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Mis montañas: 2

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Garcilaso Inca, Montesinos, Herrera y Cieza de León, nos cuentan que los quichuas llevaron muy adelante el arte de las fortificaciones y calzadas, y el sabio Wiener ha hecho la luz plena sobre sus construcciones. Gloria es del gran Tupac Yupanqui, el unificador del imperio Tahuantinsuyo, el haber extendido sus armas y su cultura hasta estas remotas regiones, trayendo la conquista metódica y dejando en cada pueblo las señales imborrables de su dominio. Los Huacos eran sus centros estratégicos: los Pucaráes sus fortalezas inexpugnables. Ignoran los más ancianos de la comarca qué nombre tuvo éste, tan admirablemente elegido y fortificado; pero los restos existentes atestiguan que fue de los más perfectos.

Convergen a aquel valle, encerrado por un círculo de altísimas cumbres, cinco diferentes caminos por donde tenían acceso los pueblos del Occidente, del Norte, del Sud, del Este y del Sudeste. El cerro se levanta casi aislado y en forma cónica, perfecta a distancia; y desde la cima divisan horizontes tan apartados, que puede verse con claridad todo indicio de aproximación de viajeros. Era imposible una sorpresa en tan magnífica atalaya. La nube de polvo, la repercusión del eco, el vuelo de las grandes aves y la rectitud de las quebradas, advierten a la guardia la proximidad del peligro: y ya se encuentra parapetada y lista para la defensa.

El camino hacia la cumbre está señalado por grupos de cinco piedras, colocadas a largos intervalos, y siempre en la misma disposición. A los dos tercios de la altura, una gruesa pirca, muralla de piedras superpuestas, pero levantada a plomo, rodea como un cinturón toda la extensión del macizo. Una caladura cuadrada facilita el paso, y otras más vastas, pero ocultas, dan salida a las crecientes de la altura. Siguiendo la difícil ascensión, aquella punta aguda, vista desde el llano, es ya una gran planicie en la cumbre, donde pueden permanecer cómodamente y combatir mil soldados, incluyendo los locales suficientes para las tiendas de los jefes, marcadas todavía por cimientos circulares, separadas, unas de otras por cortos espacios y alineadas en el dorso del cerro.

Una muralla más alta y más gruesa que la inferior, tras la cual puede ocultarse hasta el cuello un hombre de pie, corona la cima en toda su longitud, como la huincha que sujetaba los cabellos de las mujeres indígenas y fue también el distintivo de los caciques. Tras de aquellas murallas se acumulaban montones de piedra para derrumbarlas sobre los invasores mientras llevaban el asalto, y ocultos casi por entero, lanzaban impunemente la lluvia de flechas y piedras, con la honda legendaria que arroja sus proyectiles con la fuerza de un arma de fuego.

Pero nada hay tan aterrador y atractivo a la vez como aquellas enormes rocas, lanzadas desde la cumbre por la ladera. Al desprenderse del quicio secular, se siente un raro estremecimiento de la base, como si se le arrancara un pedazo de entraña; y empujadas al abismo, dan las primeras vueltas con lentitud; pero apenas han encontrado el vacío y han chocado con otras enclavadas a mayor hondura, rebotan con fuerza extraordinaria, como expulsadas del fondo de un cráter, y van a caer más abajo, llevando pedazos de la montaña que derrumban a su vez, para rebotar de nuevo arrastrando a su paso los más robustos árboles y los cardones centenarios, hasta convertirse en un ventisquero de piedra que hace estremecer la comarca. Una densa polvareda cubre los senos del precipicio por largos instantes, y cuando el polvo se ha desvanecido y puede distinguirse los objetos, no se encuentra sino una mezcla informe de árboles y fragmentos de rocas, sepultados en el fondo del abismo. Y si se tiene en cuenta que está operación era simultáneamente ejecutada por una centena de esos artilleros primitivos, sobre la atrevida legión que se dirige al asalto, ya se imaginará cuán terribles estragos sembraban en sus filas.

Este admirable Pucará, que hoy los naturales llaman «el corral de los incas», sin darse cuenta de su verdadero objeto, es tal vez el modelo más perfecto que llegó a idear la estrategia de aquellos batalladores que disputaron su dominio hasta caer exterminados.

