Mirtho

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​Mirtho​ de César Vallejo
Cera

Orate de candor, aposéntome bajo la uña índiga del firmamento y en las 9 uñas restantes de mis manos, sumo, envuelvo y arramblo los dígitos fundamentales, de 1 en fondo, hacia la más alta conciencia de las derechas.

Orate de amor, con qué ardentía la amo.

Yo la encontré al viento el velo lila, que iba diciendo a las tiernas lascas de sus sienes: "Hermanitas, no se atrasen, no se atrasen..." Alfaban sus senos, dragoneando por la ciudad de barro, con estridor de mandatos y amenazas. Quebróse, ¡ay! en la esquina el impávido cuerpo: yo sufrí en todas mis puntas, ante tamaño heroísmo de belleza, ante la inminencia de ver humear sangre estética, ante la muerte mártir de la euritmia de esa carnatura viva, ante la posible falla de un lombar que resiste o de una nervadura rebelde que de pronto se apeala y cede a la contraria. ¡Mas he allí la espartana victoria de ese escorzo! Y cuánta sabiduría, en metalla caliente, cernía la forja de aquese desfiladero de nervios, por todas las pasmadas bocas de mi alma. Y luego, sus muslos y sus piernas y sus prisioneros pies. Y sobre todo, su vientre.

Sí. Su vientre, más atrevido que la frente misma; más palpitante que el corazón, corazón él mismo. Cetrería de halconados futuros de aquilinos parpadeos sobre la sombra del misterio. ¡Quién más que él! Adorado criadero de eternidad, tubulado de todas las corrientes historiadas y venideras del pensamiento y del amor. Vientre portado sobre el arco vaginal de toda felicidad, y en el intercolumnio mismo de las dos piernas, de la vida y la muerte, de la noche y el día, del ser y el no ser. Oh vientre de la mujer, donde Dios tiene su único hipogeo inescrutable, su sola tienda terrenal en que se abriga cuando baja, cuando sube al país del dólar, del placer y de las lágrimas. ¡A Dios sólo se le puede hallar en el vientre de la mujer!

* * *

Tales cosas decía ayer tarde un joven amigo mío, mientras con él discurríamos por el jirón de la Unión. Yo me reía a carcajada limpia. Es claro. El pobre está enamorado de una de tantas bellas mujeres que cruzan por la arteria principal de Lima, elegantes y distinguidas, de 5 a 7 de la tarde. Ayer el ocaso ardía urente de verano. Sol, lujo, flirt, encanto sensual por todas partes. Y mi amigo desflagraba romántico y apasionado, hecho un poseído de veras. Sí. Hecho un orate de amor, como él llamábase entre orgulloso y combatido. Un orate de amor.

Despedíme de él, y, ya a solas, llegué a decirme para mí: Orate de amor. Bueno. Pero ¿qué quería significar aquello de orate de candor, apóstrofe de ironía con que inició su jerigonza?

Anoche vino a mí el mozo.

–Escúcheme usted –me dijo, sentándose a mi lado y encendiendo un cigarrillo–. Escúcheme cuanto voy a referirle ahora mismo, ya que ello es harto extraordinario, para quedar oculto para siempre.

Miróme con melancolía que taladraba y, echando luego temerosas y repetidas ojeadas hacia los ventales del aposento, con sigilo y gravedad profunda continuó de este modo:

–¿Usted conoce a la mujer que amo?

–No– le repliqué al punto.

–Perfectamente. No la conoce. Pues ríase de como la esbocé esta tarde. Nada. Esas frases eran sólo truncos neoramas de la gran equis encantada que es la existencia de tan peregrina criatura.

Y armando cinegético, disparado ceño de quien fuera a capturar órbitas, hizo rechinar los dientes y hasta las encías contra las encías, flagelóse desde los lóbulos de las orejas desoladas hasta la punta de la nariz con un relámpago morado; clavó frenético ambas manos entre la greña de erizo como para mesársela, y deletreó con voz de visionario que casi me hace estallar en risotadas:

–Mi amada es 2.

