Mezclilla: 22

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Todo buen ciudadano que crea en la solidaridad de los intereses sociales debe reconocer importancia al estudio de la vida intelectual de su patria. Examinar con cuidado y constancia los síntomas de la necedad pública no es hacer alarde de pesimismo ni poner cátedra de Heráclito o de Jeremías. ¿Para qué hablar de los tontos, ni siquiera de los insignificantes?, preguntan muchos a la crítica literaria. Cuando la nulidad pasa plaza de medianía, no hay más remedio que atender a ella, sobre todo en un país en que a eso que se estima medianía se le consagra las alabanzas que sólo merecen el talento superior y el genio.

No se persigue por gusto ni por crueldad a los escritores malos, sino porque al público que lee algo, poco, y distraído, y no hace profesión de la literatura, le presentan los periódicos influyentes a esas medianías nulas como si fuesen autores recomendables, dignos de atención y de estudio.

El síntoma es más grave de lo que parece. Se habla mucho de la decadencia de los pueblos por exceso de poder, de sensibilidad, de inteligencia, por alambicamiento de ideas, por neurosis complicadas, por vicios quintiesenciados...; pero se habla poco de la decadencia por tontera nacional; enfermedad muy posible, y que, en parte, puede ser debida hasta... al mal alimento; y lo digo sin asomo de broma.

Recuerdo haber leído un artículo de mi buen amigo el muy notable publicista y pensador Pompeyo Gener (que ojalá supiera yo dónde vive a estas horas) en que se hablaba de lo mal que solían comer algunos escritores madrileños y de los alardes de miseria y depravada cocina de algunos bohemios de la corte literaria. Gener censuraba este amaneramiento, este ebionismo literario, causa tal vez del escaso vigor intelectual de muchos. Pues bien; sin insistir yo hoy en este aspecto de la cuestión, y sin más que reconocerle gran importancia, digo que, sea por lo que sea, por mala comida material o por escaso e insustancial pasto del espíritu, o por ambas deficiencias, ello es que la literatura española, como cosa de todos, como ambiente social, se va convirtiendo en una marea viva de necedad suficiente. Yo vivo en una atalaya desde la cual puedo observar perfectamente el subir de las olas, de esas olas de tontos de pluma que amenazan tragarse toda la república de las letras españolas. ¡Qué comedias, qué poemas, qué novelas, qué periódicos, certificados o no, recibo todos los días!

Pero eso no importa, dicen los optimistas; siempre ha habido muchos más escritores malos que buenos, y como ahora se ha ensanchado el círculo de la instrucción y cunde la afición a las letras y su profesión comienza a ser algo recompensada en honor y provecho, es natural que la oferta sea mayor cada día y que la muchedumbre de productos malos tome gran incremento... En otros países sucederá lo mismo. ¡Ay, no, señores! -replico yo-. Ese es el caso. Lo malo, lo rematadamente malo de otros países, no llega a noticia del público, porque ni él lo compra, ni la crítica, o lo que sea, se lo mete por los ojos. Las medianías francesas, italianas, inglesas, portuguesas, alemanas, americanas, rusas... son verdaderas medianías. La nulidad en ningún país culto tiene el mercado que aquí tiene, gracias a la indulgencia de la prensa, a la tolerancia, no siempre desinteresada, de las empresas literarias, y a la anarquía mansa de la crítica.

Los poemas, dramas, novelas de que yo trato son de autores que se han visto llamar eminentes, o notables por lo menos, y algunos de ellos genios o grandes esperanzas.

Algunos críticos o revisteros sonríen con malicia cuando se les habla de su benevolencia, como diciendo: -¿Qué quiere decirme usted a mí? Demasiado listo soy yo para comprender lo que son majaderías; pero mi espíritu superior, escéptico y positivo se ríe de esas niñerías de justicia y buen gusto, imparcialidad de la crítica, etc., etc. ¿Qué importa todo eso? ¿Quién cree en el arte? El mundo va a dar un estallido. ¿Qué se pierde por dejar contento a un ganso? Estos sprits forts del arte no siempre son tan maliciosos y escépticos como ellos se figuran. A veces alaban con toda sinceridad las vulgaridades soporíferas, porque las toman con buena fe por cosa excelente.

Lo que sucede a menudo con los estrenosde los teatros importantes de Madrid es prueba de esto... y además es un escándalo. Dramas y comedias de trama pobre y vulgar, sin asomo de caracteres, inverosímiles, insignificantes y adocenados, con un lenguaje pedestre, con versos de coplas de ciego, sin pies ni cabeza, en suma, son puestos por las nubes y a sus autores se les llama genios o meritorios de inmortales, y se les dan banquetes, y se les dice que van a eclipsar el sol y a Lope y a Tirso por de contado... Pero dejo hoy esto. No quiero hablar del teatro. El asunto especial de este artículo es la novela.

¿Recuerdan ustedes aquellas nubes de langostas poéticas que todos los años venían a nublar el sol del arte en forma de rimas, doloras, pequeños poemas, poemas y poemas descriptivos? Pues ya no son los que eran, o mejor, siguen siendo lo mismo, plagas, pero con diferente forma. Ahora ese océano atlántico de versos se ha convertido en un gran océano de prosa.

Sí, señores; toda aquella poesía, se ha disuelto en el aguachirle de la prosa a lo M. Jourdain... y no hay español que, si quiere, no resulte novelista, largo o corto.

Valera lo decía con gracia pocos días hace: para hacer novelas no se necesita más que papel y pluma, y saber escribir. Pues esta gracia de Valera ya la habían descubierto multitud de jóvenes amables que tal vez se disponían a escribir su poema correspondiente, cuando llegó a su noticia que el figurín de la última moda literaria proscribía el verso. ¡No más versos!, parece ser la consigna de la vulgaridad, del cretinismo literario...; y ahí tienen ustedes esas prensas de Madrid y de provincias sudando prosa continua... ¡prosa sin conocerse!

