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Mi prima me odia: 06

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Mi prima me odia
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo II

Capítulo II

El bedel entró en el Gabinete Histológico para decirle a Aurelio que deseaba verle una señora.

-¿Una... señora? ¡Que pase!

¿Quién pudiera ser?... Desde luego, ni Esther ni Amalia, que no vendrían aquí teniendo él, como tenía, aquel cuartito de la mano izquierda de la calle de la Luna.

Era Ramona, la especie de ama de llaves de Concha Blanco. De parte de su señora venía a llamarle con urgencia, porque estaba enferma, de pronto, en cama. Había tenido que acostarse, con una intensa neuralgia al pecho, y acordáronse en la prisa de que «siempre estaba D. Aurelio en San Carlos a estas horas».

-¡No tarde! -encareció Ramona al despedirse.

Las preparaciones histológicas se fueron al demonio. Aurelio se quitó la blusa y se lavó las manos con todo el aséptico cuidado de un doctor. Pensaba que este aviso era por todo extremo extravagante. Concha tenía su médico. Además, desde la calle de Padilla a la de Atocha había sus buenos seis kilómetros..., que no eran lo más invitador para una urgencia.

Tomó un coche.

Todo parecía raro en tal llamada. Las niñas de Concha, y el ama y la niñera, estaban en casa de él, con Mariúca. Allí comieron, y allí los dejó cuando él salió muy poco antes. Por cuanto al diputado se encontraría en el Congreso, si es que para el repentino dolor de su mujer no le hubiese llamado también Ramona.

¡Sí, sí, raro todo esto! Recurrir a él, precisamente a él..., la que le odiaba más desde la entrevista de aquella noche..., y no era Ramona una confidente, más que una sirviente de Concha?... entre ambas había notado Aurelio una confianza, una familiaridad sospechosa...

En fin, ello diría.

Derivaba el coche anticipadamente de la calle de Serrano, y al pasar ante la estatua de Goya, Aurelio le dedicó una mirada y un recuerdo a la maja desnuda.

Llegó. Subió. Le abrió Ramona. ¿Cómo diablo había venido esta mujer?, ¿en otro coche?

-¡Pase usted!

Le entró en un tocador que daba a un dormitorio, y Ramona se fue desde la puerta.

El dormitorio, amplio, aforrado en sedas, recibía la luz de un patio por dos ventanas de escarchados vidrios heliotropo. Todo en orden. En mitad de él se veía la regia cama en que hallábase... la enferma.

-¡Hola! -dijo Aurelio.

-¡Hola!

Y hubo un silencio, durante el cual miraba el médico la cara de flor de Concha Blanco. Nunca tan bella. No revelaba ni el más ligero rastro de sufrimiento o de enfermedad. El marido, puesto que no estaba aquí, continuaría en el Congreso. La casa entera tenía con su silencio la traza de una soledad y un abandono encantadores: no habría nadie más que aquella Ramona bien discreta.

Aurelio sonreía, sonreía...

Concha habló:

-Perdóname. Me he atrevido a molestarte. A pesar de... todos nuestros odios, tengo fe en ti, como doctor. ¡Qué quieres, en la fe de los enfermos no mandan ni ellos mismos!... He oído ponderar tus curaciones. He leído en los periódicos los elogios a tu discurso en la Academia Médico-Quirúrgica. Parece que lo entiendes; que eres un buen especialista. Trataba tu discurso de las neurosis del corazón, y es justamente lo que me dice mi médico que tengo. Pero mi médico no acaba de curarme..., y hoy, hace un rato, morirme de un dolor... ¡Por eso te he llamado!

-¿Dónde el dolor?

-Por todo el costado izquierdo.

-¿Se te ha pasado ya?

-Al menos, la agudeza. Respiro mejor. Antes me ahogaba.

-¿Qué has tomado?

-Aquello... ¡mira! ¡Lo tengo en casa de otras veces!

Indicó un frasco, sobre un pequeño escritorio de caoba fileteado de bronces, como el lecho, y Aurelio fue.

