Misericordia/XXXII
XXXII
Aunque Nina no lo pensara y dijera, bien se comprenderá que el desasosiego y consternación de Doña Paca en aquella triste noche superaron a cuanto pudiera manifestar el narrador. A medida que avanzaba el tiempo, sin que la criada volviese al hogar, crecía la angustia del ama, quien, si al principio echó de menos a su compañera por la falta que en el orden material hacía, pronto se inquietó más, pensando en la desgracia que habría podido ocurrirle: cogida de coche, verbigracia, o muerte repentina en la calle. Procuraba el bueno de Frasquito tranquilizarla, pero inútilmente. Y el desteñido viejo tenía que callarse cuando su paisana le decía: «¡Pero si nunca ha pasado esto; nunca, querido Ponte! Ni una sola vez ha faltado de casa en tantísimos años».
Surgieron dificultades graves para cenar formalmente, y nada se adelantaba con que las chiquillas de la cordonera se brindasen oficiosas a sustituir a la criada ausente. Verdad que Doña Paca perdió en absoluto el apetito, y lo mismo, o poco menos, le pasaba a su huésped. Pero como no había más remedio que tomar algo para sostener las fuerzas, ambos se propinaron un huevo batido en vino y unos pedacitos de pan. De dormir, no se hable. La señora contaba las horas, medias y cuartos de la noche por los relojes de la vecindad, y no hacía más que medir el pasillo de punta a punta, atenta a los ruidos de la escalera. Ponte no quiso ser menos: la galantería le obligaba a no acostarse mientras su amiga y protectora estuviese en vela, y para conciliar las obligaciones de caballero con su fatiga de convaleciente, descabezó un par de sueñecitos en una silla. Para esto hubo de adoptar postura violenta, haciendo almohada de sus brazos, cruzados sobre el respaldo, y al dormirse se le quedó colgando la cabeza, de lo que le sobrevino un tremendo tortícolis a la mañana siguiente.
Al amanecer de Dios, vencida del cansancio Doña Paca, se quedó dormidita en un sillón. Hablaba en sueños, y su cuerpo se sacudía de rato en rato con estremecimientos nerviosos. Despertó sobresaltada, creyendo que había ladrones en la casa, y el día claro, con el vacío de la ausencia de Nina, le resultó más triste y solitario que la noche. Según Frasquito, que en esto pensaba cuerdamente, ningún rastro parecía más seguro que informarse de los señores en cuya casa servía Benina de asistenta. Ya lo había pensado también su paisana la tarde anterior; pero como ignoraba el número de la casa de D. Romualdo en la calle de la Greda, no se determinaron a emprender las averiguaciones. Por la mañana, habiéndose brindado el portero a inquirir el paradero de la extraviada sirviente, se le mandó con el encargo, y a la hora volvió diciendo que en ninguna portería de tal calle daban razón.
Y a todas estas, no había en la casa más que algún resto de cocido del día anterior, casi avinagrado ya, y mendrugos de pan duro. Gracias que los vecinos, enterados del conflicto tan grave, ofrecieron a la ilustre viuda algunos víveres: este, sopas de ajo; aquel, bacalao frito; el otro, un huevo y media botella de peleón. No había más remedio que alimentarse, haciendo de tripas corazón, porque la naturaleza no espera: es forzoso vivir, aunque el alma se oponga, encariñada con su amiga la muerte. Pasaban lentas las horas del día, y tanto Ponte como su paisana no podían apartar su atención de todo ruido de pasos que sonaba en la escalera. Pero tantos desengaños sufrieron, que, al fin, rendidos y sin esperanza, se sentaron uno frente a otro, silenciosos, con reposo y gravedad de esfinges, y mirándose confirieron tácitamente la solución del enigma a la divina voluntad. Ya se sabría el paradero de Nina, o los motivos de su ausencia, cuando Dios se dignara darlos a conocer por los medios y caminos a que nunca alcanza nuestra previsión.
Las doce serían ya, cuando sonó un fuerte campanillazo. La dama rondeña y el galán de Algeciras saltaron, cual muñecos de goma, en sus respectivos asientos. «No, no es ella -dijo Doña Paca con gran desaliento-. Nina no llama así».
Y como quisiese Frasquito salir a la puerta le detuvo ella con una observación muy en su punto: «No salga usted, Ponte, que podría ser uno de esos gansos de la tienda que vienen a darme un mal rato. Que abra la niña. Celedonia, corre a abrir, y entérate bien: si es alguno que nos trae noticias de Nina, que pase. Si es alguien de la tienda, le dices que no estoy».