Difícil es leer un libro de versos adocenados; yo a lo menos, cuando pretendo llevar a término feliz tan heroica aventura, sólo consigo sacrificarme en vano, leer y más leer, y dormirme con el martilleo de la rima, si la hay, o de lo que haga sus veces... sin haber podido enterarme de cosa alguna. Pero la prosa que ha venido a sustituir a tamaña poesía resiste a todas las tentativas. ¡No, no se deja invadir por la tentación pecaminosa del curioso lector! Los versos, aun sin dejarse entender se dejan leer. Pero esta prosa por sufragio universal, no, no se deja leer. Prueben ustedes, y verán.

Dos formas predominan en la nueva escuela prosaica de nuestros muchos y muy ilustres majaderos reformistas; el cuento corto y la novela descriptiva, con poco diálogo, de párrafos largos y en la cual el autor procura, y lo consigue, que no suceda nada de particular.

Cuando más soso y para poco es un muchacho, con más aptitudes se cree para cultivar la prosa naturalista de moda (según ellos), con la cual se ha de pintar cuanto Dios crió, pero sin decir nada que tenga nada de particular. Hay que ser sencillo, hay que ser natural.

Los otros, los de los cuentos cortos, son nerviosillos, atrevidos y creen tener una imaginación como una máquina fotográfica reformada, de esas que retratan en un abrir y cerrar de ojos. Pero como no quieren ser menos que los otros en lo de escribir mucho, se desquitan de la necesaria brevedad del cuento, escribiéndolos por docenas y hasta por millares. El caso es que ni a unos ni a otros les ha de quedar pizca de prosa en el cuerpo.

Entre las víctimas (prescindiendo de la principal, que es el arte), de esta manía modernísima, hay algunas que merecen un buen consejo. Para dárselo con conocimiento de causa es preciso leer algunos de sus libros. Pues bien, yo los he leído: y sin citar autores, porque en esta ocasión no hay para qué, voy a permitirme ofrecerles varias advertencias que, o mucho me engaño, o debieran tomarlas en consideración. Y empiezo.

Por todas partes se oye ahora maldecir de los poetas de poco vuelo, de los libros de poesías adocenados, obra de incautos imitadores; y hasta esos críticos o revisteros que tienen por todo criterio seguir la moda, y contra viento y marea quieren ser graciosos, ligeros y modernísimos, dicen mil chistes, siempre elegíacos, contra la pícara manía de escribir, en verso. Pero ¡ah, señores!, como dicen los diputados ¿dónde dejamos la manía de escribir en prosa?

Está brotando una generación que no es espontánea, ni mucho menos, de novelistas cortos o largos, no menos formidable por su muchedumbre y por su anemia intelectual que aquella multitud de poetas de que ya todos nos reímos.

«En poesía no caben medianías», se repite. Según y conforme. Medianías verdaderas sí caben, y hasta son necesarias, y, sobre todo, son natural producto de la especie; lo que no cabe en poesía son nulidades disfrazadas de medianías.

Pero esas tampoco deben ser admitidas en la novela. Y, sin embargo, entre nosotros hay muchos críticos y una parte del público que toleran... ¿qué digo?, que aplauden con entusiasmo las obras de tales nulidades, llamadas por los más exigentes medianías y por los más bobalicones jóvenes que comienzan por donde otros acaban, escritores de porvenir y hasta... restauradores de la novela.

Ha llegado a tanto la locura, mejor diría, la necedad, que en alguna parte se ha brindado contra los que se van y por los que vienen y ocupan el puesto de los otros. Vamos despacio, señores, vamos despacio, que vienen muchos caballeros particulares que así son artistas como yo zapatero; y entre lo poco que entiende el vulgo, y lo crédulo que es, y lo mucho que le engañan algunos periodistas, vamos derechos a una bancarrota literaria irremediable.

Dejo el teatro, que me haría poner el grito en el cielo.

Se trata de la novela, nada más que de la novela. Entre los revisteros mal intencionados y envidiosillos y el dichoso naturalismo de prendería que anda por ahí de café en café, de periódico en periódico, han producido estas pléyades de escritores prosaicos, que si ya son demasiados, con ser de ayer, o de hoy, dentro de poco llenarán la Península.

Más de diez enemigos nuevos tengo yo a estas horas por culpa del renacimiento de nuestra novela.

Puesta la novela a renacer por los críticos de misa y olla, se han creído obligados revisteros y novelistas flamantes a demostrar el dichoso florecimiento por medio de una abundante cría de narradores novísimos; los unos, los revisteros, se prestan a poner el marchamo de novelista al primero que se presente, y los otros, los de la cría, se dejan declarar artistas en prosa, y en su credulidad de ramos floridos de esta primavera convencional, escriben como un diablo libros y más libros.

El novelista moderno es muy trabajador; y como no, cree en la inspiración y hace depender la fecundidad de un buen sistema higiénico... tenemos, en consecuencia, una porción de males, por ejemplo, que el novelista moderno, con su salud de roble, vivirá muchos años y todos ellos los dejará señalados con un rastro de tinta comparable a la Vía láctea en extensión.

«Hay que vivir de lo que se escribe», este dogma de los modernísimos, complicado con este otro: «Hay que escribir todos los días poco o mucho, algo», da por resultado esos miles de páginas tristísimas, llenas de letras de molde, estepas grises del aburrimiento, forma desconsoladora, hasta terrible, si bien se mira, de la necedad humana, sosa, fría, seca, gárrula. Después de todo, son inocentes estos buenos hombres, y, sin embargo, no se les puede tener lástima, y el remordimiento que de aquí nace, aumenta la antipatía.