Su situación que lo oculta y lo defiende a la vez; sus escondidos senderos, la aspereza de las rocas y los árboles del camino que le da acceso; su posición en el centro de una serie de avenidas que buscan su única salida por ese valle, y la proximidad al Huaco y a la población indígena de Sanagasta -verdaderas, avanzadas de la conquista incásica- le dan a los ojos del observador la más alta importancia como elemento de criterio histórico, y para conocer por análisis todo el sistema militar de aquellos emperadores que supieron imponer su ley a los cuatro vientos.

No podía el invasor castellano poner en juego sus artes, en medio de aquella naturaleza erizada de peligros y generadora de fenómenos tan imponentes.

Cada curva del camino presenta una sorpresa, y su paso sigiloso es delatado por el huanaco que duerme rodeado de la tropilla tras de una roca; él da la señal de alarma, estentórea, estridente, aguda como un clarín guerrero; y su relincho es repetido a muy remotos valles, por el eco delator y sensible, aumentado y afinado a medida que la onda se aleja.

Es imposible el silencio; el eco de las montañas es la nota, la armonía que vive latente en su seno como en un arpa gigantesca; el aire que frota a la peña enhiesta, arranca el sonido musical; la falda vecina lo recoge con caricia, y robustecido lo despide a su vez; diríase que aquellas moles de ruda, apariencia, a lo lejos semejantes a tormentas que se levantasen amenazadoras, negras, silenciosas, para estallar sobre nuestras cabezas, tuvieran un alma difundida por las grutas, los intersticios, las cuevas, los nidos y los árboles. El eco es su voz. Él modula y expresa todos los tonos: el canto triste del pastor que habla a solas con la inmensidad, el ruido terrorífico de la mole desprendida de su quicio, los gritos destemplados del combate y los alardes estruendosos de la victoria.

Todo eso y cuanto en la creación tiene un sonido, se escucha y se sabe más allá, y más allá, de manera que no hay silencio tan inquieto como aquel solemne silencio de las montañas, donde el vuelo de un ave alarma todos los nidos, las guaridas y las viviendas.

Encima de una cumbre solitaria, sin indicio de morada humana, y como nacido de la piedra, se ve un indio sentado, con la vista fija en el sol poniente, o por la noche en esas vagas claridades, que son como fosforescencias de la noche misma. De pronto se yergue para mirar con ojos de águila el fondo del abismo, o ya aplica el oído a las rocas; como para escuchar un ruido subterráneo. Allí está, inmóvil, quemándose con el sol, azotándose con el viento, sobresaltado, nervioso, inquieto; la noche ha llegado, las estrellas comienzan a aparecer en el fondo obscuro como las hogueras en un campamento lejano, y el aire a traer consigo todos los rumores de la llanura y de la montaña. El indio se levanta de súbito, da un salto, inverosímil hacia abajo, y otro salto y otro más, y haciendo rodar las piedras bajo las pisadas de la usuta invulnerable, se aleja por sendas desconocidas, en carrera fantástica como de espíritu siniestro.

Es el centinela avanzado a enormes distancias del campamento; tiene los secretos de la montaña, conoce la voz y el significado de los ruidos que vagan de día y de noche, como extraviados entre las quebradas, y sabe correr por las laderas y los precipicios aun en medio de las tinieblas. ¡Ha escuchado el rumor que anuncia la aproximación del enemigo, y rápido como una flecha, por sendas sólo de él conocidas, corre al Pucará a dar la señal de alarma, la terrible señal, la de la esclavitud y la muerte de su raza!

Ya le esperaban ansiosos los caciques, apiñados en un balcón de granito que la naturaleza formó; ya le esperaban; sus pechos de piedra y sus músculos de fierro se agitan y se estremecen a la vez, con coraje y terror nunca sentidos; sus ojos brillan sobre el abismo lóbrego como si fueran de fieras, con destellos rojizos; sondean las quebradas, las laderas y las cumbres, hasta que un silbido lejano y agudo hiela sus carnes y arranca un rugido: -«¡Él es! ¡es la señal!»- se dicen todos. El centinela ya vuelve; pero antes de llegar ha dado el terrible anuncio.

