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Montes de Oca/1

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En los cuarenta andaba el siglo cuando se inauguró (calle de la Abada, número tantos) el comedor o comedero público de Perote y Lopresti, con el rótulo de Fonda Española. No digamos, extremando el elogio, que fue el primer establecimiento montado en Madrid según el moderno estilo francés; mas no le disputemos la gloria de haber intentado antes que ningún otro realizar lo de utile dulci, anunciándose con el programa de la bondad unida a la baratura, y cumpliendo puntualmente, mientras pudo, su compromiso. La exótica palabra restaurant no era todavía vocablo corriente en bocas españolas: se decía fonda y comer de fonda, y fondas eran los alojamientos con manutención y asistencia, así como los refectorios sin pupilaje. Es forzoso reconocer que si nuestros antiguos bodegones y hosterías conservaban la tradición del comer castizo, bien sazonado y substancioso, los italianos, maestros en esta como en otras artes, introdujeron las buenas formas de servicio y un poco de aseo, o sus apariencias hipócritas, que hasta cierto punto suplen el aseo mismo. No fue tampoco reforma baladí el sustituir la lista verbal, recitada por el mozo, con la lista escrita, que encabezaban los ordubres, estrambótica versión del término hors d'œuvre. Lo que principalmente constituye el mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la regla económica de servir buen número de platos por el módico estipendio de doce reales, pues con tal sistema adaptaban su industria a la pobreza nacional, y establecían relaciones seguras con un público casi totalmente compuesto de empleados y militares de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de familias que empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días señalados o conmemorativos.

Para dar a cada uno lo que le corresponde con imparcial criterio histórico, conviene indicar que no fueron Perote y Lopresti verdaderos innovadores en materia y formas de comer, sino más bien los que divulgaron aquel arte precioso en la vida de los pueblos. Ya Genieys había dado a conocer las croquetas, los asados un poquito crudos, las chuletas a la papillote y otras cosillas; pero Lopresti popularizó estos manjares poniéndolos al alcance de los bolsillos flacos, acreditando su saber, así como la equidad paternal de sus precios. Al propio tiempo superaba a Genieys en los arroces a la valenciana y milanesa, así como en el bacalao en salsa roja; era maestro en el cordero con guisantes, en el besugo a la madrileña, en la pepitoria, en los macarrones a la italiana, y principalmente en los guisotes de pescado y mariscos a estilo provenzal o genovés. En el renglón de vinos, el poco pelo de la clientela limitaba el consumo a los tintos de Arganda o Valdepeñas para pasto, y un Jerez familiar y baratito para los libertinos domingueros, y para los que iban de jolgorio, con mujerío o sin él, a horas avanzadas de la noche. En estas francachelas de un carácter confianzudo y pobretón, no se conocía el champagne. El agua, de que algunos parroquianos hacían considerable gasto, se anunciaba como de la Fuente del Berro; mas era de la Academia o de la Escalinata. En el servicio de vinajeras introdujeron los italianos cristalería fina en armaduras elegantes, y presentaban los mondadientes en gallitos y monigotes de porcelana. Inferior era el lujo en la mantelería y lienzos de mesa, de dudosa blancura los más días del año.

Por todo ello tuvo la Fonda Española un éxito tan rápido como lisonjero, y el público invadió desde los primeros días el modesto y lóbrego local de la calle de la Abada, recinto que aún conservaba olor y trazas de logia masónica, piso bajo con dos rejas a la calle y entrada por el portal. Era éste ancho, con zócalo de azulejos negros y blancos como tablero de ajedrez, bien alumbrado a prima noche por un farolón de dos mecheros, obscuro a última hora y expuesto a tropezones, que a veces eran graves, sin contar el desagradable quién vive de las humedades mingitorias. Adoptaron los dueños, porque no podía ser de otro modo si habían de tonificar el establecimiento, el horario francés, dando la comida fuerte por la noche, con supresión de cocido. Al mediodía, servían almuerzos de seis y ocho reales, con huevos fritos y uno o dos platos, y el invariable postre de pasas y almendras con añadidura de un bollito de tahona, régimen que las casas huéspedes han perpetuado como una institución hasta nuestros días, y será preciso un golpe de revolución para destruirlo.