In illo tempore había ciertos krausistas, de los que llamaba Canalejas (don Francisco, por supuesto), attachés, que tenían por cierto que el filósofo no necesitaba tener talento, y que aun este le perjudicaba; y añadían los tales, oyendo campanas y sin saber dónde, que se debía leer muy poco para llegar a la sabiduría. Semejantes absurdos repugnantes se parecen a lo que piensan nuestros naturalistas de portal, los attachés del realismo, respecto de las condiciones psicológicas del novelista y las retóricas y estéticas de la novela. Para ellos no hace falta saber inventar; la imaginación sobra, o poco menos; la inspiración es un mito de la psicología vulgar; el genio una farsa; el verdadero genio es la paciencia; la musa, la asiduidad en el trabajo. Combinad estas dos ideas con un poco de positivismo de boticario o de orador de sección, y saldrá un revulsivo infalible.

Llega a mis manos novelas y más novelas, de caballeretes desconocidos; todos dicen lo mismo, es decir, no dicen nada. Creen que escriben libros suyos, y no hacen más que coser reminiscencias de lecturas buenas y malas; pero al cabo malas todas, en cuanto lecturas, por culpa del lector incapaz de sacarle el jugo al libro bueno. Madame Bovary (de quien todos ellos hablan) es una novela adocenada, tal y como la pueden entender ellos; ni más ni menos que Shakespeare y Cervantes han servido para que con motivo de ellos se dijeran las más rastreras vulgaridades que constan en los tremendos archivos de las letras cursis modernas. Esos novelistas nuevos creen estudiar la realidad y están pasando revista a las borrosas imágenes de sus reminiscencias frías, secas y superficiales.

Yo conozco personalmente a Fulanito y a Menganito y a Zutanito que son unos majaderos en todas partes, verdaderos tontos: ¿por qué han de ser hombres de ingenio cuando escriben? No lo son. No podría ser, y no es. ¡Pero vaya usted a decírselo a ellos!

¡A ellos, que tienen argumentos de autoridad y de razón para defender sus novelas!

La autoridad ¡oh!, la respetan muchísimo; creen en la disciplina.

Novelistas hay de estos que cree pertenecer a una escala cerrada, como las de los cuerpos facultativos. Yo les he oído decir más de una vez:

-Nosotros, los naturalistas, ascendemos en una especie de escalafón cerrado, por pasos contados, como los ingenieros y los artilleros. Los idealistas son como la infantería; a lo mejor un trompeta salta a General. Natura... lista non facit saltum.

Nuestro hombre (se le puede llamar así, porque al fin lo es) cree que llegará a eminencia si trabaja con fe y obediente al dogma de la escuela y a las advertencias de la crítica.

Él se ha visto en una lista de escritores que están regenerando la prosa y la novela, y de ahí ya nadie le apea: él es novelista y prosista. Ahora, la cuestión, para ascender, es tener cachaza, observar mucho la realidad, escribir largo y tendido (todos los días un poco), madrugar, hacer gimnasia, reírse de la inspiración y de la imaginación, y componer como el patrón manda.

Toma por autoridad a unos cuantos caballeros que escriben en periódicos de mucha circulación, y cometiendo sin querer un tropo que no estaba previsto en la retórica, toma al crítico por los lectores, y la importancia que estos tienen, por ser muchos, se la atribuye al otro, que es uno solo, y malo. Entre nosotros hay unos pocos... ¿para qué mentir?, hay ya muchos literatos que sin dejar de ser unos mequetrefes desprovistos de todas las cualidades esenciales en el artista de la palabra y en el crítico literario, se creen eminencias sólo porque (sabe Dios cómo) han llegado a enseñorearse de tal o cual papel que se lee mucho, no por obra y gracia de los tales, sino por la maña, industria y laboriosidad de un empresario, el cual, o se ha muerto ya, o, si vive, no se mete en asuntos literarios y hace que el papel prospere, gracias a una habilidad por completo extraña a la estética y sus contornos.

Pero nuestro novelista no ve esto, no ve más sino que en un periódico de mucha autoridad (de mucha circulación, señor, que no es lo mismo) un crítico muy conocido (¡ya lo creo, como las máquinas de Singer!) le ha dicho que continuara por ahí, esto es, por ese mar de tinta vertida sobre resmas de papel barato, sorprendiendo la realidad todos los días por la mañana y creando, en suma, en compañía de otros como él, la nueva novela española. Nuestro hombre no quiere pararse a notar que su crítico suele ser un novelista manqué y frustrado, o, lo que es más terrible, un novelista in fieri que no quiere escribir todavía novelas porque está esperando la última moda, como el loco del cuento. Esos señores tienen una envidia descomunal pegada al hígado, y lo que ellos quieren es mortificar a los escritores verdaderos, olvidándolos o tratándolos con las mismas frases insustanciales de guardarropía que dedican a los principiantes a quienes pretenden animar. Ya Flaubert se quejaba de estas malas mañas, que por lo visto no son invención de nuestros críticos de caja y de gran tirada. Decía el autor de Boubard et Pecuchet en su carta XXXIX a Jorge Sand: Ce qui m'indigne tous les jours c'est de voir mettre sur le mème rang un chefa'œuvre et une turpitude. On exalte les petits et on rabaisse les grands; rien n'est plus bète ni plus immoral.

En la prensa de París, en la popular y muy notada, se observa algo parecido a lo que sucede aquí, y nuestros Figarillos de Madrid que procuran imitar a esos escritores de quien Flaubert se queja, lo consiguen, no por lo que respecta al ingenio y a la gracia que aquellos suelen tener, sino en los galicismos (que en los otros, es claro, no lo son) y en las pasioncillas miserables.

