Mi estrella

De Wikisource, la biblioteca libre.
​Mi estrella​ de Francisco Javier Salazar Arboleda


Mir erloschen ist der süszen
Liebessterne goldne Pracht,
Abgrund gähnt zu meinen Fuszer...
Nimm mich auf, uratte Nacht!


I[editar]

Vine al desierto de la vida y en él crecí sin ver otros objetos que las nubes del cielo y las arenas de la tierra.

Alimentábame con las amargas raíces de la desventura y bebía en el cáliz del dolor una agua turbia y salobre que devoraba mis entrañas.

Errante un día por la inmensa y monótona llanura, fatigado y sediento, me tendí en el suelo, apoyé la frente sobre las manos, y un raudal de lágrimas rodaba por mis pálidas mejillas.

El sueño descendió al fin sobre mis ojos, como una montaña de plomo, y los rindió.

De repente, una deliciosa fragancia pareció despertarme, como despierta el aliento de la madre al hijo que duerme en la cuna cuando imprime en sus labios el beso del amor.

Volví la vista a mi derecha y encontré a mi lado una azucena más blanca que la nieve, suspendida sobre su tallo de esmeralda.

Un ángel resplandeciente y hermoso, como la aurora boreal, vertía sobre ella con una copa de oro el rocío de la mañana.


II[editar]

Y yo le dije, puesto de rodillas: no la desamparéis; porque sin vos los rayos del sol la agostarán, y el aquilón de la tarde, arrancándola de cuajo, la sepultará en la arena abrasadora del desierto.

Y él me respondió: despréndela de aquí y plántala en tu cabaña. Con esto desapareció.

Apresureme a obedecerle; mas al tomar la preciosa flor tornose ella en una mujer de esbelto talle y rostro semejante al del ángel que la cuidaba. Sobre su torneada espalda flotaba en hebras de oro su larga cabellera; en sus ojos resplandecían los encantos del amor, y de sus labios de coral brotaban raudales de armonía.

Absorto en su belleza le pregunté: ¿Quién eres tú? Y ella me dijo: Dios me envía.

Y, al punto, el desierto se convirtió en vergel; vistosas flores, mecidas por suave brisa, embellecían el suelo y llenaban el aire de fragancia; cristalinos arroyos serpeaban en fajas de plata por el florido césped; avecillas de espléndido plumaje se columpiaban en las flexibles ramas de olorosos rosales, y un cielo azul y sin nubes se extendía hasta el horizonte, como un inmenso pabellón de zafir.

Así, ella había hecho un paraíso del desolado campo de mi existencia, a la manera que los resplandores del Rey de los astros dan alegría, calor y belleza al hondo valle envuelto en las pavorosas sombras de la noche.

Dos ángeles me acompañaban en el destierro: el uno, invisible, cuidada de mí, y el otro visible la embellecía.

El infortunio, envidioso de mi dicha, venía con frecuencia a sentarse a mi lado; mas ya era impotente para angustiar mi corazón y sólo me causaba esa vaga melancolía que los rayos de la luna producen en el amante correspondido que suspira en el silencio de la noche al pie de la ventana de la estancia en que duerme tranquila la mujer por él adorada.

Si esto era ilusión de un sueño o hermosa realidad, no sabré decirlo; mas, es lo cierto que ello pasó como el relámpago, dejándome de nuevo en el desierto de la vida, sin ver otros objetos que las nubes del cielo y las arenas de la tierra.

Y en el cáliz del dolor incomparable con que tortura mi alma el recuerdo de mi dicha de un instante, bebo sin cesar mis propias lágrimas.


Lima, septiembre de 1882.