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Mezclilla: 42

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Las Cortes suspenden sus trabajos. Esta noticia, que habrá sorprendido a muchos diputados en traje de baño, sobre la fresca arena de la playa y muy lejos de la candente arena política, me ha hecho a mí pensar que yo también debía suspender mis tareas, tan incompatibles con el calor como puede serlo el modus vivendi o el arroz de Valencia, parlamentariamente considerado.

Y no es que falte materia. No pasan dos días sin que llegue un libro a mi apartado rincón, que es casi casi el rincón de Asturias desde el cual D. Pelayo, «hizo a España volver de su desmayo», según el padre Isla. En este rincón hay una cartería, y el estafetero, hombre íntegro, incapaz de extraviar un mal periódico contra la voluntad de su dueño, divide a los autores, tanto nacionales como extranjeros, en dos clases: los que mandan sus libros certificados y los que los mandan sin certificar.

Los primeros le parecen hombres serios, prevenidos, cautos, dignos de consideración y aprecio; los otros, gentecilla de poco más o menos, ligeros, superficiales. Un libro entregado al correo sin certificar, no puede ser cosa buena, y poco debe importar que se pierda, según el jefe de la cartería. Él no se queda con ninguno; pero se explica que otros sean menos escrupulosos y dejen que se extravíe un volumen que no trae más garantía que un sello de perro chico.

En cambio, cuando llega un certificado, mi estafetero me lo anuncia poco menos que a cañonazos. Primero una esquelita por un propio: «El señorito tiene aquí un certificado; ¿quiere que se lo envíe y devolverme el sobre con la firma, el recibí, la fecha y lo de 'sin fractura', o prefiere pasar a recogerlo?» ¡Qué de precauciones, miramientos y requisitos para que el certificado cumpla su destino, y los intereses particulares y la responsabilidad del Estado queden en su sitio!

Yo, más ecléctico que mi estafetero, no dividiré a los autores como él, pues yo sé que el genio no admite clasificaciones; pero sí aconsejo a todos los señores que tengan el propósito de hacer llegar a mis manos un libro, que lo envíen certificado.

Mas como es indudable que me he apartado de mi asunto, vuelvo a él, si puedo.

Decía que, a imitación de los padres de la patria, me proponía descansar de mis tareas, y que no era porque faltase asunto para la crítica. En efecto, no falta. No sólo hay quien siga teniendo la fe sencilla de que en España se leen libros, sino que hay quien piensa que hasta se leen en verano. Yo sigo recibiendo tomos llenos de letras compactas...; mi obligación es leerlos..., pero imitando a mis legítimos representantes, digo: -Ahí queda eso por ahora; me echo al agua: yo me volveré a abrir más adelante y hasta me declararé en sesión permanente si ustedes quieren; pero hoy -¡por Cristo vivo!- ¡tregua de Dios!

Recuerdo que hace poco tiempo hablaba a ustedes de las traducciones, y que anunciaba continuar en el mismo tema. Pues bien; nada de lo dicho. Suspendo esa materia, si no precisamente allá para el invierno, para cuando me sienta más retórico que estos días.

Un crítico, aunque sea indigno, es hombre, y necesita pensar alguna vez en algo que no sean las ocurrencias literarias de los demás.

Mas ¡ay!, como mis arreos son las cuartillas y mi descanso el llenarlas de tinta, lo que yo llamo suspender mis tareas no puede ser un reposo absoluto. No me es permitido más que cambiar de postura para trabajar. Quiero decir, que de todos modos tengo que escribir, si bien me es lícito, por vía de vacaciones, hablar de lo primero que me venga a la pluma. Y aun este lujo no me lo permitiré muchas veces.

¿De qué hablaré yo? De Política. ¿Por qué no?

Hay en política mucha materia neutral; y además la política tiene aspectos que son por completo ajenos a la política... menuda.

Que los españoles somos punto menos que ingobernables, es una tesis que lo mismo puede sostenerla un monárquico que un republicano. Unas veces nos dejamos tratar a puntapiés y Constituciones internas, y entonces no somos gobernables, porque dejarse pisotear, no es dejarse gobernar. Otras veces somos ingobernables porque queremos declararnos en cantón a domicilio.

Otra tesis política que puede admitir cualquiera, es esta: los españoles, padres e hijos, somos unos holgazanes.

Dejando a los hijos, hablemos sólo de los padres de la patria. En cuanto sudan un poco, se disuelven como si fueran requesón.

Cuando el Gobierno se acuerda de suspender las sesiones, ya ellas se han ido consumiendo por falta de número, o sea tuberculosis parlamentaria.

A la mayor parte de los procuradores y percuradores les coge la suspensión a doscientas leguas del Congreso. Y todo por hacer calor. Si hoy las naciones se conservan por las artes de la paz, se rigen por la persuasión, etc., etc., necesario, que nosotros hagamos nuestras tareas pacíficas con la misma formalidad con que nuestros mayores hacían la guerra.

Si nosotros salvamos el país deliberando, aguantemos el calor y deliberemos, como lo aguantaban nuestros antepasados cuando salvaban el país cascándose las liendres en el mes de agosto.

Es fama que el día de la batalla de las Navas hizo un calor que se asaban los pájaros; y si por esta consideración Alfonso VIII hubiera vuelto grupas para refrescarse en la Zurriola o en el Sardinero, a estas horas acaso estaríamos sin reconquistar.

Y puede que estuviéramos mejor.

Es indudable que nosotros no tomamos tan en serio nuestras batallas parlamentarias como los antiguos sus batallas campales.

Diputados hay en mi provincia, y en otras, que jamás han entrado en fuego, ni siquiera han visto al enemigo.

Es más; los conozco yo tales, que en cuanto se aprueba su acta salen para el lugar de su destino, es decir, para el pueblo a trabajar el distrito para otra vez, o a servir de agente de negocios al cacique grande que queda en Madrid y necesita en la tierra un administrador político general.

A pesar de estos y otros muchos males, yo opino como un amigo mío, ilustre literato y diputado nuevo, que no ha mucho me escribía: «La política no está ni más ni menos corrompida que lo demás».

Tal creo. Gracias a Dios, como decía el otro, todo está corrompido.

Únicamente el toreo va tirando.

Y, por consiguiente, aún hay patria,

Ahora noto que también me he cansado de hablar de política, o lo que sea.

Otro día hablaremos de... música, de ortopedia, de cualquier cosa.

¡Oh! ¡Quién fuera Fernández Bremón, a quien es lícito dilucidar los negocios de la Sublime Puerta y lamentar todas las defunciones notables del reino!

Pero el Bremón nace.