Nada más digno de alabanza que alentar a la juventud, sacarla de la oscuridad y ayudarla a ganar la gloria; pero esto cuando se ha visto su talento positivo, cuando merece esa juventud que se le dé la mano. Pero las autoridades a que se agarra nuestro novelista no hacen eso; protegen al primero que llega, y si no rechazan sistemáticamente el verdadero talento para socorrer tan sólo a la ineptitud, es porque ni siquiera saben distinguir el oro del barro con que corre mezclado. Y aquí la justicia me obliga a notar una circunstancia atenuante en la picardía de tales críticos de la gleba periodística; y es, que no hay que suponerlos tan maliciosos que siempre alaben lo malo por malo y para dar en cara a lo bueno que envidian; no, algunas veces se entusiasman de veras con la obra de la necedad, obedeciendo a la ley de las afinidades electivas. El talento oscurecido no lo aborrecen ellos, por dos razones; primera, porque, no lo conocen, porque no tienen ojos para apreciar el mérito sino oídos para escuchar la voz de la fama que habla del mérito ya sancionado; segunda razón, no aborrecen el mérito ignorado porque lo que envidian no es el talento, sino el crédito, el renombre.

Pero hecha esta salvedad, por escrúpulo de conciencia, se puede decir que lo general en tales literatos es formarse una corte de admiradores a quienes ellos a su vez fingen admirar, diciéndolo a los numerosos y por esto muy respetables lectores, siempre que hace falta. En esta corte de chicos que empiezan figura nuestro novelista, que se agarra a su autoridad como a una tabla el náufrago. Alabar a la ineptitud con aires de medianía, ¡es tan agradable y tan fácil tarea para el envidioso de lo excelente!

Lo peor no es la tristeza del espectáculo que dan estos críticos autorizados... por el libro de suscriciones y la lista del timbre; lo peor es lo que se le mete en la cabeza al novelista novel a consecuencia de las alabanzas quien él estima oráculo inapelable.

El chico que empieza ya sabe, por lo que ha visto respecto de otros como él, que a su segunda novela, sea como sea, se le dará el ascenso, el empleo inmediato superior; ya no será la obra del que empieza por donde otros quisieran acabar, sino el fruto de aquella esperanza comunicada al público en su día. «Sí, el señor X ha cumplido su promesa, ha sabido aprovechar las lecciones de la experiencia y los consejos de la crítica, etc., etc.», y ya «figura ventajosamente al lado de nuestros primeros novelistas». Otro pasito, otra novelita más, y el crítico ya desahoga, ya echa del cuerpo la bilis en forma de incienso, y dice al tercer engendro de nuestro autor: «Tenemos un maestro más; la novela española está de enhorabuena; el insigne X, rompiendo antiguos moldes, trae una nueva fórmula al arte, etcétera, etc.... Aviso a los antiguos maestros que se duermen sobre sus laureles; el mundo marcha, y el que se pare será aplastado»; etc., etc., etc.

Antes de continuar la exposición y el comentario de estas tristezas literarias, capítulo importante de una verdadera psiquiatría estética, necesito volver a detenerme un momento para insistir en la idea que vocifera claramente el título de este artículo. Hablo con muchos y con ninguno; no tengo en la memoria, al escribir, a determinada persona, a este o al otro crítico, a tal o cual novelista; formose el conjunto de estas descripciones de reminiscencias asociadas por la fuerza, plasmante de la fantasía y por el hilván de la lógica; hablo de un oleaje que nos acomete, de una inundación de tinta fina de escribir, y no culpo de las desgracias subsiguientes a esta o a la otra ola en particular; son muchos los que están poniendo las manos en nosotros, inocentes lectores. El nombre genérico de estos escritos es Lecturas; queda explicado en una especie de introducción el carácter de estos trabajos, donde la crítica viene a ser, más que sentencia de juez (idea un poco trasnochada de su objeto), opinión libre de dilettante, impresión de aficionado. Así como en otros artículos he de hablar de lo que sugieren, a mi espíritu, en sentimiento y reflexión, autores antiguos como Luciano o Quevedo, Góngora o Marivaux, o escritores del día, como Bourget o Amiel, Tolstoï o Pereda, Dumas o Echegaray, y en ocasiones he de discurrir acerca de lo que me ha hecho pensar y desear y sentir la novela rusa en general, o la lírica moderna francesa, etc., etc., del propio modo me permito fijar aquí mis reflexiones y el tinte con que se tiñe el ánimo mío, después de contemplar el espectáculo de pesadilla de esta flamante literatura novelesca que algunos quieren que tomemos por feliz renacimiento, siendo así que, en mi concepto, no es sino la invasión del Parnaso por todos los Mrs. Jourdain de España y de la América española. Mi propósito no es herir a nadie, no es desanimar a nadie. Yo no ataco más que a los malos, a los que aprovechan el realismo para cantar en estilo familiar todos los géneros coloniales y del reino que llevan dentro del espíritu prosaico y adocenado. A todos los que pudierais daros por aludidos, sálveos el amor propio, y decid a una, si queréis complacerme: «Esto no va conmigo». Así lo dicen algunos caballeros que se creen muy por encima de estas censuras mías, sin sospechar -y más vale así- que son ellos los más parecidos a las imágenes que yo procuro tener presentes mientras tal escribo. Porque es de notar que no son los más sandios y, vulgarotes e insípidos los más peligrosos, sino aquellos otros que algo han oído, y han leído, mucho, y de tarde en tarde alguna vez dan en el clavo, o cerca por lo menos. Pero, en fin, no demos señas y adelante. Lo dicho va porque he oído quejas y sé de sospechas, y como hoy por hoy no me propongo mortificar a bicho viviente, sino desahogar el mal humor y mostrar el daño, quiero que conste que no hay alusiones ni por asomo. Prosigo. ¿No fuera tremenda cosa, grande vergüenza póstuma, que andando los tiempos pudieran venir tales que en ellos con justicia se dijese: Sucedió que los españoles, por tragar mal y digerir peor doctrinas extranjeras que tenían mucho de bueno y algo de malo, comenzaron a escribir a porrillo libros de entretenimiento que lo mismo era leerlos cualquiera que caerse dormido, para despertar bobo de remate y serlo ya siempre?

