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Montes de Oca/22

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Como se le señaló la ruta de Soria y Alfaro, no había que contar por el momento con una escapadita a La Guardia. Divertido habría sido para Ibero el viaje si el hombre se encontrara en mejor disposición de ánimo, porque sus compañeros Clavería y Seisdedos eran los caracteres más abonados para la vida de bromas y regocijo: de un viaje molesto y con mil peripecias fastidiosas hacían un divertido Carnaval. La caminata por pueblos alcarreños y sorianos fue una continuada serie de escenas cómicas, incluyendo en este género, no sólo los encuentros felices, los galanteos y comilonas, sino también los peligros, retrasos, vuelcos y fatigas. Pasaron el Ebro por Alfaro, y ansiosos del descanso que sus molidos cuerpos necesitaban, siguieron hasta la nobilísima ciudad de Olite, asentada en un llano fértil. En la corta guarnición encontraron no pocos amigos, entre ellos Baldomero Galán, Gobernador militar de la plaza, que se tuvo por dichoso de obsequiar al Coronel Ibero aposentándole en su casa, donde tanto él como su digna esposa, Doña Salomé de Ulibarri, se desvivieron por hacerle grata la existencia en el tiempo que durara su descanso. Regalada era allí la vida por la abundancia y variedad de comestibles de la tierra, y por el esmero y arte que en el condimento de almuerzos, comidas y cenas ponía la señora de Galán, la cual, entre paréntesis, era una mujer guapísima, de ojos negros, deslumbrantes, de aire desenvuelto y franco, el habla graciosa con golpes de baturrismo.


Muy bien lo pasó D. Santiago en tal compañía. Llevole Galán a visitar las hermosas ruinas del castillo, predilecta morada de los Reyes de Navarra en siglos remotos, y estando el Coronel con su patrón y amigo embebecido en la admiración de los soberbios baluartes corroídos por el tiempo, de los gallardos torreones festoneados por lozanas hierbas que en las grietas crecían, vio salir por entre los muros del despedazado monumento a un hombre, cuyo rostro le causó singularísima impresión de estupor y miedo. Era rostro conocido; no se le despintaba. Mirándole atentamente, advirtió su condición de caballero, que el traje no desmentía; tras él, saltando también por entre los sillares arrumbados, iba otro sujeto, que saludó cortésmente a Galán al paso. Apenas les vio desaparecer entre las ruinas, pidió Ibero informes acerca de ellos a su comilitón, y éste le satisfizo con lo que sabía: «El que me ha saludado es D. Francisco Tiemblo, vecino de Olite, persona, según dicen, de mucha sabiduría en achaque de historias, el que aquí más entiende de lo que fueron y significan estas piedras antiguas. De memoria le refiere a usted todos los letreros, y le explica las figuras que vemos en las iglesias de San Pedro y Santa María y en el convento de Claustrales, madriguera frailuna que fue. El señor que va con él es de Madrid, según creo, y aficionado también a estas quisicosas de la caballería andante. Por lo que le oí no hace muchas tardes, paseándonos aquí con varias personas del pueblo, pienso que es poeta, de estos que lo tienen por oficio, pues a cada triquitraque soltaba un verso y se pasmaba delante de las ruinas, que visita de día y de noche. No le conozco, ni D. Francisco me ha dicho su nombre, o porque no lo sabe o porque no quiere decirlo».

-Y ese señor arqueólogo ¿qué opiniones tiene? ¿Es liberal?

-¡Anda, anda... si es más moderado que Judas!

No hablaron más del asunto, y se fueron a comer. Ibero pasó una tarde tristísima, negándose a toda distracción y a los pasatiempos de billar, damas o ajedrez que Galán le propuso. Creyendo la patrona que le había hecho daño la copiosa comida, preparábale infusiones de diferentes hierbas, que el Coronel no quiso tomar. Pasó la noche luchando con el insomnio, perseguido por la imagen de Rafaela, que no le dejaba vivir, le mordía el pensamiento (así como suena), y armaba un terrible desconcierto revolucionario en su desquiciada voluntad. Procuraba desecharla; pero ella, la pertinaz imagen de Magdalena penitente y cabelluda, hacía que se iba, y tornaba más luminosa, más bella. Lo peor del caso era que a ratos gozaba tanto en contemplarla, que no cambiara aquel goce por ningún otro del mundo. Hacía propósito de imponerse el correctivo de huir de la Milagro para siempre, de no volver a estar donde ella viviese; pero dudaba que pudiera cumplirlo. Grande era la atracción del abismo: ¿se arrojaría en él, o emplearía el tiempo mirándolo desde la boca, para que con la continuada vista de la hondura se le pasaran las ganas de arrojarse?

