza; pero de belleza idealista, de esa que muchos no admiran por parecerles inverosímil. Es claro que a estos puede recordárseles que de casos tales hay en la historia, que el amor de Dante a la Beatriz real, que conoció de niña, fue no menos platónico, no menos inverosímil, como dicen los que sólo encuentran verosímil lo que les pasa a ellos; pero es lo cierto que esta argumentación a posteriori no cabe en la novela, y que lo que en ella falta es que la convicción de la realidad de Luz les pueda entrar a todos los lectores por los ojos y por el alma, a fuerza de conocerla más, acercarse más a ella, estar a su lado más tiempo, sintiéndola pensar y viéndola vivir.

El autor hubiera podido dar a esta parte el relieve y el interés que ha dado a su Pedro Sánchez, por ejemplo; pero ya no había sitio; Luz llega tarde a la novela de su madre, y ella, y su novio más aún (fuera de algún episodio, como el felicísimo del retrato de Luz presentado a la Esfinge), quedan en una lontananza vaporosa, muy poética, entre nieblas rosadas, pero al fin nieblas; materia poco a propósito para novelas de análisis psicológico. Por esto de la premura del tiempo, el autor procede con otros personajes por el sistema de la recomendación; quiero decir, que, en vez de dejarlos a ellos pintarse y hacerse querer por sus palabras y obras, nos los presenta con cartas apologéticas, en que él, y sólo él, alaba sus virtudes, describe su carácter y aficiones.

Esta frialdad, como diría Quintiliano, es defecto en que suelen incurrir muchos autores, y en que pocas veces habrá tropezado Pereda. ¿Quién como él para hacer vivir a sus personajes y hacerlos hablar? Pero ahora... le estorbaba el marco del cuadro. Sí; hagamos La Montálvez de este tamaño, se dijo el autor, y La Montálvez quería ser mayor...; y como no la dejaron, al achicarse perdió alguna gracia. Tal creo sinceramente. Otro personaje, que debiera estar mucho más vivo y determinado, simpático o antipático, pero familiar a fuerza de tratarle, es Pepe Guzmán. Como he tenido el honor de decirle al autor mismo, este Guzmán está muy bien dibujado... de espaldas. Mucho más pudiera decir de aquellos defectos del libro que se originan, a mi entender, de la desproporción entre el asunto y la cantidad de páginas a que se le reduce; pero no prosigo por este camino, por temor de hacerme pesado, y para que no crea algún malicioso que quiero atribuir todo lo malo a un error, que si para el libro ha sido perjudicial, nada dice contra la fuerza de las facultades del novelista.

No; no quiero ser sistemático ni quiero exagerar. No todo lo que en La Montálvez juzgo deficiente, obedece al mal señalado. No siempre es la prisa que tiene el motivo de apartar al autor de insistir más en ciertas materias, de examinar más de cerca, de describir más a lo vivo y con pormenores de esos que son los que dan el tono artístico a la imitación literaria de la realidad; las ideas de Pereda, así estéticas como religiosas y morales, su modo de entender la decencia y la prudencia en el arte, no le consienten, cuando llega a ciertas escenas fuertes, pintar con franqueza, rectitud y fuerza; pasa por alto lo escabroso, deja entre líneas lo característico de ciertos actos de la flaca humanidad, y así... se salvan los principios, pero se pierden las colonias; es decir, se pierde gran parte del mismo efecto que se busca. Por muchas páginas de La Montálvez corre un airecillo frío de abstracción, de indeterminación, y falta en gran parte de ellas aquella vis plástica, y casi diré el aura seminalis de que hablaban los geólogos fantásticos de antaño; aura y fuerza que si son imaginarias en la vida natural, son realidades en la creación de las novelas.

Por una parte, el miedo a hablar de lo que no ha visto a menudo muy de cerca; y por otra, y sobre todo, el miedo de manchar su libro con descripciones y narraciones escandalosas, a su juicio; estos dos miedos, digo, han quitado no poco del encanto que La Montálvez hubiera tenido, gracias al vigoroso talento de su autor, a la franqueza noble y simpática con que aborda el lado moral (no el plástico) de su asunto, y gracias, sobre todo, al contraste, edificante a su modo -modo artístico en sumo grado- entre la pura moral, de belleza inefable, la lección elocuente, triste sublime con que termina el libro, y entre las miserias humanas, doradas por el lujo, que antes habríamos visto en toda o casi toda su desnudez.