Pues inevitable se hará tamaña desgracia si enérgicamente no se acude en tiempo con el remedio. El cual consiste en hablar con franqueza y sin pensar en los amigos que se pierde (y que no debieran perderse por esto, es claro), diciendo la verdad lisa y llanamente.

De buena fe y motu proprio creen muchos, aun antes de que se lo afirmen los críticos complacientes, de que hablo más atrás, que ellos, los autores, son artistas desde el momento en que acometen la empresa, y la llevan a cabo con firme resolución, de llenar un tomo de prosa compacta, obedeciendo a las reglas de tal cual preceptista de los flamantes. ¿Quién no ha leído, v. gr., los cinco o seis tomos en que Emilio Zola expone su modo de entender el arte? (Cánovas todavía no los ha leído.). En la obra crítica de Zola hay una trampa, sin quererlo el autor probablemente, en que han caído y siguen cayendo muchos retóricos idealistas que van allí a buscar argumentos que combatir, y muchísimos realistas que no buscan más en esos y otros libros, que otros tantos Rengifos para escribir novelas naturalistas con perfección y economía de ingenio. El que no sepa ver en los trabajos críticos de Zola, como en los de todos los grandes artistas de la palabra que han querido sistematizar sus procedimientos, su estilo y las cualidades características de su genio (v. gr., Goëthe, Schiller, Richter, Víctor Hugo, Campoamor), el que no sepa ver, digo, en la crítica de Zola cierto lirismo didascálico, con sus conatos de científico, a la manera de los filósofos jónicos, no puede comprender ciertas enseñanzas que allí existen, ni ser justo con el autor, ni penetrar toda su idea, ni mucho menos aprovechar sin peligro la parte positiva de buena retórica que encierran sus preceptos, envueltos en teorías arriesgadas, en paradojas sugestivas, en neurosismos peligrosos para ciertos lectores y en un pesimismo evidente, que ya habla como profeta, ya delira con poéticas aprensiones.

Dejando por hoy lo que en Zola ven y no ven los críticos que le atacan, voy a lo que en él encuentran los que quieren ser escritores modernos a toda costa.

«El arte ha de ser la realidad vista a través de un temperamento, ¿no es esto?», se dice nuestro naturalista de misa y olla. Pues bien; yo vivo en la realidad, o mucho me equivoco: y en cuanto al temperamento, yo tengo uno, bueno o malo, como cada hijo de vecino. No necesito más que ponerme a escribir. Y se pone.

«Todo es interesante; no hay nada que no sea digno del arte; se debe inventar lo menos posible, el mundo lo da todo hecho; para ser naturalista de veras hay que creer en el dogma de la belleza real, como superior a toda belleza imaginada.». Con estos sanos principios nuestro hombre se pone a escribir, y a darles, v. gr., a los zapatos de su portera una importancia que ellos no tienen, aunque se miren a través del temperamento más amigo de abultar los zapatos. El pobre naturalista remendón produce la misma ilusión que el poetastro becqueriano o campoamorino, de quien él tanto se ríe. Nuestros líricos solían decirnos que una muchacha les había mirado y hasta sonreído, por lo cual ellos se creían acto continuo en el deber de amarlo todo y de reconocer a la Providencia todas sus prerrogativas. Después resultaba que la muchacha les engañaba, como es natural y quería a un indiano, por ejemplo, y entonces... ¡adiós Providencia, y amor universal, y cuanto Dios crió! Nuestros líricos, que eran muy capaces, en efecto, de haber llevado unas calabazas y de haberlas tomado muy a mal, creían de buena fe que su furor, y su tristeza, y su desencanto, los transmitían al lector indiferente por conducto de aquellos cinco o seis versos asonantados y a veces terminados en palabras agudas. ¡Qué habían de transmitir! El lector no sentía nada, a no ser haber perdido el tiempo leyendo aquellas tonterías. Pero al fin los líricos tenían a su favor dos circunstancias atenuantes: primera, que el tiempo que hacían perder era poco; segunda, que, bueno o malo, aquello era lirismo; ellos no transmitirían a nadie su pena, pero no cabía duda que a ellos les había llegado muy al alma el chasco de marras. El naturalista de mi cuento, no puede ofrecernos ninguna de estas ventajillas: escribe largo y tendido, hace perder muchísimo tiempo (y esto es lo peor) y no tiene pizca de lirismo, ni gana; como que se lo prohíbe la ley. Él tiene que ser en sus obras impersonal; así se caiga el firmamento, él como si tal cosa, lo mismo que Julio Ruiz cuando se comete en Filipinas una irregularidad; es así que el lector tampoco se interesa por los zapatos de la portera, ni porque las manchas de un mantel sean de vino tinto o blanco... luego tenemos que la literatura modernísima no le importa a nadie, ni al que escribe ni al que lee.

Y esto es demasiado poco importar.

La culpa de todo ello no la tiene Zola, es claro, sino la vanidad y la ignorancia de los que se ponen a escribir prescindiendo de un requisito indispensable: el ingenio.

Porque sin ingenio, señores, no hay nada. Esta verdad de Pero Grullo es la que nuestros novelistas improvisados olvidan constantemente. Hay que hablar de esto. Según el discreto y erudito autor del Discurso preliminar sobre la primitiva novela española (Rivadeneyra, tomo III), viene a ser la novela «relación ingeniosa de una acción fingida, pero verosímil, entre personas particulares». En tal definición podrá estar mal cualquier cosa, menos lo de exigir a la relación que muestre ser obra del ingenio.

Sin embargo, de esto es de lo que con mayor desfachatez se prescinde; y se quiere probar por a más b que se es novelista porque se cumple con esta o la otra condición, sin que les importe, a los que tal hacen, olvidar lo principal, la aptitud para el arte literario, la invención ingeniosa.

