Montes de Oca/21

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El amarguísimo llorar de Rafaela, inútilmente combatido por las palabras consoladoras del buen Ibero, vino a parar en una congoja o espasmo con imponente anarquía de nervios, gritos de dolor, convulsiones, tentativas de arrancarse mechones de su espléndida cabellera. El Coronel y los dueños de la casa se confundieron en el auxilio de la dolorida, prodigándole cuantos cuidados eran del caso; pero entre tantos médicos que aplicaban, ya remedios comunes, ya las exhortaciones cariñosas, sólo el tiempo obtuvo resultado feliz. Al rayar el día, desgastada la energía nerviosa de la pobre mujer, acostáronla, y pena y trastorno entraron en la natural sedación. «Ahora te duermes -le dijo Ibero al despedirse-, y mañana, más tranquilos tú y yo, te diré lo que pienso. No te asustes: ya no te haré preguntas. Nada quiero saber; me doy por vencido, y levanto resueltamente el sitio que te puse... Veremos si aplaco a Manuel, y una vez reducido a la conformidad, lo que no creo difícil si tú me ayudas un poquito, te llevaré a tu casa... Adiós, hija, que duermas».

Se fue el hombre, rendido del largo asedio, no satisfecho de sí mismo, pues habría sido más caballeroso que desde las primeras declaraciones de ella respetase su silencio. Aún no sabía si Rafaela, después de la incompleta confesión, se había empequeñecido o agrandado a sus ojos. Sintió un estupor extraño ante la imagen de ella, que apartar no podía de su mente: era Rafaela otra persona; la Perita en dulce perdíase en las brumas del pasado, como el recuerdo de personas muertas; en su lugar otra mujer aparecía.

Los quehaceres de aquella semana no distraían a Ibero de su cavilación tenaz. Rafaela era otra; Rafaela no era tal y como él la había visto, víctima de una equivocación, de un error de los sentidos y del entendimiento. ¿Valía más o valía menos después de manifiesta en su genuino ser? A la resolución de este acertijo consagraba el Coronel sus horas, y si fatigado del mental devaneo lo arrojaba de su mente, pronto se le introducía en la bóveda cerebral con sutileza de ladrones, agregándose a otras ideas de muy distinta calidad, a ideas políticas, a ideas del servicio militar. Véase por qué no puso sus cinco sentidos, como parecía natural, en la elección de Regente, suceso memorable que debía despertar en él entusiasmo vivísimo por haber prevalecido la Regencia única, recayendo el voto parlamentario en el salvador y pacificador de las Españas, D. Baldomero Espartero. El día en que acudió a felicitarle con la oficialidad de su regimiento, encontró Santiago al señor Duque menos satisfecho de lo que creía, sin duda porque abrumaba su conciencia el peso de la responsabilidad que la Nación había echado sobre sus hombros. No encontró tampoco en Doña Jacinta ninguna señal de vanagloria, y oyó de sus labios esta frase donosa: «¡Ay, Santiago, más quiero reinar en la Fombera, en medio de un pueblo de patos y gallinas, que regentar en España! Este corral no es para nosotros».

Cuando esto pasaba, ya el Coronel había dado nuevo testimonio de su inaudita bondad a las desdichadas hijas de Milagro, pues no sólo consiguió arrancar de la mente de Catalá, con un trasteo ingenioso, las ideas trágicas que hacían temer mayores escándalos, sino que condujo a Rafaela a su casa y la devolvió al cariño de sus hermanas2 y hermanitos, inventando todas las historias necesarias para cohonestar la ausencia. Fuera que su sino adverso no se hartaba de perseguirla, fuera que el Señor quisiera imponerle el castigo que merecían sus culpas, ello es que la pobre mujer no pudo gozar de la tranquilidad que su casa, tras las pasadas tormentas, le ofrecía, porque a los pocos días de entrar en ella, cayó con una insidiosa enfermedad que hubo de agravarse inesperadamente, degenerando en tabardillo. Altísima fiebre, delirio, pérdida de toda energía fueron los síntomas predominantes, y pasaban días y semanas con alternativas de mejoría y retroceso, sin que a la postre pudieran la familia y el médico esperar una solución que no fuese la irremediable. Ibero no dejaba pasar día sin ir a informarse, y en los de peligro acudía dos y hasta tres veces, traspasado de compasión cuando las noticias eran tristes, y alegrándose si observaba en las caras de Cavallieri o de María Luisa señales de esperanza. En ningún caso pretendía verla, temeroso de que su presencia despertara en la paciente recuerdos desagradables. María Luisa le contaba todo: el número de cucharaditas de medicina que había tomado, las tazas de caldo, las personas por quienes preguntaba.

