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Montes de Oca/23

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Armado de nuevo el sangriento juego nacional, los desgarrados pendones, un tanto sucios ya del largo uso sin la renovación conveniente, se vieron otra vez en alto añadiendo a sus lemas el de la sacratísima Religión. Para mayor gloria de esta, se levantaban en armas cuatro caballeros, hijos de la política los unos, del ejército los otros, y por dar mayor fuerza a su audaz aventura, agregaban a su bandera el programita de restablecimiento de fueros, cebo magnífico para llevarse consigo a toda la población éuskara, pisoteando el Convenio de Vergara. Bien, bien. ¡Qué delicioso país, y qué historia tan divertida la que aquella edad a las plumas de las venideras ofrecía! Toda ella podría escribirse con el mismo cuajarón de sangre por tinta, y con la misma astilla de las rotas lanzas. El drama comenzaba a perder su interés, por la repetición de los mismos lances y escenas. Las tiradas de prosa poética, y el amaneramiento trágico ya no hacía temblar a nadie; el abuso de las aventuras heroicas llevaba rápidamente al país a una degeneración epiléptica, y lo que antes creíamos sacrificio por los ideales, no era más que instinto de suicidio y monomanía de la muerte.

Los primeros días del alzamiento fueron risueños, días de esperanzas y de ciego optimismo. Vista la insurrección desde Vitoria, que parecía ser su centro y atalaya, la idea sediciosa prendía en todo el territorio vasconavarro como el incendio en la seca mies. A la voz de Montes de Oca, que lanzaba a los pueblos endechas rimbombantes, responde Bilbao, sublevándose también con su Diputación al frente, y parte de la Milicia Nacional. Montes de Oca tira de pluma y devuelve a la invicta villa en un decreto el derecho de Bandera y otros privilegios abolidos; en Miranda toma partido por Cristina el Provincial de Burgos, que a Vitoria se dirige para dar su apoyo al movimiento; Portugalete y Orduña se pronuncian también; el cura de Dallo y el escribano Muñagorri reúnen al instante sus partidas y se lanzan por collados y montes a matar liberales. En tanto daba mayor vuelo a la insurrección el General D. Leopoldo O'Donnell, que había ganado el regimiento de Extremadura y un escuadrón de Caballería, y con ellos proclamó la bandera de Cristina y Fueros en la ciudadela de Pamplona. En Zaragoza, Borso di Carminati echaba mano al segundo regimiento de la Guardia Real, y salía con él para llevárselo a O'Donnell. Toda esta fuerza, con el batallón y los escuadrones que Piquero había sublevado en Vitoria, eran una base admirable de insurrección. Ya vendrían luego más pronunciamientos de tropas donde menos se pensara, que bien se había trabajado en la seducción de jefes. Todo era empezar: los primeros que se lanzaron daban la mejor prueba de iniciativa heroica, de que luego tomarían ejemplo los reacios y pudibundos. Pero las más risueñas esperanzas de los aventureros de Vitoria estaban en Madrid, donde levantarían la propia bandera media docena de adalides militares, los más ilustres de nuestro ejército, la flor de los héroes de la última guerra. En cada correo creían recibir el notición de que la Regencia elegida por las Cortes era un cadáver, y de que sobre él se alzaba ya la soberanía incuestionable de la Reina Gobernadora, devuelta al amor de España.

