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Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 13

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Como Edith había prometido que haría, el Dr. Leete me acompañó a mi dormitorio cuando me retiré, para darme las instrucciones para el ajuste del teléfono musical. Me mostró como, girando un tornillo, se podía hacer que el volumen de la música llenase la habitación, o se desvaneciera en un eco tan débil y lejano que uno apenas podría estar seguro de si lo oía o lo imaginaba. Si, de dos personas una al lado de la otra, una desease escuchar música y la otra dormir, podría hacerse audible para la una e inaudible para la otra.

"Le recomendaría firmemente que durmiese esta noche si puede, Sr. West, preferiblemente en vez de escuchar las más hermosas melodías del mundo," dijo el doctor, tras explicarme estos puntos. "En la difícil experiencia por la que ahora está atravesando, dormir es un tónico para los nervios para el cual no hay sustituto."

Consciente de lo que me había pasado esa misma mañana, prometí hacer caso de su consejo.

"Muy bien," dijo, "entonces pondré el teléfono a las ocho en punto."

"¿Qué quiere decir?" pregunté.

Me explicó que, mediante una combinación de mecanismo de relojería, una persona podía disponer ser despertado por la música a cualquier hora.

Empezó a evidenciarse, como se ha demostrado desde entonces que es el caso, que había dejado atrás mi tendencia al insomnio, junto con las otras incomodidades de la existencia en el siglo diecinueve; porque aunque esta vez no tomé dosis alguna para dormir, aun así, como la noche anterior, no tan pronto había tocado la almohada me quedé dormido.

Soñé que me sentaba en el trono de los Abencerrajes en el salón de banquetes de la Alhambra, agasajando a mis señores y generales, quienes al día siguiente iban a seguir el creciente contra los perros Cristianos de España. El aire, refrescado por la aspersión de las fuentes, era denso con el perfume de las flores. Un grupo de bayaderas, de miembros rollizos y labios sensuales, danzaba con voluptuosa gracia al son de la música de instrumentos metálicos y de cuerda. Alzando la vista hacia las galerías enrejadas, de vez en cuando uno capturaba el destello de un ojo de alguna belleza del harén real, mirando la reunión de la flor de la caballería Mora que había aquí abajo. Cuanto más y más fuerte chocaban los címbalos, más y más salvaje se hacía la tensión, hasta que la sangre de la raza del desierto ya no pudo resistir el delirio marcial, y los nobles de morena complexión brincaron sobre sus pies; mil cimitarras quedaron al descubierto, y el grito, "¡Alá il Alá!" sacudió el salón y me despertó, para encontrarme a plena luz del día, y la habitación tintineando con la música electrizante de la "Turkish Reveille."

En la mesa del desayuno, cuando conté a mi anfitrión mi experiencia matutina, supe que no fue por mera casualidad que la pieza musical que me despertó fuese un toque de diana. Los aires interpretados de modo unificado en las salas durante las horas de la mañana en que la gente se despierta eran siempre de una clase inspiradora.

"Por cierto," dije, "no he pensado preguntarle nada sobre el estado de Europa. ¿También han sido remodeladas las sociedades del Viejo Mundo?"

"Sí," replicó el Dr. Leete, "las grandes naciones de Europa, y también Australia, Méjico, y partes de Sudamérica, están ahora organizadas industrialmente como los Estados Unidos, que fue el pionero de la revolución. Las pacíficas relaciones de estas naciones están aseguradas por una forma aproximada de unión federal a escala mundial. Un concejo internacional regula las mutuas relaciones y el comercio de los miembros de la unión y su política conjunta hacia las razas más atrasadas, que están siendo educadas gradualmente por instituciones civilizadas. Cada nación disfruta de completa autonomía dentro de sus propios límites".

"¿Cómo proceden con el comercio sin dinero?" dije. "Comerciando con otras naciones, debe usarse alguna clase de moneda, aunque no se disponga de ella en los asuntos internos de la nación."

"Oh, no; el dinero es tan superfluo en nuestras relaciones exteriores como en las interiores. Cuando el comercio exterior era conducido por la empresa privada, el dinero era necesario para ajustar dicho comercio a cuenta de la múltiple complejidad de las transacciones; pero hoy en día es una función de las naciones como unidades. Hay de este modo sólo una docena o así de comerciantes en el mundo, y siendo supervisados sus negocios por un concejo internacional, un sistema sencillo de libros contables sirve perfectamente para regular sus tratos. Los aranceles aduaneros de cualquier tipo son por supuesto superfluos. Una nación sencillamente no importa lo que su gobierno no considera necesario para el interés general. Cada nación tiene una oficina de intercambio exterior, que gestiona su comercio. Por ejemplo, la oficina americana, estimando tales y cuales cantidades de bienes franceses que América necesita en un año dado, envía el pedido a la oficina francesa, que a su vez envía su pedido a nuestra oficina. Lo mismo hacen mutuamente todas las naciones."