Se administraron a Rafaela los Santos Sacramentos en primeros de Mayo, siendo la confesión larga y compungida, y en el acto del Viático edificó a todos por su piedad. A la semana siguiente sobrevino un estado que calificaron de mejoría por la desaparición de la fiebre; pero su debilidad era tan extremada, que se le trastornó el sentido. «Anoche y esta mañana -dijo María Luisa al Coronel, que ni un solo día desmintió su puntualidad- nos ha dado una sesión de política. ¡Cómo tiene la cabeza la pobre! Dice que vamos a tener otra revolución; que se sublevarán las tropas para quitar a Espartero la Regencia que ha robado, y dársela otra vez a la patrona de los moderados, Doña María Muñoz... ¡Qué risa! Lo cuenta todo como si lo viera. Dice que O'Donnell y otros militares que andan por París lo están fraguando, y que muchos que aquí pasan por fieles están metidos en el ajo».

Ninguna observación hizo Ibero sobre estos delirios, y a los pocos días, cuando se decidió a penetrar en la alcoba, apenas cambió con Rafaela las expresiones comunes en visitas a enfermo. Grande era la demacración de la joven, tristísima la máscara que el estrago morboso había puesto en su dulce fisonomía. Los ojos se comían toda la cara, según la expresión de María Luisa. Nunca había visto Ibero retrato más vivo de la Magdalena, por su expresión de espiritualidad y de sentimiento intensísimo. El cabello espléndido aumentaba la semejanza; sólo faltaban una calavera y una cruz tosca, para que fuese perfecta. Después de recomendarle que se alimentara poquito a poco, para recobrar la salud y el vigor, salió el hombre de la visita más triste que había entrado, y la imagen de la convaleciente ejerció una tenaz persecución sobre su espíritu. Llegó en aquellos días a sentirse contagiado del enflaquecimiento de su amiga: también él se contaba los huesos; también era mucho espíritu y escasa materia, y tomaba el cariz de un escuálido penitente del yermo; también perdía el apetito, y sentía un ardentísimo amor de la meditación y la soledad.

Entre las innumerables cosas raras que le pasaron al Coronel Ibero en la primavera y verano del 41, se mencionarán algunas que no parecen indignas de la historia. Apenas se dio cuenta de que había disminuido el interés ansioso que comúnmente le inspiraban las noticias y correspondencia de La Guardia. Fue, en verdad, estupendo que faltasen un mes las cartas sin que él lo advirtiese ni de ello se inquietara; y cuando el correo las trajo, no se alegró todo lo que debía leyéndolas, ni saboreó con la fruición de otras veces su lisonjero contenido. Otro singular caso de los que le turbaron entonces fue que una tarde, casi una noche, pues anochecía, vio en la Puerta del Sol a un caballero que le recordó al misterioso acompañante de Rafaela en la calle de San Hermenegildo. ¿Era o no era? Su primera impresión fue la de una perfecta conformidad del rostro de aquel sujeto con la imagen que en rápido instante vio la noche de marras. Después dudó... Salía del Principal el señor aquel con tres personas, una de las cuales era conocida como de las más afectas a la situación; los otros dos pasaban por moderados rabiosos. Violes Ibero perderse entre el gentío, y se retiró tratando de cotejar en su mente facciones con facciones: las del sujeto que acababa de ver y las de otro personaje de historia que conoció en cierta casa donde por sorpresa le metieron una noche amigos oficiosos. No le fue difícil establecer la concordancia entre el sujeto que a la sazón veía y el del Postigo de San Martín; mas la de éste con el caballero de Rafaela, no le salía. Tan pronto le parecía el uno más alto, tan pronto más bajo el otro, y el aire, color y andares no eran los mismos. No hubieran quizás embargado su ánimo estos cotejos en otras circunstancias; pero en aquellas no podía librarse, por extraña rutina de su mente, de consagrarles más atención de la que sin duda merecían.