Dispuso la partida hacia Pamplona para la mañanita del tercer día, y la noche precedente, después de cenar, le dijo Galán con misterio: «Ha venido a verme el amigo Tiemblo con la incumbencia de que el señor aquel de las ruinas, el poeta, desea hablar un ratito con usted, mi Coronel. Me pregunta si debe venir aquí, o si prefiere usted ir a su casa, que es la posada de Fadrique, la mejor del pueblo. Me temo que éste trae la mala idea de leerle a usted versos, pues yo sé que a otros los ha leído, y en verdad que no han quedado satisfechos, por ser muy melancólico lo que el tal discurre. Para mí que está algo tocado. ¿Qué contesto?».

-Que iré a su posada mañana temprano -replicó Ibero con propósito de hacer lo que decía; mas al amanecer, después de otra noche de cruelísimo desvelo, sintió desgana horrible de acudir a la cita. El personaje incógnito, fuera o no quien sospechaba, le infundía miedo, un terror instintivo, primario, y no porque de él temiese ningún daño material: temía que su presencia, su habla, despertasen un tumulto de pasiones, quizás sentimientos contrarios, el odio, la admiración, el cariño, la envidia...

No, no, no. Mejor era que partiese sin verle. ¿A santo de qué venía tal entrevista? No mil veces: él se largaba por su camino, y quisiera Dios que en ningún punto se encontrara con el caballero hermoso y triste. Firme en su propósito, partió con sus compañeros, y el otro, que desde muy temprano le esperaba, saliendo al balcón de su aposento siempre que sentía pasos en la angosta calle, se descorazonó cuando ya muy avanzada la mañana le dijeron que el señor Coronel Ibero, con los comandantes Seisdedos y Clavería, llevaba una hora de camino en dirección de Tafalla.

«Nos ha dado un buen quiebro -dijo al melancólico, sin ánimo de consolarle por aquel contratiempo, un individuo que desde la tarde anterior le acompañaba y al nombre de Gallo respondía-. No lo esperaba de un chico tan atento... Por supuesto, como nada habíamos de sacar, más que nosotros pierde él, perdiendo su opinión de persona fina. Y pues este pueblo ruin ha dado ya de sí todo lo que podía dar, vámonos con viento fresco a Estella, de donde bajaremos a Viana, para seguir luego a La Guardia...

-Vámonos -repitió el otro suspirando, sin poder desechar el enojo del desaire sufrido-, y en otra parte seremos más afortunados, aunque voy viendo que no se encuentran caballeros a la vuelta de cada esquina. El siglo los va descastando, y llegará día en que no se halle uno para un remedio. Vámonos.

En un cochecillo derrengado partieron antes de mediodía hacia Tafalla, y sin entrar en esta ciudad siguieron a Estella por Larraga y Oteiza, con calor sofocante, respirando un aire seco y polvoroso. A media tarde comenzó a cubrirse el cielo de nubes pardas, que avanzaban del Oeste, y con ellas de la misma parte venía un mugido sordo, intercadente, como si por minutos se desgajaran los montes lejanos y rodando cayeran sobre la llanura. No era floja tempestad la que se echaba encima. Para zafarse de ella, apalearon los viajeros al infeliz caballejo que tiraba del coche; mas no obtuvieron la velocidad que deseaban. Descargó la primera nube antes que llegasen a Oteiza. El iracundo viento quería revolver los cielos con la tierra, y durante un rato el polvo y la lluvia se enzarzaron en terrible combate, como furiosos perros que ruedan mordiéndose. Los giros del polvo querían enganchar la nube, y esta flagelaba el suelo con un azote de agua en toda la extensión que abrazaba la vista. El polvo sucumbía hecho fango, y retemblaba el suelo al golpe del inmensísimo caer de gotas primero, de granizo después. Los campos trocáronse un instante en lagunas; retemblaba el caserío de las aldeas como si quisiera deshacerse, y los relámpagos envolvían instantáneamente en lívida claridad la catarata gigantesca. Grandiosa música de esta batalla era el continuo retumbar de los truenos, que clamaban repitiendo por todo el cielo sus propias voces o conminaciones terroríficas, y cada palabra que soltaban era llevada por los vientos del llano al monte y del monte al llano. Como al propio tiempo caía el sol en el horizonte, y la luz se recogía tras él temerosa, iban quedando obscuros cielo y tierra, y la tempestad se volvía negra, más imponente, más espantable. En la confusión de ella se perdieron, como la hoja seca en medio del torbellino, los cuitados viajeros que a media mañana habían salido de Olite en un mezquino carricoche. Se les vio luchar contra los elementos desencadenados, avanzar por en medio de la espesa lluvia y del desatado viento, queriendo achicarse y escabullirse; pero tal navegación era imposible, y en la revuelta inmensidad desaparecieron bien pronto el carro y caballo y caballeros.