De espaldas s ella, tomó el frasco. Rezaba su etiqueta: -Poción antiespasmódica. No era mucho, en verdad, para una grave enfermedad del corazón. Se retardó allí, fingiendo olerlo, por trazarse en la situación anómala un plan de conducta. Sin verla ahora, sus ojos tenían en fuego la imagen deliciosa de «la enferma». ¿Enferma de qué?... ¿de amores?... ¿de sus odios?... Ella había procurado no revelarle nada anticipadamente con la faz. Lo que quisiese, debía quererlo con una desesperación de sus rabias y deseos. Estaba bien peinada... con un despeinado artístico. Advertíase bien que la coqueta ponía en juego sus últimos recursos. Habíase embellecido «requeteladronamente» con aquellos encajes en que aparecía desnuda su garganta. Mas... lo que quería, no debía de ser precisamente a él; no sería, seguramente, a él...; sino las flores de él..., el aturdimiento que le quitara la voluntad altiva «al implacable desdeñoso» para verle embriagado y rendido en adoraciones a la física belleza en esta intimidad -¡pérfida!- y luego despreciarle... ¡Sí, Sí, DESPRECIARLE..., despreciarle luego de verle vencido en ruegos y de hinojos a sus pies! -Recordó la frase final que le lanzó él aquella noche: -«¡Convengamos, prima, que vales tú demasiado para poder satisfacerte con un triunfo de mentiras!» -Esto, debió quedar en ella barrenándola con un mortal antojo de... triunfo de verdad. Esto debió quedar en ella atormentándola, matándola, después, sobre todo, de haber podido convencerse por la indiferencia de él en otros quince días... «de que no le importaba el beso que ella le negó sin que él se lo pidiera». Resumen, con plena seguridad: que fracasada en el empeño de apoderársele del alma con el alma, para la cruda venganza de su orgullo, había resuelto adueñársele del alma, y con igual malévolo designio, por medio de los mágicos encantos de su pecho. ¡Muy bellos serían cuando así les confiaba el último poder de su venganza!

Soltó el frasco. Volvió al lecho. Llevaba el firme propósito de no permitirle a su palabra ni a sus ojos la menor galantería. Su proceder, a lo sumo, debería ser de desdenes y dominios...; esto es, de todo lo contrario que ansiara ella, ¡tan hecha como debiera estar a ser la despótica cruel sobre las sumisas delicadezas de mil adoradores!

-Bien, Concha -dijo-; tengo que reconocerte.

-¡Oh, no! -protestó ella-, ¿para qué?... ¡Mira, siéntate! El dolor ya me ha pasado!... Te contaré cómo es. ¡Creí morirme! Si lo sé, no te molesto, la verdad. ¡Estarías tan ocupado!

-No, mujer... ¡da lo mismo! y mejor que ya estés buena. Eso es lo importante.

Le señalaba ella una marquesita de al pie del lecho, y él la acercó otro poco y se sentó. Que daban frente a frente. Concha, para empezar su relato, se retrepó un poco en las almohadas. Sacó un brazo, desnudo, divino, de marfil en un hombro de marfil, y se apoyaba en el codo, reclinando lánguidamente a la mano la cabeza. Debía creerse así bastante seductora. Habríase ensayado al espejo. Y hablaba, hablaba, como una cómica, del horror de su dolor... Mientras, Aurelio la oía impávido, con gravedad doctoresca, mirándose las puntas de los pies. Sólo de tiempo en tiempo, a ojeadas fugacísimas, hacíase cargo de la leve sonrisita victoriosa con que ella iba animando su relato, tal que si tomase la «cortedad» de él como síntoma indudable de la emoción enorme que le causaran sus hechizos.

De pronto se levantó el doctor:

-¡Tengo que reconocerte, Concha!

-¡Oh, no, por Dios! ¡a qué! -dijo ella en defensa contra el ademán que hizo él por descubrirla- ¡Ya te he contado!