"Pero ¿cómo se establecen los precios de los bienes exteriores, dado que no hay competencia?"

"El precio al cual una nación suministra los bienes a otra," replicó el Dr. Leete, "debe ser al cual se lo suministra a sus propios ciudadanos. Así que ya ve que no hay peligro de malentendido. Desde luego ninguna nación está obligada teóricamente a suministrar a otra el producto de su propio trabajo, pero por el interés de todos se intercambian algunos artículos. Si una nación suministra regularmente ciertos artículos a otra, se requiere una notificación de cualquier cambio importante en la relación por cualquiera de las partes."

"Pero ¿y si una nación, que tenga un monopolio sobre algún producto natural, se negase a suministrarlo a las otras, o a una de ellas?"

"Tal caso no ha ocurrido nunca, y no podría sin que la parte que se niega fuese en gran medida más dañada que las otras," replicó el Dr. Leete. "En primer lugar, no podría mostrarse ningún favoritismo que fuese legal. La ley requiere que cada nación haga tratos con las demás, en todos los sentidos, sobre la misma base. Un proceso tal como el que sugiere usted, separaría a la nación que lo adoptase del resto de la tierra para cualquier propósito fuese cual fuese. Una eventualidad tal no es preciso que nos cause mucho desasosiego."

"¿Pero," dije, "suponiendo que una nación, teniendo el monopolio natural de algún producto del que exporta más de lo que consume, elevase mucho el precio, y de este modo, sin cortar el suministro, obtuviese una ganancia a costa de las necesidades de sus vecinos? Sus propios ciudadanos naturalmente tendrían que pagar un mayor precio por ese artículo, pero en conjunto sacarían tanto más de los extranjeros que para ellos mismos sería un desembolso menor."

"Cuando llegue a conocer cómo se determinan hoy en día los precios de todos los artículos, se percatará de cuán imposible es que puedan ser alterados, excepto con referencia a la cuantía o lo arduo del trabajo requerido respectivamente para producirlos," fue la réplica del Dr. Leete. "Este principio es una garantía internacional y nacional, pero incluso sin él el sentido de la comunidad de interés, internacional y nacional, y la condena de la locura del egoísmo, son demasiado profundos hoy en día como para hacer posible tal ejemplo de práctica sin escrúpulos que usted teme. Debe comprender que todos esperamos con ilusión una unificación final del mundo como una única nación. Esa, sin duda, será la forma definitiva de sociedad, y hará realidad ciertas ventajas económicas sobre el presente sistema federal de naciones autónomas. Mientras tanto, sin embargo, el presente sistema funciona de una forma tan cercana a la perfección que estamos completamente satisfechos de dejar que la posteridad complete el esquema. Hay algunos, de hecho, que sostienen que nunca será completado, en base a que el plan federal no es meramente una solución provisional del problema de la sociedad humana, sino la mejor solución definitiva."

"¿Cómo se las apañan," pregunté, "cuando los libros de cualesquiera dos naciones no cuadran? Suponga que importamos más de Francia que lo que les exportamos."

"Al final de cada año," replicó el doctor, "los libros de cada nación son examinados. Si Francia se encuentra en nuestro debe, probablemente estamos en el debe de alguna nación que debe a Francia, y así sucesivamente con todas las naciones. Los descuadres que quedan después de que las cuentas han sido puestas en claro por el concejo internacional no deberían ser grandes bajo nuestro sistema. Cualesquiera que puedan ser, el concejo requiere que sean liquidados cada pocos años, y puede requerir su liquidación en cualquier momento si están haciéndose demasiado grandes; porque se procura que ninguna nación adquiera una gran deuda con otra, para que no se engendren sentimientos desfavorables a la amistad. Para estar más en guardia contra esto, el concejo internacional inspecciona los artículos intercambiados por las naciones, para comprobar que su calidad es perfecta."

"Pero ¿con qué se cuadran finalmente los balances, teniendo en cuenta que no tienen dinero?"

"Con productos nacionales de primera necesidad; una base de acuerdo sobre qué productos de primera necesidad serán aceptados, y en qué proporción, para el cuadre de las cuentas, siendo un preliminar de las relaciones comerciales."

"La emigración es otro punto sobre el que quiero preguntarle," dije. "Con cada nación organizada como una estrecha asociación industrial, monopolizando todos los medios de producción del país, el emigrante, incluso si se le permitiese entrar, moriría de hambre. Supongo que no hay emigración hoy en día."

