Montes de Oca/24
Semejante a los héroes de un cuento infantil, se obstinaba Montes de Oca, falto de todo recurso y amenazado de una deserción total de su gente, en defenderse dentro de Vitoria, sacrificando la vida de esta ciudad al orgullo de una causa que no debía interesar grandemente a los hijos de Álava. Ya que la victoria se presentaba difícil por el momento, quería el caballero un poco de leyenda, y si Dios disponía que él y sus fieles pereciesen ante un enemigo superior, se enorgullecía pensando concluir a la numantina. Pero las nubes que ennegrecían el horizonte eran cada vez más temerosas, y aunque el hombre continuaba insensible al miedo, confiado siempre en los auxilios imaginarios que había de recibir de nuevas sublevaciones, por fin le determinó al abandono de la plaza un hecho que hubo de abatirle los ánimos más que el aluvión de tropas enemigas y la merma creciente de las suyas. Fue que los generales que iban contra Vitoria agregaron a la orden del día un papel enviado de Madrid, dando cuenta de la comunicación de nuestro Embajador en París, D. Salustiano de Olózaga, el cual venía con el cuento de que la propia cosechera, Doña María Cristina, le había dicho, mutatis mutandis: «¡Pero si yo no sé nada de esa insurrección, ni tengo nada que ver con esos locos! No sólo soy extraña al movimiento, sino que lo repruebo terminantemente». El efecto que esto hizo en el valeroso paladín ya puede suponerse: no creía que el cuento del diplomático fuese verdad; teníalo por una de tantas mentiras diplomáticas, empleadas como resorte político; no le cabía en la cabeza que habiendo Cristina puesto en manos de los sublevados armas y bandera, renegase de sí misma y de su causa cuando la conceptuaba perdida, y llamase locos a los que por ella daban su sangre y su honor. Esto no podía ser: tales villanías, cosa corriente en el carácter falaz de Fernando VII, no cabían en la nobilísima condición de la Reina, toda rectitud, lealtad y entereza, según Montes de Oca. Sobre esto no tenía duda el exaltado caballero, y la ideal Soberana no desmerecía en su pensamiento por las malicias de Olózaga. Lo que agobió su ánimo valeroso fue que aquellas mentiras entraron fácilmente en los cerebros de todos los que le rodeaban; que el vecindario de Vitoria les dio fácil crédito, y las aceptó hasta con gozo, viendo en ellas el mejor pretexto para dar término rápido a la insurrección, y librarse de los desastres y apreturas de un sitio. Ya no podía Montes de Oca sostener la moral de la plaza, ni menos el entusiasmo, harto ficticio y ocasional, por la que fue Gobernadora; cayó de golpe desde la cumbre de la poesía política a una realidad miserable. Llegaba el momento de huir, exponiéndose a una muerte ignominiosa, la del pirata o bandido. Salió, pues, de la plaza, acompañado de Piquero y de los militares y paisanos comprometidos, sin más tropas que los miñones y algunas compañías de Borbón. Muy distante ¡ay!, se hallaba de la ocasión en que puso a precio la cabeza de Zurbano; nadie pensaba en traérsela, y en cambio, Rodil pregonaba la de Montes de Oca, ofreciendo por ella diez mil duros... Vamos, no era mal precio, dado el escaso valor que ordinariamente tenían en el mercado de nuestras guerras civiles las cabezas humanas, aun siendo de las mejor provistas de sólidos tornillos.
La salida fue tristísima, nocturna, sigilosa. Antes de que amaneciera, en la rápida marcha por el puerto de Arlabán hacia Vergara, desertaron las compañías de Borbón, y se fueron a Miranda para presentarse al General de Espartero. Celebraban consejo los fugitivos para determinar el camino que debían seguir. No pocos oficiales comprometidos señalaron como la mejor dirección de escape la de la costa Cantábrica; sabían de un barco preparado en Lequeitio para recoger a los que quisieran fiar su salvación al mar. Montes de Oca, aunque marino, prefirió seguir por tierra la derrota de la frontera; despidiéronse allí no pocos amigos y compañeros de locura, entre ellos el comandante Gallo y otros que andando el tiempo fueron generales, y se encaminaron hacia la costa; Montes de Oca, acompañado tan sólo de Piquero, de los señores alaveses Marqués de Alameda, Ciorroga y Egaña, y de ocho miñones, siguió adelante. En Mondragón despidieron a los miñones, pues para nada necesitaban ya la fuerza militar, y cuanto menor fuese el número de fugitivos más fácilmente podían deslizarse por montes y cañadas hasta ganar el boquete de Urdax. Pero los miñones no quisieron separarse de los desdichados restos del Gobierno cristino, cuya suerte debían correr todos los que en tan necia desventura se habían metido. En Vergara se alojó la caravana en las casas exteriores de la villa, no lejos del histórico lugar donde se habían abrazado Espartero y Maroto; cada cual se arregló como pudo en humildes aposentos o mechinales, y a media noche el sueño dio algún descanso al asendereado cabecilla de la insurrección y a los que aún le seguían, más comprometidos ya por la amistad que por la política.
