Miscelánea histórica/The Royal Exchange o Real Lonja de Londres
The Royal Exchange o Real Lonja de Londres
Dos objetos, entre mil otros que atraen la vista en Londres, absorben en contemplación al extranjero reflexivo, el uno es el Támesis, más abajo del Puente llamado London Bridge, el otro es la Lonja o Royal Exchange. Las Pirámides de Egipto, aunque grandiosas y sublimes, sólo dicen, en mudo lenguaje, que millares de millares de brazos, forzados por la tiranía de un déspota desconocido, se emplearon en levantar piedra sobre piedra, sin que nadie sepa con qué fin, o probablemente, para que fuesen sepultura de sus miserables huesos.
Pero ¡qué ideas tan diversas despiertan en la mente los dos manantiales de la riqueza, prosperidad, ilustración y libertad de Inglaterra de que acabo de hacer recuerdo! Nación de tenderos llamó Bonaparte a la Gran Bretaña, carcomido de envidia, porque con todos sus talentos y con la actividad y viveza de sus súbditos no pudo jamás hacer la menor impresión en ella. ¡Qué lección para los ambiciosos!
Vanamente se empeñan en sujetar pueblos, en aumentar sus dominios desolándolos con guerras e invasiones. La verdadera fuente del poder no es la fuerza. La espada destroza a unos y somete a otros; pero no puede domar la voluntad humana, que dotada de una energía indestructible cobra vigor con el tiempo, y destruye los diques que la violencia le puso. El único poder permanente es el que el interés general confiere a los que las circunstancias hacen capaces de darle más ventajas que otro alguno. Tal es el secreto en que consiste el influjo político de Inglaterra. Dotada por la naturaleza con ciertas ventajas geográficas, formado el carácter de su pueblo con una tendencia decidida al comercio, y por consiguiente a la marina, bien pronto conocieron los ingleses que su prosperidad dependía del tráfico con los demás del mundo. Aumentaron el número de sus buques, y con ellos sus conocimientos navales: viéronlos los habitantes de todo el globo empleados en llevar a sus costas lo que aumentaba los goces de la vida, a trueque de lo que en aquellos países hacía poca o ninguna falta. Adonde les parecía conveniente fundaban una colonia: la distancia era objeto de poca consideración para tan diestros navegantes. El comercio acrecentó su territorio en las partes más distantes del Globo. La India se convierte en un magnífico Imperio apéndice de esta pequeña isla; imperio que más se halla gobernado por una Compañía de Comercio, y el ancho mar que separa aquella remota parte de Asia da, a un mismo tiempo, paso fácil a los ingleses, y presenta dificultades insuperables a la envidia con que otros, miran aquellas regiones.
No entraré aquí a defender la política con que la Inglaterra se ha adquirido los vastos dominios que posee en varias partes del mundo; ni del sistema con que las gobernó en otros tiempos. Baste decir, de paso, que las ideas morales sobre estos puntos eran mucho menos claras y perfectas ahora dos o tres siglos, y que la envidia, especialmente de los autores franceses, ha calumniado a esta nación con todo el encono y todo el colorido de que es capaz su imaginación vivísima. Supongamos que los ingleses usurparon el dominio que gozan: ¿qué otra nación, diré, puede hacerlo con más ventaja de sus habitantes? Compárese el estado de los pueblos ultramarinos que pertenecen a la Gran Bretaña con los infelices que han caído en otras manos. Volvamos los ojos a la América Española, ese inmenso continente donde por más de tres siglos han dominado los españoles: ¿qué han ganado los pueblos originarios en virtud de su enlace con Europa? En la India, es verdad, las preocupaciones religiosas más obstinadas y rebeldes que en ninguna parte del mundo, impiden la civilización de los naturales. Mas si la Inglaterra no los ha hecho europeos, halos dejado en paz sobre puntos religiosos (que no es poco) y los ha provisto con las comodidades de la vida que dan en abundancia las fábricas inglesas. Esto no sólo está al alcance, sino que es del interés de un pueblo comerciante. España, por el contrario, para sacar ventaja de sus Américas, no tenía otro recurso que impedir la entrada a cuanto los pueblos podían apetecer; comprar de los ingleses los géneros más inferiores y venderlos en sus colonias al precio de los más ricos; impedir la industria de los naturales por falta de industria que cambiar por los productos de la ajena. En fin, un pueblo manufactor y comerciante hace bien a otros con ganancias; uno que no lo sea, no puede sacar ventajas de su influjo sobre otros a no ser por fuerza y oprimiendo.