"Al contrario, hay una constante emigración, estoy suponiendo que usted se refiere a irse a otros países para residir en ellos permanentemente," replicó el Dr. Leete. "Se ordena en base a una sencilla configuración de indemnizaciones. Por ejemplo, si una persona emigra a los veintiún años de Inglaterra a América, Inglaterra pierde todo el coste de su manutención y educación, y América consigue un trabajador a cambio de nada. América consecuentemente hace a Inglaterra una bonificación. El mismo principio, variando para ajustarse al caso, aplica en general. Si la persona está cerca de finalizar su período de trabajo cuando emigra, el país que lo recibe obtiene la bonificación. En cuanto a los deficientes mentales, se estima que es mejor que cada nación se responsabilice de los suyos, y la emigración de éstos debe estar bajo total garantía de manutención por su propia nación. Sujeto a estas regulaciones, el derecho de cualquier persona a emigrar en cualquier momento no tiene restricciones."

"Pero ¿qué pasa con los viajes por mero placer, los viajes turísticos? ¿Cómo puede viajar un extranjero a un país cuya gente no recibe dinero, y a ellos mismos se les suministran los medios de vida en base a algo que no puede hacerse extensivo a él? Su propia tarjeta de crédito no puede, por supuesto, ser válida en otros países. ¿Cómo paga?"

"Una tarjeta de crédito americana," replicó el Dr. Leete, "es tan buena en Europa como en América solía serlo el oro, y precisamente en las mismas condiciones, a saber, que puede ser cambiada por la divisa del país al que viaja. Un americano en Berlín lleva su tarjeta de crédito a la oficina local del concejo internacional, y recibe a cambio, por el total o por una parte de ella, una tarjeta de crédito alemana, cargándose la cuantía a los Estados Unidos en favor de Alemania en la contabilidad internacional."

"Quizá al Sr. West le gustaría cenar hoy en el Elefante," dijo Edith, según nos levantábamos de la mesa.

"Es el nombre que damos al pabellón de comidas general de nuestro barrio," explicó su padre. "No sólo cocinamos en cocinas públicas, como le dije anoche, sino que el servicio y la calidad de las comidas son mucho más satisfactorios si se toman en el pabellón de comidas. Las dos comidas menores del día se toman habitualmente en casa, ya que no merece la pena salir; pero es común salir a cenar. No lo hemos hecho desde que está usted con nosotros, conceptuando que sería mejor esperar hasta que se hubiese familiarizado un poco más con nuestras costumbres. ¿Qué le parece? ¿Cenamos hoy en el pabellón de comidas?

Dije que me agradaría mucho hacerlo.

No mucho después, Edith vino donde yo estába, sonriendo, y dijo:

"Anoche, mientras pensaba qué podría hacer para que usted se sintiese como en casa hasta que se habituase un poco más a nosotros y nuestras costumbres, se me ocurrió una idea. ¿Qué diría si le presentase a algunas personas de su época muy simpáticas, con quienes estoy segura que solía congeniar bien?

Repliqué, de forma bastante vaga, que sería ciertamente muy agradable, pero que no veía cómo iba a arreglárselas.

"Venga conmigo," fue su sonriente réplica, "y vea si no soy tan buena como mi palabra."

Mi susceptibilidad para la sorpresa se había agotado casi por completo tras las numerosas conmociones que había sufrido, pero la seguí con cierto asombro hasta una habitación en la cual no había entrado antes. Era una acogedora estancia, pequeña, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros.

"Aquí están sus amigos," dijo Edith, señalando una de las estanterías, y mientras mis ojos echaban un vistazo a los nombres que había en el lomo de los volúmenes, Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Dickens, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving, y una veintena de otros grandes escritores de mi tiempo y de todos los tiempos, comprendí lo que ella quería decir. Había hecho buena su promesa en un sentido, comparado con el cual su literal cumplimiento habría sido una decepción. Me había presentado a un círculo de amigos para quienes el siglo que había pasado desde que conversé con ellos por última vez los había envejecido tan poco como a mi mismo. Su espíritu era tan elevado, su ingenio tan agudo, sus risas y sus lágrimas tan contagiosas, como cuando su discurso había amenizado las horas de un siglo anterior. No estaba solo, y ya no podría estarlo, con esta considerable compañía, no importa cuán ancho fuese el golfo de los años que se abría entre mi vida anterior y yo.

"Se alegra de que le haya traído aquí," exclamó Edith, radiante, mientras leía en mi rostro el éxito de su experimento. "Ha sido una buena idea, ¿no, Sr. West? ¡Qué tonta he sido al no pensar en ello antes! Ahora le dejo con sus viejos amigos, porque sé que ahora mismo no habrá compañía para usted como la de ellos; ¡pero recuerde que no debe dejar que sus viejos amigos le hagan olvidarse por completo de los nuevos!" y con esa sonriente advertencia se fue.