Yo conozco algunos de nuestros jóvenes prosistas que escriben su novelita cada año (y antes falta el sol), que de buena fe se creen autores y en poco está que no anden con uniforme de naturalistas; tienen montada una especie de administración, complicada, como la de cierto barina tronado de Gogol, en la que no falta más que una rueda para que sea aquello todo un establecimiento de realismo perfeccionado. Escriben los tales cartas y más cartas a todos sus compañeros de naturalismo dentro y fuera del reino, se alaban mutuamente, y desprecian al enemigo, a los idealistas, y se quedan tan satisfechos. Pues bien, ahora el secreto: son tontos; tontos casi casi de capirote; sosos apocados, de espíritu flaco, de ánimo alicaído; nunca se les ha ocurrido decir, ni pensar, ni hacer nada de particular, y con estas señas personales quieren representar el arte literario, es decir, la flor de la fantasía y del sentimiento, la frescura del alma humana, el anhelo más alto, la visión más gloriosa y pura de la realidad ideal y corpórea. Pues eso no se lo hace nunca ver la crítica, esa crítica que para serlo prescinde también de lo principal en su naturaleza: el gusto. Los críticos sin gusto perdonan a los novelistas la falta de ingenio, y así anda ello.

Como aquí nadie estudia de veras estética, porque los más ni saben con qué se come, y otros la desprecian sin conocerla, por aquello de que no hay metafísica, ni nada más que hechos, etc., etc., y los más listos creen que para estética basta la de Eugenio Veron, y a lo sumo, los trataditos de Laugel y otros por el estilo, buenos para saber cómo le escarba a uno la música los oídos y cosas de este tenor, pero insuficientes para lo principal; como aquí se meten a hablar de literatura jóvenes y viejos que tienen el alma de canto... positivista y con fractura antropológico sociológica, o, como si dijéramos, a la antigua, de ciencias morales y políticas; como andan por esos periódicos críticos literarios que hablan de estas cosas, sagradas cosas, como si fueran presupuestos, o microbios, o higiene pública, o teorías parlamentarias; como todo esto es una confusión y un dolor, nadie se para a meditar lo que corresponde a la psicología estética, las propiedades del artista como espíritu creador. ¡Buen creador te dé Dios!

¿Qué han de crear esos muchachos que no sienten nada, que nada tienen que decir, porque son almas vulgarísimas? De artistas no tienen más que la ambición de gloria; más que de gloria, de notoriedad, porque la gloria consiste en valer y, a lo sumo, en que lo sepan los espíritus nobles, elevados; la notoriedad no necesita más que la fama del sufragio universal y se cuida poco de merecer o no el crédito que alcanza. Algunos de nuestros novelistas ya nos vienen con el ren-ren ese, traducido del francés, por supuesto, que consiste en despreciar a los políticos por burgueses, por medianías de ambición pequeña y prosaica. ¡Infelices! No comprenden que ellos no llevan a las letras mejores armas que los otros a la política; tal vez recurren al arte por no haberse atrevido a probar fortuna en la vida pública, o por haber llevado desengaños, o por débiles, o por ineptos para los negocios. El arte no es un refugio, no es iglesia de asilo. Sin contar con que aun muchos espíritus aristocráticos, en el sentido del esteticismo, que no son profanos en el culto desinteresado de lo bello, tienen que contentarse con el papel de fieles, sin osar pretender un oficio en la iglesia militante, porque les faltan las facultades creadoras. No basta que tengan buen gusto, delicadeza, juicio firme, penetración, pasión sincera y noble por el arte, aguda inteligencia, gran ilustración; sino saben inventar, no escriben, por lo mismo que son discretos y aman de veras el arte. En todo amor grande hay respeto. En el arte hay que dejar mucho a lo que ahora se llama inconsciente. Entendiendo bien o mal ciertos párrafos de Zola (yo creo que entendiéndolos mal), muchos se ríen, en nombre del naturalismo, de la invención, de la inspiración, del don, etc., etc. Es sencillamente una tontería burlarse de tales ideas, negarlas. Despojémoslas en buen hora de todo carácter mítico, pero no las neguemos; ni siquiera cabe negarlas su carácter de misteriosas fuerzas. Esa espontaneidad creadora que no se sabe de dónde viene, es siempre lo principal en los artistas, aunque ellos lo nieguen, porque sean de los aficionados a ese espejismo del orgullo que se contempla, no en las propias obras, sino en la teoría en que se pretende fundarlas. Muchos grandes escritores que no se atreven a alabarse directamente, se valen de este fingimiento retórico de elogiar la eficacia de la doctrina y de los procedimientos técnicos de que se valen. Los incautos imitadores caen en la trampa; no ven la profunda ironía de los maestros, a quienes, sin pensarlo ofenden atreviéndose a imitarles. ¡Imbéciles! -pensará el genio preceptista al ver estrellarse a los incautos. Cuando yo veo a Campoamor, o a Víctor Hugo, o a Zola mismo, o al mismo Juan Pablo (y eso que este era más legítimo estético) exponer todo su arte de escribir poesía, se me figura estar oyéndoles decir: «Para hacer esto hay que proceder de esta y de la otra manera»; -y añadir por lo bajo: «y, además, hay que ser Campoamor, o Hugo, o Zola», etc.

Hay que ser casi tonto para no comprender que Zola ha sabido antes que nadie lo que ahora descubren los Ganderax, los Brunétière, los Lemaître, etc.; a saber: que él es antes que todo un poeta, un gran poeta, y que si su naturalismo a lui prospera es... por la inspiración del maestro. Zola, que tiene, además de genio, talento, no puede menos de haber notado que lo mejor que hay en sus obras es lo que no depende de credos literarios ni filosóficos; lo que viene no se sabe de dónde: la inspiración, el soplo divino, que no será divino ni soplo, si no quieren, pero que sopla, y sopla como lo haría una divinidad.

