Montes de Oca/25

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Montes de Oca
Capítulo XXV​
 de Benito Pérez Galdós

El modo y forma de hacer efectivo su pensamiento fue para los miñones sencillísimo. Lo propuso uno que en su niñez desplegaba felices disposiciones para robar fruta en las huertas y alguna que otra gallina en los corrales. Salieron los ocho a un cercado frontero a las dos casas en que se alojaban los paladines de la Reina, y con fuertes voces empezaron a gritar: «¡Zurbano, Zurbano!...». El efecto de este toque de diana fue inmediato y decisivo. Los caballeros durmientes saltaron despavoridos de sus lechos, y a medio vestir lanzáronse fuera por los primeros huecos que abiertos encontraron: Egaña saltó por una ventana, y a Piquero se le vio surgir por un boquete angosto que daba al campo en la parte posterior del edificio. Poner el pie en tierra y apretar a correr en busca de la espesura del monte más cercano fue todo uno. Los otros dos, tomando la salida por la puerta con más tranquilidad, no tardaron en desaparecer. Como en los incendios y naufragios, cada cual se afanaba por salvar su propia pelleja sin cuidarse de la del vecino. Dos miñones pusiéronse de guardia en la escalerilla estrecha que a la estancia ocupada por el jefe conducía, con objeto de apresarle cuando saliese, y viendo que tardaba, presumieron que se había escondido en los desvanes. Los inquilinos de la casa, un hombre y dos mujeres, que a poco de sonar las primeras voces de alarma abandonaron también sus madrigueras y vieron la veloz huida de los cuatro señores, aseguraban que el quinto de ellos no había salido. Viéronse precisados los traidores a subir en su busca, creyendo que, o se había muerto del susto, o que por el escrúpulo de conciencia quería expiar sus culpas bajo el poder del temido Zurbano.

A las primeras luces del alba subieron dos miñones, el de los discursos y otro que blasonaba de arrojado, al aposento mísero donde reposaba en un pobre camastro el jefe de la insurrección, y le hallaron profundamente dormido. Su tranquilo sueño era la expresión de su ciega confianza en los ocho corazones alaveses a quienes había entregado su vida. Por un instante creyéronle muerto: tales eran el reposo y palidez de sus nobles facciones. Uno de ellos le llamó: «D. Manuel, Sr. D. Manuel...». No despertaba. Imposible parecía que con la batahola y vocerío que armaron los guardianes durmiese con sueño de ángel aquel hombre que reunía en su espíritu la fiebre poética y el bélico ardor. Fue preciso sacudirle de un brazo para que despertase. Abrió al fin los ojos, y miró largo rato a los dos chicarrones, sin darse cuenta de lo que ocurría. «¿Es hora de salir? -dijo-. Vamos al momento. ¿Se ha levantado Piquero?».

El más desenvuelto de los dos traidores quiso expresar el verdadero sentido de la situación, y no halló la frase propia. «Es usted preso -dijo el otro, cortando por lo sano-; los demás señores han huido; usted no puede, Don Manuel, y ahora se viene con nosotros a Vitoria».

Empezaba el infeliz hombre a comprender la situación; pero aún no la veía en toda su trágica realidad, ni le entraba fácilmente en la cabeza la idea de que los honrados hijos de Álava le apresaban para venderle por los diez mil duros que ofrecía Rodil. Se incorporó vivamente; miró en torno suyo. No tenía armas; nunca creyó que podía necesitarlas. «¡Y vosotros -dijo- me prendéis y me lleváis a Vitoria...! Pero no lo haréis movidos del premio que dan por mí. No valgo yo tanto, amigos».

-Sr. D. Manuel -dijo el valiente, ya repuesto de su turbación-, no nos enredemos en palabras que no vienen al caso. Vístase pronto, que tenemos prisa.