En su residencia oficial de la Diputación trabajaba D. Manuel Montes de Oca sin dar paz a su mente ni a la pluma, despachando los asuntos varios que en aquel embrión de Gobierno pendían de su autoridad como vicario indiscutible de Doña María Cristina, y desempeñaba su papel con tal fe y ardor, que era lástima no fueran aplicados a más práctico objeto. De noche, cuando hallaba algún espacio para dar reposo a su fatigado espíritu, solía pasearse solo o con un par de amigos fieles por la soledad del Campillo, núcleo de la antigua ciudad, o recorría las calles concéntricas que lo cercan; y en verdad que no podía espaciar sus ilusiones por sitios más apropiados al carácter feudal y poético de ellas. Los monumentales caserones habitados por el silencio, las calles que en rueda circundaban el primitivo recinto, encorvándose unas sobre otras, y enlazando su término con el punto de partida, reproducían al exterior el giro poético de la imaginación del paladín que amaba el pasado, y lo llevaba de continuo en el pensamiento, en una u otra forma, siempre volteando sobre sí mismo. La colegiata, majestuosa en el barroquismo de su robusta torre; los palacios del Cordón, de Álava y de Bendaña, que hablaban con sus rostros de piedra el lenguaje medieval, le acariciaban los pensamientos y se los hacían más luminosos. ¿Por qué no habíamos de ser lo que fuimos, nación de santos y de héroes? ¿Por qué no habíamos de restablecer las grandezas de la sangre y de la inspiración, del militar coraje y de las virtudes sublimes? Al par que esto, deseaba la ilustración, la libertad con medida, la práctica de todas las virtudes domésticas y públicas, y el culto de las artes y las letras. La grosería le enfadaba; la irrupción de las muchedumbres ignorantes, que imponer querían su fuerza, su garrulería y suciedad, le sacaba de quicio, y por encima de todo poder ponía el histórico, que en el caso de autos recibía mayor realce del consorcio feliz de la soberanía con la belleza y de la majestad con la gracia.

Era, en suma, D. Manuel Montes de Oca representación viva de la poesía política, arte que ha tenido existencia lozana en esta tierra de caballeros, mayormente en la época primera de nuestra renovación política y social. Desde que se introdujo la novedad de que todos los ciudadanos metieran su cucharada en la cosa pública, empezaron a manifestarse los varios elementos que componían la raza; y si vinieron al gobierno los hombres de temperamento peleón y los militares de fortuna; si entraron los abogados y tratadistas con todos los enredos de su saber forense y su prurito de reglamentación, no podían faltar los trovadores, que se traían un ideal de la ciencia gubernativa, derivado, más que de la realidad, de los manantiales literarios. Más de cuatro poetas o trovadores hemos tenido en la vida pública de este siglo de probaturas; que ellos son fruta espléndida, abundantísima, de uno de los seculares árboles del terruño español, y gran daño han producido anegando las ideas en la onda sentimental que derramaron sobre algunas generaciones. El pobrecito Montes de Oca, por ser de los primeros y haberle tocado la desdicha de venir con su lira en una época tumultuosa y candente, fue víctima del error gravísimo de querer dar solución a los problemas de gobierno por la pura emoción; pagó con su vida su desconocimiento de la realidad; merece una piedad profunda, porque era espejo de caballeros y el más convencido y leal de los poetas políticos. Otros que vinieron después han perecido ahogados en su propia inspiración.

No transcurrieron muchos días de Octubre sin que las ilusiones de los revolucionarios de Vitoria (en nombre de la Reina Cristina y por su expresa delegación) comenzaran a marchitarse. Por el lado de Zaragoza y Pamplona no iban las cosas muy a gusto del Presidente del gobiernillo provisional, porque la tropa que sacó Borso di Carminati, vivamente perseguida por el General Ayerbe, no quiso pasar de Borja, capitularon los oficiales, algunos soldados volvieron a la disciplina y otros se dispersaron, quedándose solo el infeliz caudillo italiano, que pronto había de ser cogido y fusilado. En las Provincias Vascongadas no contaba la insurrección con éxitos notorios, porque desde San Sebastián avanzó Alcalá, aventando a toda la chusma de Muñagorri y del cura de Dallo; y si bien Urbistondo y los miqueletes bilbaínos adelantaban algo en el interior de Vizcaya, se veían amenazados por Iturbe y Simón de la Torre, que permanecieron fieles a Espartero. En tanto Zurbano, con los Provinciales de Laredo y Logroño, se posesionaba de Miranda, preparándose a invadir la Llanada. El incansable guerrillero supo aprovechar la torpe división que los insurrectos habían dado a sus fuerzas, y avanzó resueltamente, ocupando el puente de Armiñón; al paso encontró a siete miñones que llevaban despachos de la Diputación rebelde, y les fusiló sin piedad, dispuesto a hacer lo mismo con Piquero y con todo jefe insurrecto que encontrase, cualquiera que fuese su categoría.