Corrió la chiquilla, y volvió desalada al instante diciendo: «Señora, D. Romualdo».
Efecto de gran intensidad emocional, que casi era terrorífica. Ponte dio varias vueltas de peonza sobre un pie, y Doña Paca se levantó y volvió a caer en el sillón como unas diez veces, diciendo: «Que pase... Ahora sabremos... ¡Dios mío, D. Romualdo en casa!... A la salita, Celedonia, a la salita... Me echaré la falda negra... Y no me he peinado... ¡Con qué facha le recibo!... Que pase, niña... Mi falda negra».
Entre el algecireño y la chiquilla la vistieron de mala manera, y con la prisa le ponían la ropa del revés. La señora se impacientaba, llamándoles torpes y dando pataditas. Por fin se arregló de cualquier modo, pasose un peine por el pelo, y dando tumbos se fue a la salita donde aguardaba el sacerdote, en pie, mirando las fotografías de personas de la familia, única decoración de la mezquina y pobre estancia.
«Dispénseme usted, Sr. D. Romualdo -dijo la viuda de Zapata, que de la emoción no podía tenerse en pie, y hubo de arrojarse en una silla, después de besar la mano al sacerdote-. Gracias a Dios que puedo manifestar a usted mi gratitud por su inagotable bondad.
-Es mi obligación, señora... -repuso el clérigo un tanto sorprendido-, y nada tiene usted que agradecerme.
-Y dígame ahora, por Dios -agregó la señora, con tanto miedo de oír una mala noticia, que apenas hablar podía-; dígamelo pronto. ¿Qué ha sido de mi pobre Nina?».
Sonó este nombre en el oído del buen sacerdote como el de una perrita que a la señora se le había perdido.
«¿No parece?... -le dijo por decir algo.
-¿Pero usted no sabe...? ¡Ay, ay! Es que ha ocurrido una desgracia, y quiere ocultármelo, por caridad».
Prorrumpió en acerbo llanto la infeliz dama, y el clérigo permanecía perplejo y mudo. «Señora, por piedad, no se aflija usted... Será, o no será lo que usted supone.
-¡Nina, Nina de mi alma!
-¿Es persona de su familia, de su intimidad? Explíqueme...
-Si el Sr. D. Romualdo no quiere decirme la verdad por no aumentar mi tribulación, yo se lo agradezco infinito... Pero vale más saber... ¿O es que quiere darme la noticia poquito a poco, para que me impresione menos?...
-Señora mía -dijo el sacerdote con impaciente franqueza, ávido de aclarar las cosas-. Yo no le traigo a usted noticias buenas ni malas de la persona por quien llora, ni sé qué persona es esa, ni en qué se funda usted para creer que yo...
-Dispénseme, Sr. D. Romualdo. Pensé que la Benina, mi criada, mi amiga y compañera más bien, había sufrido algún grave accidente en su casa de usted, o al salir de ella, o en la calle, y...
-¿Qué más?... Sin duda, señora Doña Francisca Juárez, hay en esto un error que yo debo desvanecer, diciendo a usted mi nombre: Romualdo Cedrón. He desempeñado durante veinte años el arciprestazgo de Santa María de Ronda, y vengo a manifestar a usted, por encargo expreso de los demás testamentarios, la última voluntad del que fue mi amigo del alma, Rafael García de los Antrines, que Dios tenga en su santa gloria».
Si Doña Paca viera que se abría la tierra y salían de ella escuadrones de diablos, y que por arriba el cielo se descuajaraba, echando de sí legiones de ángeles, y unos y otros se juntaban formando una inmensa falange gloriosa y bufonesca, no se quedara más atónita y confusa. ¡Testamento, herencia! ¿Lo que decía el clérigo era verdad, o una ridícula, despiadada burla? ¿Y el tal sujeto era persona real, o imagen fingida en la mente enferma de la dama infeliz? La lengua se le pegó al paladar, y miraba a D. Romualdo con aterrados ojos.
«No es para que usted se asuste, señora. Al contrario: yo tengo la satisfacción de comunicar a Doña Francisca Juárez el término de sus sufrimientos. El Señor, que ha probado sin duda ya con creces su conformidad y resignación, quiere premiar ahora estas virtudes, sacándola a usted de la tristísima situación en que ha vivido tantos años».