Fue uno de los primeros fundadores de la clientela el benemérito D. José del Milagro, que, aunque cesante en todo el tiempo que vivieron los dos Gabinetes moderados presididos por D. Evaristo Pérez de Castro, habíase agenciado algunos modos de vivir, honradísimos, y podía permitirse almuerzos de seis reales, y comiditas de ocho. Como tributo a una firme amistad antigua, los italianos le concedían rebajas discretas y abríanle créditos de una y de dos semanas, confiando en que el agraciado guardaría reserva sobre este privilegio para no desmoralizar a la parroquia. Debe advertirse aquí, para evitar juicios temerarios acerca de aquel digno sujeto, que estaba viudo desde el 38; que una de sus hijas, notable arpista, se había casado con un bajo italiano de la compañía de la Cruz, la otra con un subteniente de la Guardia Real, y que los chicos menores vivían en Illescas con su tía Doña Tránsito. Campaba, pues, el buen hombre por sus respetos, y ganándose la pitanza con traducciones de leyendas históricas o de historias poéticas, y con tareas de contabilidad, vivía suelto, libre, en solitaria y a veces triste independencia, viendo venir las cartas políticas, esperando la ruina del llamado Moderantismo y el triunfo del Progreso, que debía llevarle a la holgura y descanso de la Administración. En cuantito llegara el Progreso, y agarraran la sartén sus ilustres prohombres, nadie podía disputarle a Milagro su placita de diez y ocho mil, digno premio del fervor consecuente, acendrado, incorruptible con que había defendido siempre las libertades públicas.

Correspondía Milagro a la generosidad de los italianos corriendo la voz de la excelencia y baratura del establecimiento, y a los pocos días ya eran feligreses D. Víctor Ibraim, castrense del 2.º de la Guardia, y uno de los hermanos Fonsagrada, teniente del 4.º, con otros individuos de que se dará conocimiento. El más calificado entre estos era un D. Bruno Carrasco y Armas, manchego de buena sombra, de insaciable apetito y de mucha correa en el discurso, que llevaba cuatro años en Madrid gestionando la resolución de un embrolladísimo expediente de Pósitos; hombre que pasaba por rico y que lo acreditaba convidando espléndidamente a los amigos cuando las esperanzas del pronto arreglo de su negocio le ponían de buen temple. Siempre que almorzaban juntos Milagro, Ibraim y Carrasco, se establecía entre los tres una feliz comunidad de criterio para juzgar las cosas públicas. Unánimes convenían en el aborrecimiento del régimen imperante, persuadidos de que la viuda de Fernando VII era la mayor calamidad arrojada por Dios sobre las pobres Españas.

A todos excedía Milagro en la firmeza de su convicción y en el ardor con que últimamente la manifestaba. Aquel hombre sin ventura, a quien hicieron escéptico las turbaciones políticas; aquella víctima, aquel mártir que había sufrido con admirable resignación los desastres que al individuo y a la familia ocasiona todo cambio de gobierno, llegó a comprender que la neutralidad y la falta de convicciones son la mayor de las desventajas en el orden social, y que por tal camino, por lo mismo que es el más derecho, no se va a ninguna parte. Sus dolorosas cesantías, sus hambres y escaseces demostráronle la necesidad de poseer un temperamento vivo, ya sea real, ya figurado, para no quedarse a la cola en el movimiento general. El manso, el prudente, el descreído que se planta y espera, es arrollado por la multitud que avanza ciega y ardorosa. Sentó plaza, pues, el buen Milagro, curado al fin de su insana neutralidad, en las falanges del Progreso, y se puso en las filas de vanguardia, enarbolando, si no la bandera, el primer trapo de colorines que encontró a mano.

