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Venancio González

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Don Venancio González es un político muy respetable que, cuando es ministro, lo hace tan mal como todos los ministros. No tiene otro defecto, que yo sepa, y el señalado es común a todos los españoles, la mayor parte de los cuales ya han tenido cartera y ahora tienen cesantía y han gobernado mal. Los pocos que faltamos, ya mandaremos y lo haremos como los otros. De modo que mi amigo***, al tomar por seudónimo el nombre y el apellido del distinguido constitucional, no se propuso molestarle, como creo que consta ya en papel impreso.

Así, pues, cuando yo hablo de Venancio González, sépase que me refiero al escritor que se oculta (mientras no hace falta dar la cara), bajo, o, mejor, detrás de esas dos palabras vulgares, que separadas dicen bien poco: González, nada; Venancio, poco más que nada y que unidas tienen en el turno pacífico de los partidos un representante serio que no ha hecho versos, que yo conozca.

Venancio González, el mío, el crítico, acaba de publicar la segunda edición, según me han dicho, de los Ripios aristocráticos. Aquí tengo un ejemplar que me ha regalado el autor, publicado con mucho lujo (el ejemplar, es claro), por Fernando Fe. Los Ripios aristocráticos son muy conocidos y no necesitan que yo diga su argumento. Se trata de darles una soberbia paliza a todos los poetas aristocráticos. Y, en efecto, se les da. Con esto no quiere decir Venancio González que la aristocracia no pueda producir buenos poetas, porque eso sería un disparate, y Venancio González no disparata nunca. Lo que hace es oír crecer los disparates de los demás.

Hace poco discutían, o cosa así, El Siglo Futuro y mi amigo el joven novelista D. José Ortega y Munilla, qué valía más: si tener genio o saber gramática.

La verdad es que todo se necesita.

Es como si se preguntara qué vale más, si tener genio o tener educación.

Claro que el genio es cosa más exquisita y rara que la educación (aunque tampoco esta abunda mucho, no vayan ustedes a creer); pero el genio, como todos, necesita estar bien educado.

Figúrense ustedes un genio, mal criado en visita. Pues nada; con el aquel de ser genio, se le antoja hacer excavaciones en las narices, como quien busca botones, o hierro viejo en las ruinas de Pompeya, o si esto de las narices les parece a ustedes demasiado feo, figúrense ustedes que el genio levanta un pie mal calzado y se lo planta a ustedes debajo de los ojos, sobre el sofá. (Esto me ha pasado a mí, no con un genio, sino con un literato, catedrático, por más señas, que me presentaron en el Ateneo de Madrid.) ¡Grandísimo puerco!..., (como diría Alarcón, que llama puercos a los críticos). ¿Qué hacen ustedes? Claro, aunque sea más genio que Platón y el niño Shaw juntos, lo que hacen ustedes es decirle: -¡Hombre, geniazo, apéese usted!... ¡Váyase a la cuadra! etc., etc.

Pues lo mismo sucede con la gramática. La gramática... (y bien sabe Dios que no me gusta hacer frases), pero lo cierto es que la gramática es la buena crianza de la literatura. Debía ser cosa corriente, que supieran todos, pero, amigo, no lo es; va siendo la gramática también cosa muy rara, y con la escasez, es natural, aumenta su valor. Pura economía. En cambio los genios van abundando que es un primor. Desde que el Ateneo de Madrid se ha ido a la calle del Prado, han salido de allí tres o cuatro genios... todos sin gramática, por supuesto. De modo que dentro de poco tendrá razón El Siglo Futuro; valdrá más saber gramática que tener genio.

Los poetas aristócratas de Venancio González no tienen genio (ni aun del barato), ni saben gramática. Y Venancio sabe mucha gramática y tiene mucho ingenio, y el ingenio es más castizo que el genio, y más seguro. Es moneda que se falsifica menos.

Venancio González podría ser, si tomara en serio el oficio, uno de los críticos más notables de España. Burla burlando y todo, ha demostrado en sus Ripios aristocráticos y en una larga y famosa campaña periodística, grandes, originales, serios estudios del genio del idioma (este sí que tiene genio), conocimientos variados de literatura, un buen gusto, verdaderamente excepcional entre nosotros, pues el buen gusto es lo que menos, se suele ver por esos críticos de Dios; y además de todo esto y sobre todo esto, Venancio González ha probado que sabe escribir con gracia, con soltura, que es un escritor satírico tal como los piden nuestra lengua y nuestra raza. Es muy español en sus chistes y en sus picardigüelas lícitas de autor maleante (palabreja académica, por desgracia, pero que es buena); y con decir que es muy español, queda dicho que es muy poco académico.