Estas y otras muchas reflexiones que me llevarían a escribir un tratado de Economía Política cuando sólo he tomado la pluma para ilustrar una estampa; ocurrirán a cualquiera que, con ciertos conocimientos y actividad mental, visitó la Lonja de Londres cuando su patio y corredores hierven con la multitud, que diariamente los ocupa a ciertas horas. Mi objeto, al presente, es dar una reducida historia del edificio, pero antes de hacerlo, no puedo menos que introducir un pasaje del célebre Addison sobre el mismo asunto.
«No hay parte alguna de Londres que tanto me guste frecuentar como la Real Lonja. Encuentro allí una satisfacción secreta, y, en cierto modo, una complacencia de mi vanidad, como inglés, al ver un conjunto tan numeroso y rico de paisanos y extranjeros consultando sobre los intereses privados del género humano, y convirtiendo a esta gran metrópolis en una especie de emporio de todo el globo. La Lonja, a la hora más frecuentada, se me figura un gran congreso, en que todas las naciones más considerables de la tierra tienen sus representantes.
Los factores del mundo comercial son los que los embajadores en el político: Ellos negocian y concluyen tratados y mantienen la buena inteligencia entre las ricas sociedades que, viviendo en los extremos opuestos de los continentes, están separadas por golfos y mares. No hay individuos más útiles al Estado que los comerciantes. Ellos enlazan a la especie humana por medio de mutuos servicios, distribuyen los dones de la naturaleza, procuran ocupación a los pobres, aumentan el caudal de los ricos y la magnificencia de los grandes. Nuestro comerciante inglés convierte el estaño de sus minas en oro y trueca su lana por rubíes. Los mahometanos se visten de nuestras estofas y los habitantes de la zona frígida se defienden del hielo con los vellones de nuestros rebaños. A veces se me ha figurado, cuando me hallaba en la Lonja, que veía a uno de nuestros reyes, en persona, elevado sobre el pedestal que sostiene a su estatua, mirando a sus pies el concurso que allí se reúne cada día. ¡Cuán absorto oiría los acentos de todas las lenguas de Europa reconcentrados en un punto tan reducido de sus antiguos dominios!, ¡cuánto se admiraría al ver tantas personas que en su tiempo habrían sido vasallos de alguno de sus Nobles, traficar como príncipes, con sumas que exceden a las que en épocas anteriores se encerraban en la Tesorería Real! El Comercio, sin aumentar el territorio británico, nos ha dado un nuevo Imperio: ha aumentado el número de los ricos, ha acrecentado infinito el valor de nuestras tierras, agregándoles, además, una multitud de posesiones de no menos valor que ellas.»
Después de estas ideas grandiosas sería difícil descender al pormenor de la historia del edificio material sin cierta repugnancia a no tener que empezar por una confirmación de lo que va dicho en el hecho mismo de su fundación. En otras partes del mundo los Reyes dan Lonjas a los comerciantes, en Inglaterra los comerciantes edifican Lonjas que los Reyes se envanecen de poder llamar Reales. La de Londres se edificó a costa de un comerciante llamado Sir Thomas Gresham. Echóle en cara uno, que de criado suyo había subido a los honores de la caballería llamada Knighthood, que los comerciantes ingleses hacían sus negocios sin tener dónde reunirse y como si fueran regatones. Sir Thomas, a quien el dicho de su antiguo dependiente hizo fuerza, propuso al Ayuntamiento de Londres que si le daban solar a propósito él edificaría a su costa una Lonja. Aceptaron su proposición, y en 7 de junio de 1566 el generoso ciudadano puso la primera piedra del edificio, que se concluyó en noviembre del año siguiente, con el nombre de Bourse.
En 1570, la reina Isabel, que más que nadie sabía apreciar la importancia del comercio, fue a visitar en público a Sir Thomas Gresham, en cuya casa comió. Después de comer, la reina fue a ver el nuevo edificio, y a son de trompetas hizo que los Reyes de Armas proclamasen que de allí en adelante se llamaría (The Royal Exchange) La Lonja Real. El fundador dejó esta propiedad a su viuda de por vida, y después, al Corregidor, y vecinos (Citizens) de Londres, y a una de las Compañías mercantiles de ella, con tal que de las rentas que de ella procediesen se pagasen cincuenta libras esterlinas a cada cual de siete profesores que diesen lecciones públicas anuales de Theología, Astronomía, Música, Geometría, Leyes, Medicina y Retórica, como se ejecuta hasta el presente en la casa que fue del fundador; con otras mandas benéficas que no serían de interés para lectores no ingleses.