Media noche sería cuando turbaba el silencio de aquella parada lúgubre el cuchicheo de los ocho miñones, alojados en una cuadra, donde moraban también una mula y una pareja de vacas. Los pobres chicos, desvelados por la inquietud, se condolían de su perra suerte. ¿Quién demonios les había metido en aquel fregado, ni qué iban ellos ganando con que la Cristina le birlara la Regencia a Espartero? En verdad que habían sido unos grandes idiotas, apartándose de la ley que ligaba sus vidas y su honor militar al Gobierno establecido. ¿Quién les metía en el ajo de quitar y poner Regentes? ¿Quién les hizo instrumento de la ambición de unos cuantos caballeros de Madrid, y de media docena de militares que querían empleos y cintajos?... ¡Y que no era flojo el riesgo que corrían los pobrecitos miñones! Desde Vergara a la frontera ¿quién les aseguraba que no toparían con un destacamento de tropas leales? En un abrir y cerrar de ojos serían despachados para el otro mundo, y aun podría suceder que los señores que les habían arrastrado al delito alcanzasen misericordia; para los hijos del pueblo, no habría más que rigor y cuatro tiros... Aun suponiendo que pudiesen escapar, ¿qué vida les esperaba en Francia? ¿Por ventura se encargaría de mantenerles la Reina esa por quien se habían jugado la vida? ¡Ay, ay!, el pobre siempre pagaba el pato en estas tremolinas; para el pobre, en la derrota o en el triunfo, no había más que desprecios y mal pago... ¡Qué mundo este! Valía más ser animal que español.
Estas ideas rumiaban, esto se decían, y en verdad que no habría sido vituperable su razonamiento si de él no saliese, como de la fermentación el gusano maligno, un ruin propósito. A dos de ellos se les ocurrió en el curso de la conversación; pero no se atrevieron a manifestarlo. Un tercero, que era sin duda el más arriscado, se lanzó a exponer la terrible idea, y la primera impresión que en los demás produjo fue de miedo; un miedo más vivo que el de la propia muerte. Eran hijos de familias honradas, y desde niños habían visto en sus hogares la norma de todas las virtudes, el temor de la infamia y el aborrecimiento de la traición. Callaron un rato, y la perversa idea hizo nido en el cerebro de cada uno de ellos, empollando diversas ideas que corroboraban la idea madre. El mismo iniciador de esta la explanó hábilmente, revistiéndola de aparato lógico; achicó los inconvenientes morales, agrandó las ventajas. En primer lugar, salvaban sus vidas, y esto de mirar por las vidas era cosa buena, pues para que el hombre se defendiese de la muerte, le había dado Dios la inteligencia. En segundo lugar, se ponían en buena disposición con los que mandaban: Dios había dicho que debe darse al César lo que es del César. A más de esto, ¿quién dudaba que Espartero era el más valiente entre los españoles? Zurbano no le iba en zaga en el valor; sólo que se pasaba de bruto, hablaba mal, y tenía la mano muy dura. Pero pues era el hombre que más podía en aquellas tierras, hijo también del pueblo, debían favorecer sus ideas y ponerse a su lado para todo. Por último, triunfantes o vencidos, su sino era quedarse tan miñones como antes, con la triste paga, el rancho mísero y la condición de soldados rasos. Buenos tontos serían si no sacaban algún provecho de la trapisonda en que se habían metido. Cierto que alguien saldría diciendo si eran tales o cuales... pero ellos no habían dado el grito; ellos no habían levantado la bandera de Cristina, ni entendían de estas cosas. Zurbano había ofrecido diez mil duros por la cabeza de Montes de Oca: deber de ellos, que la tenían en la mano, era entregar aquella cabeza, la verdaderamente culpable, la que había dado el grito. Y no dijeran que era una lástima entregar al pobre D. Manuel, indefenso, para que en él se cebara el furor de los vencedores. Por fas o por nefas, la vida de D. Manuel era cosa perdida. En su persecución iban ya varias columnas, y pronto le cazarían como a una liebre. Podría suceder que entregándole ellos, se compadeciera Zurbano del infeliz señor, y que el gran Espartero le perdonase, con lo cual quedaban todos contentos, Montes de Oca con vida, y ellos, los pobrecitos miñones, con sus diez mil duros en el bolsillo, a mil doscientos cincuenta duros por barba.
El que pronunció el discursillo que extractado se copia, había empezado a estudiar para cura en Vitoria, sirviendo luego de amanuense a un escribano de la Puebla de Arganzón, y en sus diferentes tareas escolares se le había pegado el arte del sofista. Cedieron prontamente algunos de los compañeros; para reducir a los otros fue necesario que el orador emplease lo mejorcito de su arsenal dialéctico, y al fin convinieron todos en consumar sin demora la execrable acción. La obscura noche les estimulaba... el silencio les envalentonó para un hecho que exigía sin duda más arrojo que el desplegado en los combates. El coloquio vascuence en que desarrollaron su plan y los procedimientos más seguros para ponerlo en ejecución duró apenas un cuarto de hora; y bajaban tanto la voz que apenas se oían, temerosos de que la mula y las vacas, únicos testigos de la terrible conferencia, la entendiesen y renegasen de tal villanía, como honrados animales.