–Sigue usted incomprensible. ¿Su amada es 2? ¿Qué quiere decir eso?

Mi amigo sacudió la cabeza abatiéndose.

–Mirtho, la amada mía, es 2. Usted sonríe. Está bien. Pero ya verá la verdad de esta aseveración.

–A Mirtho –agregó– la conocí hace cinco meses en Trujillo, entre una adorable farándula de muchachas y muchachos compañeros míos de bohemia. Mirtho pulsaba a la sazón catorce setiembres tónicos, una cinta milagrosa de sangre virginal y primavera. La adoro desde entonces. Hasta aquí lo corriente y racional. Mas he allí que, poco tiempo después, el más amado e inteligente de mis amigos díjome de buenas a primeras: "¿Por qué es usted tan malo con Mirtho? ¿Por qué, sabiendo cuánto le ama, la deja usted a menudo para cortejar a otra mujer? No sea así nunca con esa pobre chica".

Tan inesperada como infundada acusación, en vez de suscitar mi protesta e inducirme a reiterar mi fidelidad a Mirtho, toméla, como comprenderá usted, solo en son de inocente y alado calembour de amistad y nada más, y sonreí para pasmo de mi amigo que, dada su austera y purísima moral en materia de amor, tuvo entonces un suave mohín de reproche hacia mí, arguyéndome que cuanto acababa de decirme tenía toda seriedad. Y, sin embargo, yo nunca había estado con mujer alguna que no fuese Mirtho desde que la conocí. Absolutamente. La queja de mi amigo carecía, pues, de base de realidad; y, si ella no hubiera venido de un espíritu tan fraternal como aquél, habríame dejado sin duda tranquilo y exento del escozor en la conciencia. Pero el cariño casi paternal con que trataba aquel amigo inolvidable todos los acontecimientos de mi vida, investía a tan extraño reproche de un toque asaz inquietante y digno de atención, para que él no me lastimase sin saber por qué. Además por el gran amor que yo sentía hacia Mirtho, dolíame que aquello viniese a perturbar así nuestra dicha.

Desde entonces, continuamente aquel amigo repetíame el consabido reproche, cada vez con más acritud. Yo, a mi vez, reiterábale y pretendía patentizarle por todos los medios posibles mi lealtad para Mirtho. Vanos esfuerzos. Nada. La acusación marchaba, afirmándose con tal terquedad que empezaba yo a creer a su autor fuera de razón, cuando llegó momento en que todos los demás hermanos de bohemia fueron de uno en uno formulándome idéntica tacha a mi conducta.

–Nosotros, todo el mundo –recriminábanme desaforadamente– te hemos sorprendido infraganti, y con nuestros propios ojos. Nada tienes que alegar en contrario. Tú no puedes negar la verdad.

Y en efecto. Si a cuantos me conocían hubiera yo interrogado sobre la verdad de este asunto, todos habrían testificado mis relaciones de amor con la segunda mujer para mí tan desconocida como irreal. Y yo habríame quedado aún más boquiabierto ante semejante fosfeno colectivo, que no otra cosa podía acontecer en el cerebro de mis acusadores.

Pero una circunstancia llamaba mi atención, y era que Mirtho nunca me decía nada que diera a entender ni remotamente que ella supiese de mi supuesta infidelidad. Ni un gesto, ni una espina en su alma, no obstante su carácter vehemente y celoso. De la ciudad entera ¿acaso sólo ella ignoraba mi culpa y ni presentía a través de las generales murmuraciones? Muy más, si, como me lo echaban en cara, diz que yo solía presentarme por doquiera y sin escrúpulo alguno con la otra. Por todo esto, la ignorancia de parte de Mirtho roíame el corazón al otro lado de la acusación de los demás. En aquella ignorancia, podría asegurar, radicaba de misteriosa manera y por inextricable encadenamiento de motivos, la piedra de toque, y quizás hasta la razón de ser de la imputación que se me hacia.

