Montes de Oca/13

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Cómo pasó Ibero por suave pendiente desde las alturas del amoroso ideal caballeresco a una liviandad caprichosa y pasajera, lo comprenderá quien considere su soledad triste, su juventud misma vigorosa y la fuerza de los hábitos militares en tiempo de paz, y a veces de guerra. Emprendió, pues, la fácil aventura, manteniendo en su espíritu con secreto culto la fe del amor verdadero, sin que le costase muy grande esfuerzo establecer la distinción, el deslinde de campos, conforme a las ideas vigentes en nuestra edad y a la imperfecta educación moral y religiosa del hombre del siglo. Trazada la raya entre lo accidental y lo permanente, entre la superfluidad de unos días y el deber de siempre, se divirtió el hombre todo lo que pudo, con no poca ventaja de su espíritu y de sus nervios, porque en verdad se hallaba necesitado de esparcimiento y también de variedad en su monótona existencia de caballero soñador. No se tome por giro retórico esto de la fidelidad que a su ideal señora conservaba, y adviertan los que le critiquen que se pasaba la vida sin verla más que en figuración de la mente. Cualquiera sale indemne de semejante prueba.

Lo más gracioso del caso fue que con los deslices del señor Coronel coincidieron las buenas noticias de La Guardia, y ello hubo de producirle alguna inquietud de conciencia, no mucha, y bastante confusión en los pensamientos, porque era en verdad cosa muy peregrina que el destino le recompensara sus traicioncillas con esperanzas en lo que más amaba. No por este contrasentido se despertaron sus hábitos mentales de superstición, ni aquella manía de ver en todos los objetos signos de felicidad o ventura. Por el contrario, la distracción, el contento que recibía de aquella forma de vida, siquiera no fuese un contento integral, pleno y comprensivo de todo el ser, le aliviaron de sus murrias, haciéndole olvidar las aberraciones que sufrió en Valencia, donde a punto estuvo de practicar la quiromancia y otras artes diabólicas. Similia similibus: un diablo bonito le había sacado del cuerpo los feos diablos; al propio tiempo se divertía, se recreaba, como quien espacia su ánimo admirando las hermosuras de la Naturaleza, y además aprendía, pues seguramente aquellos fugaces amores eran muy instructivos, ¿quién podía dudarlo? El carácter de Rafaela, que iba observando día por día, viéndolo manifestarse en mil accidentes y ocasiones, le producía la satisfacción del que adquiere conocimientos, del que descubre mundos, aunque sean áridos; del que viaja y ve panoramas bellos, lugares donde no ha de vivir, pero que contempla y examina para poder describirlos.

¡Y que no tenía poco que estudiar la dichosa Perita en dulce! Si al descubrirla en la casa paterna la tuvo el militar por una pizpireta de mucho cuidado, luego, en el trato íntimo, pensó que se había quedado corto en la opinión que formara de sus hechiceras malicias. Si al principio se dejó coger en el sentimentalismo que con supremo arte tendía Rafaela como una suave y fina red para cazar a los tiernos de corazón, pronto supo escabullirse rompiendo las mallas. Cualidades extraordinarias desplegaba la hija de Milagro en la seducción; era en ella un don nativo, y así como conocía, sin que nadie se las enseñara, las artes del adorno y de la elegancia, sabía emplear mil sutilezas para establecer su dominio. La dulzura, los alardes de puntillosa estimación de sí misma, el llanto, la risa, la seriedad o el abandono, los admirables métodos de disimulo que empleaba para revestir de decencia su liviandad, y evitar el escándalo, todo era de una admirable falsificación psicológica, imitando sabiamente la verdad. Pero en nada se revelaba su inspirado histrionismo como en los superiores artificios para inspirar lástima, haciendo una pintura muy patética de su situación social, ni casada ni viuda, queriendo ser buena y no pudiendo conseguirlo, incapacitada por ley de su naturaleza para ser vulgar. Habíala hecho Dios para un fin, y si a él no se dirigía, era porque el mismo Dios le cortaba los caminos, como arrepentido de su obra.

Con todas estas artimañas estuvo a dos dedos del peligro el valiente Ibero, y por espacio de una semana se vio el hombre aturdido, sintiendo que algo profundo, negro y aterrador, como una sima sin fondo, ante sus ojos se abría. Tuvo la suerte o la entereza de contar los pasos que le faltaban para llegar al borde, y se propuso atajar vigorosamente su carrera, valiéndole de mucho para conseguirlo la serenidad con que fijó el pensamiento en la ideal señora de La Guardia, pidiéndole con mental invocación que en aquel trance le socorriese.

Dígase ahora, para componer el buen orden de los sucesos, que Milagro no había podido detener su viaje a la ínsula manchega tanto como quería: apremiado por el señor Ministro para ponerse en camino, partió antes de que D. Bruno Carrasco abandonase el terruño. Allá conferenciaron días y noches cuanto les dio la gana y exigía el grave negocio de la elección; y dejando el manchego bien preparados los trastos caciquiles, y arreglado lo tocante a sus haciendas en los pueblos de Peralvillo y Torralba de Calatrava, cargó con toda la familia y se vino a Madrid, pensando en la falta que haría en la Corte su presencia para deshacer tantos agravios entre pueblo y Monarquía, y resolver tanto litigio hispánico, ultramarino y europeo.