Atraído por los nombres más familiares que tenía ante mi, extendí mi mano sobre un volumen de Dickens, y me senté a leer. Había sido mi favorito con mucho entre los escritores del siglo,--quiero decir del siglo diecinueve,--y rara vez pasaba una semana de mi vida durante la cual no hubiese retomado algún volumen de sus obras para amenizar una hora ociosa. Cualquier volumen con el cual hubiese estado familiarizado habría producido una extraordinaria impresión, leído en mis circunstancias actuales, pero mi excepcional familiaridad con Dickens, y su consecuente poder para evocar los recuerdos de mi vida anterior, daba a sus escritos un efecto que ningún otro podía haber tenido, para intensificar, por la fuerza del contraste, mi percepción de lo extraño de mi entorno actual. Por muy nuevo y asombroso que sea lo que a uno le rodea, la tendencia es a convertirse en parte de ello tan pronto, que, casi desde el primer momento, la capacidad para verlo objetivamente y medir su peculiaridad al completo, se pierde. Esa capacidad, ya mitigada en mi caso, fue restaurada por las páginas de Dickens al llevarme de regreso a través de sus asociaciones de ideas al punto de vista de mi vida anterior.

Con una claridad que no había sido capaz de alcanzar con anterioridad, vi ahora el pasado y el presente, como contrastando fotografías poniéndolas una al lado de la otra.

El genio del gran novelista del siglo diecinueve, como el de Homero, podría de hecho desafiar al tiempo; pero la ambientación de sus relatos patéticos, la miseria de los pobres, la maldad del poder, la crueldad sin piedad del sistema de la sociedad, se han ido tan absolutamente como Circe y las sirenas, Caribdis y los Cíclopes.

Durante la hora o dos horas que estuve sentado con Dickens abierto ante mi, no leí de hecho más que un par de páginas. Cada párrafo, cada frase, me traía a colación algún nuevo aspecto de la transformación que había tenido lugar en el mundo, y llevaba mis pensamientos a largas y ampliamente ramificadas excursiones. Mientras meditaba de este modo en la biblioteca del Dr. Leete alcancé gradualmente una idea más clara y coherente del prodigioso espectáculo que de una manera tan extraña había sido posible para mi contemplar, me llené de una admiración, que se hacía más profunda, ante el aparente capricho del destino que había dado a quien tan poco lo merecía, o parecía en cualquier modo tan poco apropiado para ello, el exclusivo poder entre sus contemporáneos para estar en pie sobre la tierra en este presente día. Nunca había previsto el nuevo mundo ni me había afanado por él, como muchos a mi alrededor lo habían hecho sin tener en cuenta el desprecio de los tontos o la mala interpretación de los buenos. Seguramente habría estado más en concordancia con la conveniencia de las cosas si a una de aquellas proféticas y extenuantes almas le hubiese sido posible ver el afán de su alma y verse así satisfecha; aquel que, por ejemplo, mil veces más que yo, habiendo contemplado en una visión el mundo que yo he contemplado, cantó de él en palabras que una y otra vez, durante estos últimos y maravillosos días, habían sonado en mi mente:

Porque me adentré en el futuro, tan lejos como el ojo humano podía ver,
Tuve la visión del mundo, y todas las maravillas que serían;...

Hasta que los tambores de guerra dejaron de latir, y los estandartes de batalla fueron plegados.
En el Parlamento de la humanidad, la Federación del mundo.

Entonces el sentido común de la mayoría refrenará un reino neurótico que sentirá respeto reverencial,
Y la bondadosa tierra dormitará, envuelta en la ley universal...

Porque no dudo que a traves de las épocas un propósito va en aumento,
Y los pensamientos de la humanidad se ensanchan con el curso de los soles[*]


Qué importa, si en sus viejos tiempos, perdió momentáneamente la fe en su propia predicción, como los profetas en sus horas de depresión y duda generalmente hacen; las palabras han seguido siendo eterno testimonio del profético corazón de un poeta, de la lucidez que es dada a la fe.

Todavía estaba en la biblioteca cuando unas horas después el Dr. Leete me fue a buscar allí. "Edith me ha hablado de su idea," dijo, "y he pensado que era excelente. Siento un poco de curiosidad por saber hacia qué escritor ha dirigido su atención en primer lugar. ¡Ah, Dickens! ¡Lo admiraba usted, entonces! Aquí es donde nosotros en la actualidad coincidimos con usted. Juzgado mediante nuestros estándares, descolla sobre todos los escritores de su época, no porque su genio literario fuese el más alto, sino porque su gran corazón latía por los pobres, porque hizo causa de las víctimas de la sociedad de su tiempo, y dedicó su pluma a dar a conocer sus crueldades y sus hipocresías. Ningún hombre de su tiempo hizo tanto como él para dirigir la atención de las mentes de los hombres hacia el mal y la abyección del viejo orden de cosas, y abrir sus ojos a la necesidad del gran cambio que estaba viniendo, aunque él mismo no lo previó claramente."


[*]Tennyson, "Locksley Hall."