Mirtho, sin duda alguna, no sabía, pues, nada de la otra. Esto era incuestionable. Malhadada inocencia suya, en último examen, porque ella, no sé por qué medios, vino a dar a la habladuría azotante de los demás, una cierta vida, un calor y ¡vamos! un sabor de intriga tales, que yo no podía menos que sentirme vacilar arrastrado hasta el filo de una ridícula posición de desconcierto y de absurda atonía.

Ocasión llegó en que habiendo asistido en unión de Mirtho al teatro, nos hallábamos ambos juntos en la sala, cuando en uno de los entreactos, dieron mis ojos con uno de mis amigos. Este dístinguióme a su vez e hízome señas para que saliese a atenderle al foyer. Harto nos amábamos con ese muchacho para que, por inusitada que fuera tal invitación en ese instante, yo no la atendiese. Pedí perdón a Mirtho y salí a verle.

–¡Ahora no lo negarás! –exclamó aquel amigo desde lejos–. Allí estás ahora mismo con la otra... ¡Y cuánto se parece a Mirtho!

Repliquéle que no, que él no se había fijado. Fue todo inútil.

Despedíme riendo y volví al lado de Mirtho, sin haber dado mayor importancia a lo que creí un simple juego de camarada y nada más.

Varias veces, posteriormente, estando con ella, tuve, no sin fuertes sobresaltos y alarmas que terminaban es cierto en seguida, repentina impresión de hallarme en efecto ante otra mujer que no era Mirtho. Hubo noche, por ejemplo, en que esta crisis de duda colmóse en álgida desesperación, por haber percibido un inusitado arrebol de serenidad en el desenvolvimiento de las ondas de un silencio suyo, arrebol completamente extraño a todas las pausas de su voz, y que chilló aquella noche en todo mi corazón. Pero, repito, esas alarmas cedían luego, pensando que ellas deberíanse sin duda a la sugestión obsesiva que podían ejercer los demás cerca de mí.

He de advertir, por lo que esto pudiera dar luz a este enredo, que por raro que parezca el caso, fuera de la vez en que fui presentado a Mirtho, jamás la vi acompañada de tercera persona, y aun más: cuando solía hallarse conmigo, nunca estuvimos sino los dos únicamente.

Así continuaban las cosas, creciente pesadilla que iba a volverme loco, hasta cierta mañana tibia y diáfana en que hallábame en la confitería Marrón, tomando algunos refrescos en compañía de Mirtho. Ante la parva mesa de albo caucho traslúcido estábamos a solas.

–Oye– la murmuré lacerado, como quien manotea a ciegas en un precipicio, mientras las flotantes manos suyas, de un cárdeno espasmódico, subieron a asentar el cabello en sus sienes invisibles– ¿Quieres decirme una cosa?

Ella sonrió llena de ternura y acaso con cierto frenesí.

–¡Oye, Mirtho adorada!– repetíla titubeante.

Interrumpióme violentamente y me clavó sus ojos de hembra en celo, arguyéndome:

–¿Qué dices? ¿Mirtho? ¿Estás loco? ¿Con cara de quién me ves?

Y luego, sin dejarme aducir palabra:

–¿Qué Mirtho es esa? ¡Ah! Con que me eres infiel y amas a otra. Amas a otra mujer que se llama Mirtho.

¡Qué tal! ¡Así pagas mi amor! Y sollozó inconsolable.


* * *

Calló el adolescente relator. Y, al difuso fulgor de la pantalla, parecióme ver animarse a ambos lados del agitado mozo, dos idénticas formas fugitivas, elevarse suavemente por sobre la cabeza del amante, y luego confundirse en el alto ventanal, y alejarse y deshacerse entre un rehilo telescópico de pestañas.


Tomado de: Escalas (Escalas melografiadas), Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, Lima, 1923.