Pero el ademán, aunque ejecutivo, como de un médico que tiene derecho a todo, no había sido tal, en verdad, que necesitase excesivas «defensas de coqueta». Dejó Aurelio el embozo y esperó tranquilamente:

-¡Como quieras! Sólo que entonces no podré formar juicio de tu mal. Si te da reparo, avísame cuando puedan estar presentes tu marido o mi mujer. Entre tanto, sigue tomando antiespasmódica.

La vio quedarse blanca.

La oyó decir -(en un ostensible esfuerzo por no saberse derrotada):

-¡Reparo, no! ¿por qué?... ¡Los médicos sois igual que confesores!

-¿Entonces?

-Como gustes. ¡Creí que bastaría con lo que he dicho!

-No. Tengo que auscultar. Imposible formar juicio de otro modo.

-Pues... ¡bien!

La invitó a echarse. Bajó el embozo. Tendió sobre las tibias batistas una mano y percutió con los dedos de la otra. Ella había cerrado los ojos. A cada golpe se estremecía. Las manos moldearon bajo la diáfana batista el seno izquierdo... una elasticidad de maravilla!

-¿Es aquí donde sientes el dolor?

-¡Sí! -gimió la prima.

-Bien, perdona... ahora el estetóscopo! -dijo Aurelio.

Y en un movimiento sereno y rápido se lo apoyó sobre el seno. Escuchaba. La auscultaba. Y debió de estorbarle de pronto la camisa, puesto que tiró de un lazo y rebatió el amplio canesú dejando ambos senos al aire. Concha, sin tiempo para evitar esto, aunque lo hubiese querido, torció leve la frente a un lado, llena de rubor. Aurelio, ahora, con un brazo por cada lado del yacente cuerpo, lo miraba, lo miraba... ¡Oh, sí, sí... una maravilla! ¡Un prodigio... dos prodigios de duras suavidades blandas de marfil!... Como Chrysis (¡ él había leído la Aphrodita, claro!), esta Concha Blanco, tan blanca, debía haberse pintado de rosa los pezones!... Y Aurelio, un poco inseguro, al fin, de sí propio, volvió a tocar con su cara, con su oreja, sin estetóscopo esta vez, aquella carne de la gloria... Repentinamente sonó un grito, al tiempo que Concha con un lateral salto de serpiente se apartaba... ¡había sentido que él mordíala con los labios un pezón!

-¡Oh, por Dios! -rugió.

Sentada entre las ropas, mirábale la sonrisa con furor y dijo:

-¡Canalla!...

Él la contemplaba siempre irónico, impasible. Ella comprendía que acababa de ser tratada con la misma inconsideración que una ramera.

-¿Qué es eso, mujer? ¿Qué te pasa?

-¡Oh!, ¡nada, nada! ¡Por Dios!... ¡Qué indecente! ¡Qué canalla!

-Pero... ¡prima!

-¿Es así como ve usted a las enfermas? ¡Indecente! ¡Qué indecente!... ¡¡No creí jamás que fuese usted tan indecente!! ¡Largo de aquí!

-Pero, Concha... ¡si es que tienes el pecho tan bonito! ¿qué culpa tengo yo, si tu pecho es tan bonito, de que me?...

De ira, ella, rechinaba los dientes. Y le cortó:

-¡¡Canalla!! ¿Se piensa usted que soy alguna... ¡oh!... ¡Largo de aquí! ¡Salga ahora mismo! ¡ahora mismo!

Torcíase buscando el timbre, cuyo botón hundió y Aurelio la calmaba:

-Oh, bah... Concha, no te apures... Ya me voy... ¡Adiós!... me echas, y ¡me voy!... Pero... ¡si vuelve tu dolor... no te olvides de que estoy siempre por las tardes en San Carlos!

Cogió el bastón, cogió el sombrero, y dijo todavía volviéndose entre las cortinas de la puerta:

-¡Hasta cuando gustes!

En el tocador se encontró con la Ramona, que le guió hasta la escalera.

Bajando, tras el portón cerrado, Aurelio llevaba el pesar de haber sido tal vez demasiado bruto. Sería horrible que ella provocara un rompimiento escandaloso en la familia. Dejábala en una derrota de humillación capaz de todos los dislates.