Una noche de Julio convidó el manchego sin tasa, agregando Jerez y licores, no ciertamente porque tuviera buenas noticias de su asunto, sino porque las tenía detestables, y la desesperación le indujo a echar la casa por la ventana, difiriendo sus esperanzas y colocándolas en el día no lejano del triunfo de los libres. En la boca y en el corazón de los amigos reverdecieron las tales esperanzas con el contento que dan el buen comer y un beber abundante a costa de generoso anfitrión. Al segundo plato el gozo era inefable, a los postres vocinglero. Los roncos acentos de Ibraim y su ceceo bárbaro llenaban la sala expresando las ideas más audaces, con escándalo de algunas orejas timoratas. De pronto se levantó un vejete que con tres individuos comía en una mesa lejana, y llegándose a la del manchego, insinuó una protesta en tono humorístico un tanto destemplado. Véase la muestra: «Oí patadas y dije: 'caballería tenemos'. Señores, se les saluda. ¿Qué hablan ustedes ahí de Reinas y Ministerios, ni qué entienden de esto los caballeros del margen?... Y usted, señor de Milagro, no se agazape ni vuelva la cabeza, que ya le he conocido, y sus facciones, aunque hace un siglo que no nos vemos, no se me despintan. No vale, no, hablar mal de los moderados, después de haber comido con ellos a mandíbula batiente. ¿Pues qué quería usted, alma de Dios? ¿Que le tuvieran colocado toda la vida, y encima... le nombraran canónigo? ¿No han de comer los demás? ¡A fe que hay pocos padres de familia entre los moderados, con seis, siete y hasta doce criaturas!... Hoy les toca el pesebre a los morenos, mañana a los blancos... Si usted quería pan perpetuo, ¿por qué no aprendió un oficio, como lo aprendí yo, que a los catorce años ya me ganaba un cocido trabajando en la orfebrería con mi amigo Leandro Moratín? ¡Ja, ja, pues no me sale usted ahora con pocos humos!... ¿Qué espera mi hombre del Progreso? Tonto, más que tonto: pida limosna antes que limpiarle las botas a Linaje, y no se fíe de Espartero, que repartirá todos los piensos, digamos destinos, entre los animales manchegos, o sea los vecinos de Granátula. Esto lo veo yo... ¡ja, ja... y el que no lo vea es porque tiene ojos en la cara, no en el entendimiento... ja, ja!».

-No le había conocido, Sr. D. Carlos Maturana -dijo Milagro adoptando el tono zumbón, después de pintar en su rostro, en sucesivas expresiones, la sorpresa, el enojo y la hilaridad-. Con esas barbas que se ha dejado, da usted el pego a sus buenos amigos.

-No me disfrazo para conspirar, como usted, ni uso bigote de moco para adular al Duque.


-No adulo... los pelos de mi cara siempre significaron libertad.

-Antes iba usted afeitado.

-Ya no, para no parecerme a los curas.

-Cuéntele eso a su compañero, el castrense que me oye.

-Este no es obscurantista.

-Ya; es retinto.

D. Víctor Ibraim echó mano a una botella. Acudió D. Bruno a contener la ira del Capellán, y apaciguándole con un gesto y cuatro voces de lo más crudo, volviose risueño hacia el diamantista y le ofreció una copa de Jerez, acompañada la oferta de estas campechanas expresiones:

«Si me ha llamado usted animal, y recojo la alusión como hijo de Granátula, aunque no pariente de D. Baldomero, yo le llamo a usted zopenco, y con estos insultos terribles no hacemos más que pasar el rato... porque aquí venimos a pasar el rato, no a pelearnos por una Reina ni por un General. Beba usted, y luego nos diremos cuatro cuchufletas, si tiene humor de jarana. Estos amigos son pacíficos... Yo no he venido a Madrid a pedir un puesto en el pesebre, sino a que me hagan justicia».

-¡Justicia! -repitió Maturana empinando-. A eso vienen todos, y luego... En fin, señores, perdonen mi desenfado. Hablaba como hablamos hoy todos los españoles, como un loco. No hagan caso: sin quererlo, dice uno mil desatinos. ¡Feliz España si fuera la tierra de los mudos! Sr. Ibraim, si le llamé a usted retinto fue por pasar el rato. Seamos amigos.

-Siéntese el buen Aguilera.

-¿Qué hay de noticias?

-Nunca sé nada que sea de oposición... Sólo sé que nuestra excelsa Reina sigue su viaje triunfal por Cataluña, y que no faltará quien le acuse las cuarenta al caballero de Granátula.