La persona con quien más intimó en aquel tiempo fue su paisano Bretón, que desde el tropiezo de La Ponchada, pieza infeliz en que ridiculizó a la Milicia, venía corriendo un temporal duro, agravado por la cesantía. El infeliz poeta, desamparado de la administración, no tuvo más remedio que tirar de pluma, y su fecundidad fue en aquel año progresista más prodigiosa que nunca. En el Liceo y en el Príncipe estrenó varias obras con vario éxito, ocultando a veces su nombre, temeroso de los milicianos, que, por atreverse con todo, también faltaban al respeto a las musas. Ibero tomaba la causa de Bretón como propia, llevando al teatro en las noches de estreno una imponente alabarda, compuesta de los amigos de Saboya y de toda la gente decidida que podía reunir. Pero así como el más tranquilo refugio de Bretón fue por entonces el Liceo, mansión neutral, apacible templo de la poesía y las artes, también Ibero buscó en aquel oasis la frescura y descanso que su alma necesitaba. Allí se encontraba una noche, oyendo recitación de versos, cantorrio de cavatinas y salmodia de discursos, cuando fue a buscarle con prisa el ayudante de su regimiento de parte del Brigadier Linaje. «Creo, mi Coronel -le dijo al salir-, que nos mandan a Vitoria».

No tardó en confirmar el secretario del Regente la disposición que a satisfacer venía, después de tanto tiempo, los deseos del caballero alavés. Al fin los hados benignos, y en su nombre el señor Duque de la Victoria, levantaban el destierro de un corazón amante para que corriese al lado de su ídolo, poniendo fin a una separación que era la mayor crueldad de los tiempos pretéritos y futuros. Pero como en aquel periodo de la vida de Ibero venían a producirse todos los sucesos con un contrasentido que era burla de la lógica y juguete de la razón, resultó que la noticia de su traslado, en vez de inundar de resplandores el alma del Coronel, condensó sobre ella nubes, dudas, tristezas... No sabía lo que era aquello, porque si su voluntad, por el movimiento adquirido, persistía en querer lanzarse al Norte, al propio tiempo el alma toda se le inmovilizaba en una inercia estúpida, contra la cual poco podían voluntad, antiguos deseos y compromisos.

Como era forzosa la obediencia, no había que pensar ni en discutir la orden. De labios de Linaje oyó confirmada la disposición; mas no era Vitoria el punto de su destino, sino Pamplona, a las órdenes del Capitán General Ribero: probablemente se le daría un mando en la brigada de su antiguo jefe y maestro, Zurbano. Esto le desconcertó, pues había presumido que al frente de Saboya iría. No, no: Saboya quedaba en Madrid, y él iba sin mando, con otros dos jefes, Seisdedos y Clavería, criados también a los pechos de D. Martín. «Se conoce -pensó Ibero- que del Norte vienen soplos de frío, y hay que templar aquel ejército con soldados de los que echan lumbre. Pues, Señor, al Norte, a la guerra. Olor de sangre me da en la nariz. Venga bendita de Dios, si ha de ser para bien mío y de la libertad».

Habiéndole marcado un plazo improrrogable para la salida, no se despidió más que de los que habían sido sus subalternos, de los amigos Bretón y Espronceda, y de la familia de Milagro, a la cual consagró todo el tiempo de que en su último día de Madrid pudo disponer. María Luisa lloraba su partida como la mayor desgracia que sobre la casa podía recaer, y Cavallieri no hacía más que suspirar con grave diapasón de bajo profundo. Rafaela, ya levantada, mas sin poder moverse de un sillón y recobrándose muy lentamente de su debilidad, sostuvo con él un corto diálogo en que le aconsejó precaverse contra las balas. Cuando al Norte se le mandaba con tanta prisa, era que teníamos guerra en puerta. Que esta sería implacable, cruelísima, sanguinaria, ella lo sabía por seguros indicios, por sueños terroríficos y pesadillas espantosas que aquellas noches la atormentaban. Llevado de una secreta inclinación a pensar y sentir como Rafaela, apoyó Ibero los vaticinios lúgubres de su amiga. También él había tenido sueños horribles, y veía los ríos del Norte enrojecidos por española sangre. Si Dios así lo permitía y quizás lo ordenaba, ¿qué remedio había más que cumplir la soberana voluntad? Diéronse las manos, apretándoselas fuertemente durante un tiempo, que no se sabe cuánto tiempo sería, y Rafaela le miró de un modo singular, con piedad y dulzura inefables, o al menos, él así lo veía. Tal impresión le hizo aquel mirar, que creyó llevarse los ojos de ella dentro de los suyos... Y pronto hubo de ver que ni cuando él dormía, dormían los ojos intrusos... siempre alerta, siempre cebándose en un mirar continuo, eterno.