Para encontrar nuevamente a los que aquel día desafiaron a la irritada Naturaleza, hay que dejar pasar días, meses, y no habrá que rebuscar media España para dar con ellos, pues reaparecen a cara descubierta y a plena luz en la por tantos títulos ilustre ciudad de Vitoria, cabeza del territorio alavés. Álava, con Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya, es la tierra que podríamos llamar del martirio español, el fúnebre anfiteatro de sus luchas de fieras, y el redondel en que se han despedazado los gladiadores, por el gusto de las peleas y la embriaguez de la sangre. Allí las cañas han sido siempre espadas, los corazones hornos de coraje, la fraternidad emulación, y las vidas muertes. Allí las generaciones han jugado a la guerra civil, movidas de ideales vanos, y se han desgarrado las carnes y se han partido los huesos, no menos ilusos que los niños jugando a la tropa con gorros de papel y bayonetas de junco. Pues allí, en una de las cabeceras del territorio éuskaro, que los liberales no entregaron jamás a la facción, aparece el melancólico galán de la causa de María Cristina, levantando bandera negra contra el Regente, a quien declara usurpador, y haciendo tabla rasa de toda ley y estado posteriores a la renuncia de la Gobernadora en Octubre del año anterior. Ya tenemos en campaña otra guerra fratricida, en nombre de principios más o menos claros, invocando el sagrado lema de la defensa de la débil mujer contra el varón fuerte, de los derechos de la sangre contra los artificios de la soberanía nacional.

D. Manuel Montes de Oca, el más ardiente paladín de la Regencia de Cristina, el que la proclamó condensando en una idea política el sentimiento poético y la caballeresca devoción de su alma soñadora, noble en su delirio, grande en su loco intento, al propio tiempo insensato y sublime, gigantesco y pueril, aparece en Vitoria al frente de un artificio de Gobierno, con poderes reales o figurados del soberano ausente. Sin pararse en barras, contando con la insurrección de generales en Zaragoza y Pamplona, sostenido en Vitoria por la guarnición que se subleva al mando del Comandante General Piquero, entra en funciones como Presidente de la Junta Suprema de Gobierno, mientras llegaba Doña María Cristina, con una resonante proclama en que dice:


La Nación no reconoce, vosotros (a los nobles vascongados y navarros se dirigía) no podéis reconocer como válida y legítima la renuncia del Gobierno de la Monarquía hecha por Su Majestad en Valencia, porque fue, y así lo ha declarado Su Majestad, un acto insolente de fuerza...

Doña María Cristina es la única Regente y Gobernadora del Reino; la única tutora de las ilustres huérfanas llamadas a regir los destinos de esta Nación tan rica de gloria como escasa de ventura. Esta es la bandera de los leales; esa bandera se levanta hoy en todos los ámbitos de la Monarquía española... Los generales más ilustres, los militares valientes, los que ganaron en campos de batalla honrosas cicatrices, los que nunca faltaron a la fidelidad ni nunca cometieron el crimen de perjurio, siguen esa bandera magnífica y radiante que conduce a la victoria. Ella es el símbolo de nuestra santa Religión y de nuestra católica Monarquía... Con ella triunfaremos nosotros como triunfaron nuestros padres.