-Está bien -replicó Montes de Oca, pasando brevemente de la ira a la resignación, por la virtud de su grande alma-. Me vestiré al instante. Habría sido mejor que no viniéramos acá. Mi deseo, ya3 lo sabéis, era no salir de Vitoria y esperar allí a los vencedores. Entregándome yo, los diez mil duros habrían sido para mí, aunque... ¡sabe Dios la cuenta que me harían!... Bueno, hijos: pues tenéis prisa, ahora mismo nos vamos. Dejad que me lave un poco: es costumbre mía, que vosotros sin duda no tenéis. Amanece ya; saldremos con la fresca, y marcharemos tan rápidamente como queráis.

Partieron a escape: a los miñones se les hacían siglos las horas que faltaban para cobrar el importe de la res que vendían. Para recorrer la tiradita desde Vergara a Vitoria en el menor tiempo posible, echaron por los atajos y desfiladeros más apartados de toda población, temerosos sin duda de que algún destacamento de tropas les quitase la gloria de su hazaña y el precio de su botín. Dieron a D. Manuel un caballejo, y tanta era la prisa, que no cuidaron de llevar víveres, ni fácilmente podrían adquirirlos en las soledades por donde caminaban. Tiraron hacia Legazpi, y de allí a los altos de Aránzazu, royendo mendrugos de pan el que los tenía. En uno de los breves descansos que hicieron, más por dar alivio a la caballería que al desdichado jinete, manifestaron a éste que, hallándose preso y a disposición de las autoridades, maldita falta le hacía el dinero que aún conservaba en sus bolsillos para los gastos de la insurrección primero, de la fuga después. Dio Montes de Oca una prueba de buen gusto y de austera dignidad evitando toda discusión sobre el infame despojo, y entregoles, sin el honor de una protesta ni de un comentario, la culebrina en que llevaba unas cuantas onzas, que no llegaban a diez, y alguna plata menuda. Y hecho esto, arrearon de nuevo.

Hablaban los miñones entre sí el idioma vascuence, del cual el infeliz preso no entendía palabra, resultándole de esto un tormento mayor: el sentirse más aislado, más lejos de su patria. Entre esta y el poeta se interponían un suelo desconocido, una gavilla de bandoleros y una jerga que nada decía a su entendimiento ni a su corazón. En el fatigoso paso por veredas y trochas, mortificado del hambre y la sed, sin otro sentimiento inmediato que el desprecio que le inspiraban sus guardianes, sufrió el desdichado caballero indecibles angustias. No había para él más consuelo que aislarse, con esfuerzo de su viva imaginación, procurando no ver fuera de sí más que la Naturaleza, y dentro las hermosuras de su grande espíritu, así en el orden moral como en el estético. Las bellezas del paisaje y del cielo, las ideas propias, que iba sacando del magín con cariño de avaro, para en ellas recrearse y volver a esconderlas cuidadosamente, permitiéronle, si no el completo olvido de su desgracia, alguna distracción o alivio pasajero. Mas las exigencias físicas del hambre y la sed le volvían a la realidad de su martirio; otra vez era el hombre vendido, la bestia llevada al matadero por cuatro carniceros infames, y la ininteligible cancamurria vasca otra vez le cortaba el cerebro como una sierra.

La molestísima andadura del jaco, apaleado sin cesar por los miñones, magullaba los huesos del pobre jinete. Habría preferido caer al suelo y que en él le fusilaran sin compasión; pero su vida valía diez mil duros, y no podía esperar de los mercaderes una muerte gratuita. Estas ideas lleváronle a mayor resignación y a conformidad más profundamente cristiana con su fiero destino. El sentimiento caballeresco y la ilusión del sacrificio pudieron tanto en su alma, que no le fue difícil llegar a la tranquilidad ascética que permite soportar un intenso padecer, y aun alegrarse de los martirios. Instantes hubo en que se creyó dichoso de ser tan infeliz, y el goce amargo de los sufrimientos refrescaba su alma, y la erguía, y la vigorizaba para mayores resistencias. Hermoso era el dolor, bellas las angustias que preceden a la muerte. Contra nadie tenía queja. Y no creía ciertamente que la persona por quien en tal suplicio se veía un hombre de bien, fuera indigna de semejante holocausto, no. Todos los males presentes y otros peores que vinieran los sufría gustoso por la Reina, por una divinidad que no habría sido bastante divina si no creara mártires, si ante su triunfal carro no cayeran aplastadas cien y cien víctimas. Bien sabía la Reina lo que sus fieles padecían por ella, y bien empleado estaba que los caballeros penaran y murieran, para que sobre tantos dolores y sacrificios se alzara la gloriosa redención monárquica.