Cuando el manchego y su gente llegaron a Madrid, medio derrengados todos del traqueteo de la infame galera, ya habían pasado muchos días, lo menos veinte, del enredillo de Ibero con la hija del jefe político; mas tan sutil era el arte de Rafaela para rendir el debido homenaje al formalismo de una sociedad dominada por la etiqueta religiosa y moral, que los allegados a la familia no tenían de aquel lío conocimiento. Siempre encontraban a la Perita en casa, por las noches, con rarísimas excepciones, tan simpática, graciosa y elegantita con cuatro pingos muy bien puestos, haciendo la víctima interesante y encantando a todos con su sencillez y modestia. Los amigos de Ibero sí que lo sabían; pero estaban en esfera tan distante de la casa y relaciones de Milagro, que la opinión respecto a Rafaela no había podido variar todavía. En el ámbito de Madrid, que es lugar grande, pero lugar al fin, corrían ya malignas especies; mas la murmuración andaba todavía muy desorientada, y como toda ruindad de pensamiento tiende aquí a envilecerse más y más revistiéndose de ruindad política, los comentaristas, que veían a Rafaela vestida de seda, dijeron: «¡Cómo le luce la jefatura política a ese buey cansino de Milagro!... ¡Y decían que era ciego! Pues si llega a ver el hombre, ¡pobre Mancha! Se trae para su casa hasta la langosta». Quedaba el recurso de menospreciar estas malicias con la muletilla: «Cosas de los moderados».

Una vez lanzado a la irregularidad, fácilmente recayó Ibero en otros vicios muy propios de la vida militar, y de los ocios de la guarnición en tiempo de paz. Por distraerse dejábase llevar de la corriente licenciosa de sus compañeros y amigos. En la calle de la Aduana tenían una timba, exclusivamente para militares, algo como casino o cuartón, que había sido logia en tiempos no lejanos, y en el callejón de Sevilla había otro asilo de esta clase para pasar las noches, no menos corrupto, pero más divertido: el local era más bonito y casi lujoso, y en él no reinaba sólo el naipe, sino la galantería, si este nombre puede darse al trato de mozas guapas: no puede negarse que la disipación era allí más amena. A uno y otro sitio concurría Santiago, y anegaba en el azar su hastío, con tan mala sombra que al poco tiempo tuvo necesidad de pedir dinero a su familia para salir de compromisos. Por dicha suya, era su carácter de los que, poseyendo lo que hoy llamaríamos freno automático, saben contenerse en el filo de la perdición, y esta entereza, que le había salvado en el caso de Rafaelita, le salvó asimismo en los desórdenes del juego.

Ya que se ha nombrado a la Milagro (así solían nombrarla ya), sépase que Ibero no se habría desprendido tan pronto de sus redes si a ello no le ayudara un amigo, llamado Manuel Catalá, comandante de Caballería con grado de teniente coronel, valenciano, de buena presencia, muy corrido en lances amorosos. En aquella ocasión las cosas vinieron rodadas del modo más feliz para D. Santiago, pues Catalá quiso jugar una mala partida a su compañero, quitándole su hembra; hizo a ésta la corte ganoso de alcanzar una victoria; aprovechó el otro la ocasión con seguro instinto, haciendo una retirada hábil, y Catalá se encontró dueño del campo creyendo deber tan fácil triunfo a sus propios méritos. Gozoso de su liberación, hizo Ibero el papel de sentirse herido en su amor propio; mas este fingimiento no fue de larga dura, pues no tardó el valenciano en comprender que había sido estratégica la sustitución. Por su desgracia fue cogido muy estrechamente en la red y ya no tenía escape: el arte sentimental de Rafaelita hizo su efecto, y el comandante se prendó de ella con pasión tan viva y ardiente, que allí fenecieron sus vanaglorias de conquistador y empezaron sus martirios de conquistado.

La nube de rivalidad entre Ibero y Catalá se disipó bien pronto, pues el uno supo sostener su papel con dignidad y el otro no hizo alarde de vencedor; volvieron a ser amigos; no dejó de serlo Santiago de Rafaelita, y siempre que la veía en su casa o en la calle le hablaba en tonos de protección fraternal, recomendándole aplicara enérgicos emolientes a la llaga lastimosa de su materialismo. Entre el defecto capital de Rafaela y la pasión cada día más loca de Catalá, hubo de entablarse colosal lucha, y esta trajo conflictos graves, estallidos de ira, dolor intenso, riñas y reconciliaciones en que uno y otro ponían el fuego de sus almas. A tal extremo llegó la desesperación de Catalá algunos días, que hubo de recurrir a Ibero solicitando su amistosa mediación: «Chico -le dijo, echando lumbre por los ojos, balbuciente y trémulo-, soy hombre perdido: ni puedo consentirle sus infamias, ni puedo dejar de quererla. ¡Ya ves, yo, tan corrido, tan dueño de mí en otros lances de mujeres! Pues aquí me tienes loco, niño, imbécil; no sé qué soy. Creo lo que nunca hubiera creído, que se dan y se toman filtros o venenos para enloquecer. Yo no me conozco. Antes de dos días haré lo único que cabe para poner fin a esta situación: la mato y me mato. He comprado dos pistolas muy seguras y las tengo bien cargadas... Porque no me quiere la mato a ella; porque la adoro me mato yo».

Esto dijo en la calle con frase entrecortada, sin añadir explicaciones que permitieran a Santiago formar juicio exacto de los motivos de la inminente tragedia; pero luego, solos en el cuarto de banderas del cuartel del Conde Duque, dio suelta el lastimado amante a sus agravios, refiriendo al Coronel cosas que le afligieron y abrumaron en extremo, pues si no amaba a Rafaela, no gustaba de verla tan despeñada por la pendiente del mal.