¡A las armas! ¡Es el último combate, es lo desconocido, es lo pavoroso! Pero ya están las trincheras repletas de soldados; montañas de proyectiles de granito, como las balas apiñadas al lado de un cañón, están dispuestas para rodar al fondo y detener el paso de los extraños enemigos, quienesquiera que sean. ¡Estos nuevos titanes no escalarán la cumbre; allí está hirviendo el rayo fulminador de una raza heroica que defiende el hogar primitivo, las tumbas, los huesos venerados; antes la mole de piedra que les sustenta ha de convertirse en menudo polvo, sepultando sus cuerpos de heridas!

Ya no es el combate de pueblos de una misma raza y nivel intelectual: Ya no son las armas imperiales del Cuzco, ni es Ollantay, viniendo en son de guerra a sujetar en un cinto de blando acero todas las tierras del Sol; no, porque los pájaros agoreros han huido exhalando gritos siniestros, y el eco ha traído del Occidente el estrépito de armas y voces desconocidas.

Cumpliéronse las antiguas profecías; aquel ídolo que miraba al Océano y con el brazo derecho armado señalaba el Continente, era la expresión escultural de ese temor secreto que preocupaba a la nación quichua. De allá, de esa inmensidad de agua cuyos límites nadie conocía, debían venir grandes catástrofes para la patria; los sordos o interminables rugidos de las olas, que sin reposo venían a romperse en la costa, parecían anunciarles en todos los momentos que traerían algún día la nave conquistadora. Demasiado pronto se cumplieron tan terribles pronósticos. La unidad del Imperio no había concluido de cimentarse en los hábitos de los pueblos que formaban su masa; el sentimiento nacional recién nacido, fue ahogado cuando empezaba a ser una fuerza colectiva. Aquella raza, en tal momento histórico, sometida al yugo de la conquista, me recuerda una bella esclava comprada cuando se abre su alma a las seducciones de la vida, y su cuerpo virginal a las influencias físicas que lo dotaban de gracia y de fuerza.

La lucha fue sangrienta, general y parcial: los ejércitos peleaban por el imperio, los pueblos y las tribus por el pedazo de tierra donde nacieron y donde cavaron sus sagradas huacas, verdaderos templos subterráneos donde se encierran las cenizas paternas, la tradición de familia, la religión nacional, la idea aún informe del hogar que ha cimentado las sociedades modernas. Aquellas que poblaban las montañas de la Rioja, ramas de la gran familia Calchaquí, la indomable, la última que rindió sus armas concurrían a la defensa común parapetadas en el suelo nativo; pero no las rindió a la fuerza, sino al Evangelio. Dejó su patria terrena por la celeste, prometida por Solano y San Nicolás, su patrono desde entonces, el que salvó la ciudad de Todos los Santos, el que realizó la fusión del indígena y el europeo, padre de la raza criolla que fundó con sangre la nación del presente.

Aquella noche funesta presenció en las cumbres del Pucará, o fuerte Calchaquí, la más trágica de las escenas. La muerte corría del llano a la cumbre y de la cumbre al llano. Los fieros defensores lanzaron al encuentro de los invasores todas sus flechas; las grandes rocas rodaban con estrépito, estremeciendo los cerros vecinos, sembrando su paso de cadáveres; pero también rodaban al fondo de las quebradas los cuerpos exánimes de los héroes nativos. El Huaco estaba distante: volaron mensajeros por medio de las selvas, pero los enemigos eran muchos y usaban armas que herían de muy lejos. El alba apareció lentamente, pero sólo iluminó despojos de una y otra parte. Nadie ha vencido, pero no hay combatientes; sólo algunos sostienen todavía las armas en el llano. Los del fuerte de piedra corrieron sin ser vistos a su gran campamento del Huaco. La guerra quedó empeñada a muerte; cada día un combate, una inmolación, un sacrificio en honor de los dioses indígenas. Sólo la palabra de un hombre inspirado, y el ejemplo de muchos mártires, pudieron desarmar aquel brazo nunca rendido a la fuerza. Los misioneros plantaron la cruz en lo más alto de esas cumbres donde habita el cóndor. Reinó la paz, y hoy las comarcas andinas presentan el más seductor aspecto, con sus templos sencillos, sus costumbres religiosas, donde en consorcio curioso se mezcla la fe católica con los ritos nativos, pero flotando siempre encima de todo la idea que llevó al Calvario al Hijo del Hombre.