La noticia de estas atrocidades, fruto natural de la guerra, tal como aquí comúnmente se hacía, llegó a Vitoria juntamente con la mala nueva del fusilamiento de Borso en Zaragoza, y un desaliento tristísimo se apoderó de los que habían abrazado la causa sentimental. Pero el esforzado corazón de Montes de Oca no se abatió con aquellos reveses, ni amenguaron su confianza en el triunfo definitivo. De alguna parte había de venir el remedio, por ser divina la causa que defendían, como pleito del derecho contra la usurpación, y, en cierto modo, de lo bello y delicado contra los avances de la grosería y del prosaísmo.

No tardó el gobernante sedicioso en verse poseído del delirio medieval, a que le llevaba su numen político informado en el Romancero, y se metió en el peligroso callejón de las represalias, de que difícilmente se sale: la muerte de los miñones le indujo al error de poner a precio la cabeza de Zurbano. Creyó, sin duda, que no faltarían en su mesnada hombres con la ferocidad suficiente para cortar aquella cabeza y llevársela, con lo cual creía fácilmente decapitado el cuerpo soez de la bestia patriotera y repugnante que arrancado había su diadema a la más hermosa de las reinas de fábula. Suelen tener sus quiebras estos dramáticos arranques, y entonces se vio más que nunca la inseguridad del procedimiento, pues Zurbano no parecía dispuesto a dejarse degollar; al contrario, marchaba por la Llanada resuelto a cercenar todas las cabezas que pudiese, y hacer con ellas espantoso adorno de los caminos.

En esto, el General Aleson ocupaba los desfiladeros de Pancorbo y Rodil, con numerosa hueste, partía de Burgos para perseguir a O'Donnell y desbaratarle si salía de la ciudadela de Pamplona. Iban tomando cada día peor cariz las cosas del naciente reino cristino, tan mal fundado en los cerebros de unos cuantos calaveras del ejército y la política: de pronto supieron el fracaso de la intentona de Madrid, el combate en la escalera de Palacio y la fuga de los audaces caudillos, que en plena Corte habían concebido el proyecto, más propio de gigantes que de hombres, de secuestrar a la Reina y llevársela a Vitoria, sede provisional de su autoridad. Todo ello era absurdo, propio de un partido de orates, y así salió... Mas no se crea que el desengaño traído por estas noticias se comunicó al espíritu alucinado de Montes de Oca, ni que desmayó su temeridad, no: de su cabeza, en que bullía la leyenda; de su corazón, inflamado en sentimientos de monarquismo romántico, brotaron nuevas energías; y cuando los hombres prácticos, sabiendo la ocupación de la Puebla por D. Martín, mostraron el gravísimo peligro de continuar en Vitoria, se obstinó en permanecer en ella, organizando una defensa que por lo brava y tenaz emulara las de Zaragoza y Gerona. Tal era su pensamiento cuando la insensata empresa de restauración estaba perdida, y los más ardientes auxiliares de ella no pensaban más que en la fuga o en el escondite, aguardando a que pasara el nublado para procurarse una saludable reconciliación con el Regente. Pero Montes de Oca no cejaba. Abrazado había la causa de la Señora, y enarbolado su bandera con un ardor semejante al de los cruzados que iban a combatir por el sepulcro de Cristo; otros procedían por egoísmo y despecho; él por una fe generosa, y por la devoción, que otro nombre no puede dársele, de la Reina que era su ídolo. No daba entrada al miedo en su corazón, ni cuartel a los arbitrios de la cobardía, ni a componendas o transacciones. Era hombre macizo, homogéneo, sin las complejidades que la vida moderna exige a todos los que en ella buscan algo de provecho. ¡Lástima de primera materia, tan sólida y pura, en un siglo que no suele emplear para sus grandes obras lo puramente elemental, en un siglo de combinaciones y de alquimias cada día más complicadas! Toda la caballería del bravo Montes de Oca, toda su exaltación de gobernante poético, tenían por ideal sostén la soñada más que real persona de una Reina, cuya capacidad para dirigir a la Nación no había sabido manifestarse claramente. Él, no obstante, adoraba en ella, creyéndola adornada de atributos intelectuales y morales no menos efectivos que los de su seductora belleza. Valía más el Quijote que la dama, y era ella menos ideal de lo que la suponía el ofuscado caballero. Si en la imaginación de este ahechaba perlas, a la vista de todo el mundo ahechaba trigo candeal superior la buena de Aldonza Lorenzo.