El Sr. Cañete ha tomado muy a mal que González se haya burlado de los versos del conde D. Leopoldo Augusto de Cueto; pero ¡qué Cuetos, ni vericuetos!, Venancio, en cuanto ve un ripio blasonado, lo coge y lo mete en su colección, y está en su derecho.

-¡Pero, hombre, que también se mete con el duque de Rivas!...

¡Pues ya lo creo! Y hace perfectamente. Que es hijo o sobrino (no recuerdo), del ilustre poeta que escribió Don Álvaro. ¡Que lo sea! «Esto de ser poeta me quedó en el vinculo», parece decirnos con título, y se pone a escribir cursilerías en papel satinado, sin ver que nobleza obliga y que la fortuna de ser hijo de tal padre, le obligaba a él a no escribir en verso ni por casualidad.

Decía Catón (Don Marco Porcio) que cada cual debe procurar aumentar la hacienda que heredó, y dejarla a sus hijos, no sólo completa, sino mejorada; y este señor duque de Rivas, que recibió del otro tan pingües rentas poéticas, ¿qué ha hecho de ellas? Desbaratarlas. Sus descendientes dirán con orgullo algún día: «El duque de Rivas, el poeta, fue nuestro abuelo»; y les contestará la envidia: «Sí, el bueno... Y el malo; con que váyase lo uno por lo otro». Y como dijo Rubí, en una comedia muy mala, como casi todas las suyas:


Si hubo un Guzmán el Bueno
también los hay de Alfarache.


Venancio González tiene siete mil veces razón para poner en ridículo los versos malos de la nobleza más o menos apergaminada; como tendrá razón mañana también para poner en solfa los versos de los académicos y los de la plebe que escriba disparates. ¿Que mucha gente pone el grito en el cielo al ver el desenfado de mi amigo? Mejor. Eso es lo que hace falta; que les duela.

En España, la crítica siempre anduvo mal. Salvas honrosas excepciones, siempre alabó al poderoso o al rico, o al que daba tes más o menos danzantes. Hasta hubo críticos que se vendieron por una media bota de Jerez (verdad que era de González Bijas). Pues ahora la dichosa crítica anda peor. Sigue habiendo excepciones honrosas; pero ¡son tan pocas! Una de ellas es Venancio González, y hay que aplaudirle de todo corazón, y animarle para que siga así.

Y más, yo le suplico que, con seudónimo o sin él, dedique a descubrir fealdades literarias sin miramientos, que no le faltará quien le defienda aunque él no lo necesita. Hay más que ripios en nuestras letras; hay caquexia, necedad inveterada, hipocresía; hay famas usurpadas, hay conspiraciones contra autores insignes, y contra escritores humildes, pero francos. Contra todo eso hay que levantarse en cruzada generosa, o si no quieren ustedes que sea cruzada... En fin, que hacen falta en el Parnaso los del orden.

Concluyo, no porque los Ripios aristocráticos no merezcan un estudio largo y hasta minucioso, sino porque este artículo debe ser corto, por exigencias materiales.

En resumen: Venancio González no es un gacetillero desfachatado, como ha venido a decir Cañete; es un escritor correcto, fácil, gracioso, franco, que tiene dentro de sí un hombre noble, de buena fe, valiente, y un crítico de gusto delicado. Detesta el estilo cursi, soso y seudoclásico de algunos o muchos académicos, y deja correr la pluma con libertad, saliéndose de la calle de Valverde, pero no de la gramática y la retórica.

Y Ripios aristocráticos es un libro excelente, de una crítica salada, sana, franca, profunda a su modo, no en las palabras, en la idea del autor; un libro que hace reír a carcajadas, como los de Pereda. ¡Envidiable privilegio de poquísimos escritores contemporáneos!

¡Ah! Se me olvidaba; Venancio González es carlista, y yo republicano.

Y sin embargo, uña y carne en esta materia.

-¡Unémonos, unémonos!..., como decía un correligionario mío, que hablaba mal, pero ni era marqués, ni publicaba versos.