A doña Paca le caía un hilo de lágrimas de cada ojo, y no acertaba a proferir palabra. ¡Cuál sería su emoción, cuáles su sorpresa y júbilo, que se borró de su mente la imagen de Benina, como si la ausencia y pérdida de esta fuese suceso ocurrido muchos años antes!
«Comprendo -prosiguió el buen sacerdote enderezando su cuerpo y aproximando el sillón para tocar con su mano el brazo de Doña Francisca-, comprendo su trastorno... No se pasa bruscamente del infortunio al bienestar, sin sentir una fuerte sacudida. Lo contrario sería peor... Y puesto que se trata de cosa importante, que debe ocupar con preferencia su atención, hablemos de ello, señora mía, dejando para después ese otro asunto que la inquieta... No debe usted afanarse tanto por su criada o amiga... ¡Ya parecerá!».
Esta frase llevó de nuevo al espíritu de Doña Paca la idea de Nina y el sentimiento de su misteriosa desaparición. Notando en el ya parecerá de D. Romualdo una intención benévola y optimista, dio en creer que el buen señor, después que despachase el asunto principal, le hablaría del caso de la anciana, que sin duda no era de suma gravedad. Pronto la mente de la señora con rápido giro de veleta tornó a la idea de la herencia, y a ella se agarró, dejando lo demás en el olvido; y observando el presbítero su ansiedad de informes, se apresuró a satisfacerla.
-Pues ya sabrá usted que el pobre Rafael pasó a mejor vida el 11 de Febrero...
-No lo sabía, no, señor. Dios le haya dado su descanso... ¡ay!
-Era un santo. Su único error fue abominar del matrimonio, despreciando los excelentes partidos que sus amigos le proponíamos. Los últimos años vivió en un cortijo llamado las Higueras de Juárez...
-Lo conozco. Esa finca fue de mi abuelo.
-Justamente: de D. Alejandro Juárez... Bueno: pues Rafael contrajo en las Higueras la afección del hígado que le llevó al sepulcro a los cincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima de mocetón, casi tan alto como yo, señora, con una musculatura no menos vigorosa que la mía, y un pecho como el de un toro, y aquel rostro rebosando vida!...
-¡Ay!...
-En nuestras cacerías del jabalí y del venado, nunca conseguí cansarle. Su amor propio era más fuerte que su complexión fortísima. Desafiaba los chubascos, el hambre y la sed... Pues vea usted aquel roble quebrarse como una caña. A los pocos meses de caer enfermo se le podían contar los huesos al través de la piel... se fue consumiendo, consumiendo...
-¡Ay!...
-¡Y con qué resignación llevaba su mal, y qué bien se preparó para la muerte, mirándola como una sentencia de Dios, contra la cual no debe haber protesta, sino más bien una conformidad alegre! ¡Pobre Rafael, qué pedazo de ángel!...
-¡Ay!...
-Yo no vivía ya en Ronda, porque tenía intereses en mi pueblo que me obligaron a fijar mi residencia en Madrid. Pero cuando supe la gravedad del amigo queridísimo, me planté allá... Un mes le acompañé y asistí... ¡Qué pena!... Murió en mis brazos.
-¡Ay!...».
Estos ayes eran suspiros que a Doña Paca se le salían del alma, como pajaritos que escapan de una jaula abierta por los cuatro costados. Con noble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probable herencia, se asociaba al duelo de D. Romualdo por el generoso solterón rondeño.
«En fin, señora mía: murió como católico ferviente, después de otorgar testamento...
-¡Ay!...
-En el cual deja el tercio de sus bienes a su sobrina en segundo grado, Clemencia Sopelana, ¿sabe usted? la esposa de D. Rodrigo del Quintanar, hermano del Marqués de Guadalerce. Los otros dos tercios los destina, parte a una fundación piadosa, parte a mejorar la situación de algunos de sus parientes que, por desgracias de familia, malos negocios u otras adversidades y contratiempos, han venido a menos. Hallándose usted y sus hijos en este caso, claro está que son de los más favorecidos, y...
-¡Ay!... Al fin Dios ha querido que yo no me muera sin ver el término de esta miseria ignominiosa. ¡Bendito sea una y mil veces el que da y quita los males, el Justiciero, el Misericordioso, el Santo de los Santos!...».
Con tal efusión rompió en llanto la desdichada Doña Francisca, cruzando las manos y poniéndose de hinojos, que el buen sacerdote, temeroso de que tanta sensibilidad acabase en una pataleta, salió a la puerta, dando palmadas, para que viniese alguien a quien pedir un vaso de agua.