Zola, sin eso que llaman ya todos su fuerza, no sería un gran revolucionario, un jefe de un movimiento hondo y extenso. Los naturalistas de escalera abajo atribuyen el triunfo a la eficacia de la doctrina, y el triunfo se debe al vigor del ingenio.

Triste es decirlo, pero entre nosotros, críticos de talento y capaces de profundizar algo en estas difíciles y delicadas materias, fían demasiado el buen éxito de las obras literarias a la eficacia del canon, a las reglas de la composición; y al juzgar los productos artísticos atienden más a la conformidad o disconformidad del resultado con tales propósitos extraartísticos, que a la esencia de la producción bella, a la flor de la poesía.

Yo no quiero citar hoy nombres propios, porque aún no estimo oportunas ciertas sorpresas, tal vez desagradables; pero digo, en general, sin alusiones transparentes, que entre los más discretos, entre los que más han visto en España en este asunto del arte moderno, hay quien deja en segundo término el elemento principal, el de la inspiración (llámese como se quiera); y así, se protege a medianías insípidas, y se mezcla su nombre con el de verdaderos ingenios, regocijo de las musas como se decía antes. Y aún más: se han cometido grandes injusticias con algunos libros de Galdós, de Pereda, A. Palacio, etc., alabándolos poco a poniendo a su nivel otros de autores medianos, tal vez discretos, tal vez elegantes, pero sin gracia, sin invención, sin vida original y espontáneo arranque en el estilo; y todo ello por atender a cotejar novelas con códigos; por atender a aplicar cánones arbitrarios; por atribuir mérito superior a cualidades secundarias.

Detrás de la apoteosis de la medianía viene la apoteosis de la nulidad; yo acabo de leer en los periódicos elogios descomunales de libros necios; he leído hace pocas horas uno en que se llama prodigio de arte al aborto de un ingenio con bocio. ¿Qué ha de suceder? Se alienta al primero que pasa por delante del público, a que cultive la novela, a que contribuya a este renacimiento de la prosa castellana: ¡rayo de Dios en la prosa y en el renacimiento! ¿Estamos locos, señores? ¿Ustedes olvidan quiénes somos, de quién descendemos? Esos libracos que a docenas vomita la imprenta, ¿cómo han de ser de la raza de aquellos otros en que brilló el ingenio español, admirado por todo el mundo?

Aquí no se trata de realismo, ni de clasicismo, ni de romanticismo; aquí se trata de tontos y majaderos, de si ha de ser tenido por novelista cualquier droguero literario, sin gusto, sin delicadeza, sin habilidad para medir y componer, sin tacto para decir y callar, sin sentimiento, sin idea... Yo recibo docenas de novelas cada mes...; pues juro que me pongo a leerlas todas y no puedo terminar ninguna; todas huelen a hospicio; entre esos escritores ninguno sabe escribir, ninguno sabe ver, ni tiene qué decir ni en qué pensar... En fin, son los antiguos poetastros, disfrazados de prosistas.

Nulla dies sine linea; este es el lema que ha escogido el autor de Germinal, y multitud de escritores de por acá le plagian la conducta y no dejan día sin emborronar papel. Se comprende que haga esto quien puede estar seguro de la fuerza constante de su genio, o quien ha de escribir articulejos para comer o para cenar, sin pretensiones de producir materia artística, (v. gr., un servidor de ustedes); pero el que sin las monstruosas facultades de un Hugo o de un Zola escribe poesía, en verso o en prosa, obra de invención o, de composición artística, este no debe acogerse al lema copiado, sino preferir otro que diga, por ejemplo, en vez de nulla dies sine linea, nulla linea sin musa.

Me había propuesto estudiar en esta serie de artículos los tristes recursos a que se agarran los pretendidos novelistas para suplir el ingenio; y así, pensaba pasar revista al prurito descriptivo, a la psicología de prendero, a la imitación fotográfica, al culteranismo de los modernistas sin gramática, a la falsa naturalidad y sencillez contrahecha, que no son más que vulgaridad, absurdo, ignorancia, pobreza de estilo y de lenguaje...; pero todo esto y lo demás que cabría examinar en tal asunto, es obra de mucho tiempo. Por desgracia, tal y tal libro de los que son alabados sin merecerlo, y que por esto han de exigir que con justicia se les diga cuatro frescas, me darán ocasión para sacar a plaza todas esas trazas de falso ingenio, que engañan, ¡quién lo dijera!, a críticos que en otros puntos han dado prueba de ser discretos y no dejarse embaucar.

En rigor, la vida entera será poca cosa para emplearla en separar el oro del talco.

En otros países cultos apenas hay quien tome a su cargo esta penosa tarea de negar un día y otro día títulos de escritor a uno y otro caballero; pero es que por ahí fuera tan elemental trabajo lo tiene a su cargo el público mismo, y además el desarrollo superior que alcanzan otras manifestaciones de la vida intelectual disminuye en gran parte la concurrencia del vulgo prosaico al mercado literario.

En Francia, en Italia, en Inglaterra y en Alemania hay en los estudios de erudición, en los trabajos de paciencia y atención de los pormenores de las ciencias naturales, sociológicas históricas, etc., salidas abundantes para el prurito intelectual y de publicidad que aquella a nuestra época; las medianías y aun las nulidades doctas y trabajadoras, asiduas en el afán de procurarse un pedazo de fama, más perecedera de lo que ellos se figuran, encuentran ancho campo en revistas y bibliotecas y archivos y sociedades científicas, en colegios y universidades, para satisfacer sus apetitos a veces inocentes; y es más, de estos esfuerzos casi anónimos, de este montón de sabiduría gris, de esta aglomeración indigesta, de este aluvión monótono, resulta a la larga algo bueno, un elemento que ayuda en alguna parte al verdadero sabio, al inventor verdadero, al hombre científico, de pensamiento original y fuerte.