¡Y los malditos alaveses arreando sin descanso, como diablos solicitados de la querencia del infierno! «Basta, hombres, basta, que ya llegaremos -les dijo Montes de Oca, compadecido del caballejo más que de sí mismo-. Por mí no importa; pero vosotros tampoco vais a ninguna fiesta. Tened lástima del pobre animal, que no puede ya con su alma». Vino la noche, y con ella redoblaron los palos sobre la cabalgadura... No corrían: volaban. En un día anduvieron diez y siete leguas, imposible jornada cuando se va en seguimiento del bien, o a realizar una noble acción. Sólo el mal hace a los hombres tan ligeros. A las nueve de la noche llegaban a las proximidades de Vitoria, donde pararon, mandando aviso por dos de ellos al General Aleson, con las nuevas de la valiosa presa que traían. Tropas llegaron al instante y se hicieron cargo del reo, llevándole con no poco aparato de fuerza a la Casa Consistorial, que entonces estaba en San Francisco, donde también había cuartel. A la luz de tristes faroles entró el jefe de la insurrección en el aposento que le destinaron, y lo primero que con él se hizo fue registrarle para ver si tenía documentos de algún valor. En efecto: descuidado como buen poeta, conservaba en sus bolsillos dos papeles que había escrito antes de la salida de Vitoria, y que se olvidó destruir. El uno era una carta dirigida a O'Donnell en que amargamente se quejaba del abandono en que se le tenía. «Ni un fusil, ni un real, ni una comunicación he podido conseguir a pesar de mis esfuerzos... Si hubiera tenido armas, a esta hora contaría la Causa de la Reina con un ejército de 20.000 hombres... Si se pierde esta coyuntura, la Causa de nuestra Reina se hundió para siempre...». El otro era un oficio en que se leía: «Gobierno Provisional... Excelentísimo Sr.: Este infame pueblo nos ha vendido, y su Ayuntamiento ha oficiado a Zurbano diciéndole no harán resistencia y me entregarán... Se hace, pues, indispensable abandonarlo, y lo verificamos esta noche...». Aquí se ve cuán galanas cuentas hacen los revolucionarios, cuya imaginación fácilmente traduce en realidad los deseos locos. ¡Fusiles, dineros! ¿Pero de dónde los había de sacar O'Donnell? Para él los hubiera querido. Él que no sabe allegar estos ingredientes antes de izar la bandera, que no se meta en tales andanzas.

Después de bien registrado, entraron a verle el General Aleson y el jefe político, que, según se cuenta, no estuvo cortés ni generoso con la víctima. Tras estos llegó el Coronel D. Santiago Ibero, encargado de cumplir el sanguinario bando de Rodil, lo que en realidad no exigía larga tramitación. Bastaba con identificar la persona para proceder al corte de cabeza, con lo cual quedaba fuera de combate la hidra revolucionaria. Luego declaró el reo con voz entera su nombre, el pueblo de su nacimiento (Medinasidonia), su estado (soltero), su edad (treinta y siete años menos dos meses). Otras cosas dijo que no fueron más que una nueva página de poesía política.

Al quedarse solo con Ibero, Montes de Oca le dijo afectuoso: «No es la primera vez que nos vemos».

-En el castillo de Olite...

-Y alguna vez antes.

-Alguna vez, sí señor -replicó Ibero saciando sus miradas en el rostro del infeliz reo-. No una sola vez, si es fiel mi memoria... Perdone usted que le mire y le remire... Deseaba mucho verle; pero no, válgame Dios, en esta tristísima situación.