Pero entre nosotros toda la fuerza de la masa reflexiva del vulgo pensante y decidor, amigo de repetir y manosear en letras de molde la invención ajena, se emplea en las que llaman bellas letras; y si no tenemos esos cientos de libros científicos que en los catálogos de los editores extranjeros y en las notas de las obras eruditas se presentan citados en formidable lista, si no tenemos esa multitud abrumadora de tratados, ensayos, etc., etc., ofrecemos ya en la novela y otros géneros amenos una triste abundancia contra la cual es necesario combatir con energía.

Cuando se es adolescente estudioso y se tiene, con la cándida pedantería, propia de la edad, la noble pasión de querer saberlo todo, se busca por mil partes listas y más listas de libros, catálogos y notas bibliográficas, y se siente el terror de lo indefinido en presencia, de tantas y tantas hojas de papel impreso, porque se cree que no se puede pasar por otro camino que el de leer todo aquello. Después la reflexión y los desengaños nos enseñan a despreciar lo más de cuanto se ha escrito, y aprendemos que es uno de los capítulos más importantes y más difíciles del arte de estudiar el que trata de cómo se ha de escoger la lectura, y de cuáles libros se han de leer dos o más veces, y cuáles ninguna vez. Esta reacción contra, el maremágnum de letras de molde sabias puede ir demasiado lejos; así que el varón justo debe abstenerse de leer muchas obras que no por eso necesita despreciar. Esa multitud de tratados que tienen individualmente tan escaso mérito, ayudan, sin embargo, al progreso, como capas de tierra que se van sobreponiendo en insensible aluvión y llegan a formar un terreno alto y firme. Pero lo que en la ciencia es útil, es en el arte perjudicial. Una muchedumbre de novelistas sin ideas propias, sin inspiración, sin ingenio, sin gusto, no hacen adelantar un paso a la poesía; lo que necesita el arte para vivir bien no es una multitud de escritores, sino un pueblo que sepa ser espectador o lector, que sepa contemplar y admirar. El griego fue el pueblo artístico por excelencia, porque tuvo grandes creadores y un ambiente de popularidad para la poesía, no porque todos los griegos se dedicaran a escribir tragedias o poemas, o a sacar de las canteras estatuas o templos. Hace más por la novela española el que compra un ejemplar de Sotileza o de Gloria, y lo lee y se calla, o habla de sus impresiones a un amigo, que el que imita sin aptitud suficiente a Pereda o a Galdós, escribiendo fábulas largas en prosa trivial o retorcida. Esos críticos que se dan la enhorabuena porque ven que se publican cada día más y más libros de imaginación, debieran pensar despacio si lo que se le ocurre a la imaginación de un cualquiera le importa algo al arte. El público español aprendería algo y serviría algo a la poesía cuando se consagrase a estimar a los pocos, poquísimos escritores buenos que tenemos, y a estudiarlos y penetrarse de su espíritu; pero nada aprende ni de nada sirve una masa de lectores que vaya y venga impulsada por el capricho de la novedad, por las imposiciones de la gacetilla profana y vocinglera, repartiendo la atención y el dinero entre multitud de nulidades, de vulgarísimos escribientes, capaces de convertir en idiota en pocos años a la raza mejor dotada para gustar el encanto de la belleza literaria.

Es natural el prurito de producir obras del mismo género de las que se admira en los autores favoritos; no todos saben contener esta comezón, y son muchos los que se lanzan a escribir guiados sólo por ella (aunque difícil será que la vanidad no tome parte también en la resolución); pero a lo menos en otros países civilizados ese afán de decir algo sobre la belleza se desahoga en libros o artículos de erudición, o de crítica, en fin, en comentarios, ya científicos, ya de pura fantasía, pero no, como aquí, necesariamente en imitaciones y remedos, anodinos y ridículos.

Tienen la culpa de esta desventaja nuestra la ignorancia general y la pereza que nos domina. Ni el público lee más que obras de vaga y amena literatura, como dice el catálogo del Ateneo de Madrid, ni la mayor parte de los que aquí saben pergeñar cuatro renglones tienen educación suficiente para emprender trabajos de comentario científico, de erudición y crítica verdadera. Así, a nuestros grandes poetas se les ha imitado mucho más que estudiado y comentado tenemos v. gr., continuaciones de El Diablo Mundo y no tenemos un estudio importante acerca del ingenio de Espronceda. Sucede a nuestros aficionados lo que al doctor Faustino de Valera, que se sentía muy capaz de inventar leyes, pero no de estudiar las que habían hecho otros.

Yo tengo el honor de tratar en continuada y frecuente correspondencia a varios amantes de la literatura, franceses, italianos y portugueses, jóvenes inteligentes y entusiásticos los más; pues noto en ellos lo que rara vez he visto en sus similares españoles: un desinteresado amor a la poesía, una afición pasiva que encanta; afán por estudiar y penetrar las obras ajenas; no la fiebre de producir a todo trance. Por ahí fuera, la juventud estudiosa y bien sentida forma una atmósfera propicia al arte; aquí nos quedamos sin aire, a fuerza de echárnosla todos de hombres de mucho pulmón poético; aquí respiramos en un cuarto cerrado, estrecho, mezquino, donde se acumula una multitud de consumidores de oxígeno.

No; no es así como se va a un florecimiento literario; si queréis algo que se parezca a eso, dejad ¡oh jóvenes ineptos!, que escriban los que saben, y vosotros contentaos con llegar, a fuerza de estudios y meditaciones, a comprender y sentir algún día lo que han querido decir los artistas verdaderos en las obras que hoy por hoy, son para vosotros letra muerta.